Desde Berlín
En ocasión del lanzamiento de JLG/JLG (1994), cuando Jean-Luc Godard era atacado por su presunto narcisismo, respondió con un argumento irreprochable. ¿Por qué la historia del arte está plagada de autorretratos, de los pintores más famosos y también los más ignotos, y el cine no podía permitirse la libertad de una mirada introspectiva? Que podía ser también autocrítica, como lo probó Federico Fellini con su célebre 8½ (1963), con Marcello Mastroianni como su alter ego. Diez años después, en Amarcord, Fellini volvería sobre sí mismo, pero no ya contemplándose en el espejo del tiempo presente, sino posando su mirada en el pasado de su infancia, en su Rímini natal. De ambas vertientes –el autorretrato, el cuaderno de memorias-- se nutre la extraordinaria película de animación polaca Kill It and Leave This Town (Matálo y dejá esta ciudad), que ya en el comienzo de la nueva Berlinale diseñada por Carlo Chatrian enriqueció Encounters, la flamante competencia dedicada a films más radicales que los que puede aceptar el concurso por el Oso de Oro.
Su director se llama Mariusz Wilczynski, es profesor de animación en la legendaria escuela de Lodz fundada en 1948 de donde salieron tantos connacionales famosos (desde Andrzej Wajda hasta Roman Polanski) y viene haciendo cortos que recorren el mundo, del MoMA de Nueva York a la National Gallery de Londres, desde hace dos décadas. Pero como la animación ciertamente no es cosa fácil, Kill It and Leave This Town es su primer largometraje y le llevó once años de trabajo. Valieron la pena, sin duda.
En las antípodas técnicas e ideológicas de la animación digital, la película de Wilczynski es deliberadamente artesanal, algo así como la guerra de un solo hombre: una infinita serie de dibujos y collages en movimiento que dan cuenta de las angustias, los sueños y los recuerdos de su director. El suyo es un viaje onírico hacia un extraño mundo de fantasía, donde los personajes de su infancia aparecen transfigurados. Pueden ser animales antropomorfizados o viceversa, hombres y mujeres que se vuelven gatos o peces en un mar siempre añorado, soñado.
Wilczynski no tiene inhibiciones a la hora de abordar su propia memoria personal y colectiva, que a su vez dispara la del espectador. Y pasa de la ternura y la sensualidad con la que evoca la juventud de sus padres a la crueldad con que retrata su vejez, o con la que se pinta a sí mismo. Y puebla las calles, los tranvías y las tiendas de la ciudad industrial de Lodz con los blues de un rockero de los ’60 llamado Tadeusz Nalepa (1943-2007) que por momentos suena como la versión polaca de Manal. Vale la pena rastrearlo en la red de redes, a la espera de que la película de Wilczynski llegue al Bafici o el Festival de Mar del Plata.
También en esta atípica, sorprendente nueva sección que está resultando Encounters aparece otra suerte de autorretrato, pero esta vez no del director sino de su actor. O más bien de su personaje, considerando que Luis Felipe Lozano, alias Pinky, protagonista absoluto de la película colombiana Los conductos, opera prima de Camilo Restrepo, no es un intérprete profesional, sino un sobreviviente. Lozano sobrevivió a una extraña secta de la que fue parte. Y vivió para contarlo. O para que lo cuente Restrepo, en un 16mm tan artesanal como los dibujos de Wilczynski, con colores saturados y texturas de una rara materialidad, en una Medellín permanentemente nocturna --vertiginosa, alucinada, fantasmagórica, poseída por la cocaína-- en la que Pinky se refugia de sus perseguidores mientras planea una difusa, solitaria vindicación.
En la superficie, Médium, el nuevo documental del escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky, presentado en el Forum del Cine Joven, es un retrato en toda la regla de la pianista y compositora Margarita Fernández, figura clave de todas las vanguardias porteñas de los años ’60 hasta hoy mismo se diría, tal es su energía y lucidez, tanta que hace poco fue co-protagonista incluso de La vendedora de fósforos (2017), quizás la mejor película de Alejo Moguillansky.
En lugar de contar su vida (algo que jamás ha hecho en sus retratos anteriores, de Henri Langlois, Jean Cocteau o Serge y Beate Klarsfeld), Cozarinsky elige filmar a su amiga de toda la vida tocando el piano, conversando con sus alumnos y reflexionando sobre uno de sus compositores preferidos, Johannes Brahms, en quien todavía sigue encontrando aristas nuevas, desconocidas (particularmente en el misterioso Intermezzo Op. 117 No. 3). Algunos materiales de archivo --fragmentos del film de 1974 La pieza de Franz, de Alberto Fischerman-- dan cuenta también de la centralidad de Margarita en el legendario Grupo de Acción Instrumental.
Pero se diría que detrás de esa sencillez y sensibilidad con la que el director retrata a su personaje, de alguna manera también está poniendo –incluso sin proponérselo-- la mirada sobre sí mismo, como si el film le devolviera un poco su propia imagen. Con Margarita Fernández a Cozarinsky no lo une solamente una amistad de casi medio siglo sino también una manera de hacer música, de escribir o de hacer cine. Ellos son los médiums capaces de conectar distintas culturas y generaciones, de tender puentes entre el pasado y el presente, para aventurarse, de manera siempre discreta, en una eterna terra incognita.