Transcurrieron ya más de dos meses desde que el gobierno de Alberto Fernández se puso en marcha. Y si bien hubo definiciones políticas fundamentales que se fueron construyendo durante la campaña y en el intermedio entre las elecciones y el cambio de gobierno, lo real es que el Frente de Todos (FdT), con el Presidente a la cabeza, viene cimentando su perfil político a medida que da respuesta a los desafíos que le plantea la gestión. Cada paso, cada decisión es también una definición política. Lo viene siendo de manera central el posicionamiento frente a los acreedores externos y el FMI. Pero también los gestos en materia de política internacional, que zigzaguea entre sostener los principios y la necesidad de llegar a acuerdos para sumar aliados aunque sean incómodos. En el orden interno se evidencia la tensión entre la reafirmación de la opción por los más perjudicados y el intento, con los medios al alcance, de apostar a la reactivación productiva.
Ha quedado claro también que todas estas decisiones se cocinan en el círculo de poder que rodea al Presidente y que está constituido por sus colaboradores más cercanos. Espacio del que participa -de modo preponderante- la vicepresidenta Cristina Fernández. Una relación que solo Fernández y Fernández pueden decir cómo funciona, mientras las usinas de oposición mediática la pretenden fabricar como una nueva "grieta". Al menos por el momento, nada indica que esto esté ocurriendo. Más bien se trata de otra versión de fake news a la que nos tienen acostumbrados y de la que no se bajan ni los periodistas ni las corporaciones mediáticas. Es su forma de ejercer el periodismo y el poder.
Pero volviendo al tema del círculo íntimo de las decisiones políticas, está claro que el estilo presidencial es reservado y de consulta apenas a los más cercanos o directamente interesados en el asunto específico. Siguiendo el modo aprendido de su maestro Néstor Kirchner, Alberto Fernández prefiere también la sorpresa, cuando no el secretismo, en torno a las decisiones que adopta. Nada se lo impide, ni nadie podría decir que los debates que anteceden a decisiones trascendentes -máxime en una situación de crisis como la que se vive- tengan que ser públicos.
La premura para adoptar decisiones está por delante de los intercambios y consultas más amplias, según entienden quienes ejercen la máxima responsabilidad del gobierno. Como todas las determinaciones que se toman en emergencia tiene que ser valorada en este contexto y en función de superar el momento.
Si se convierten en habituales y se prolongan en el tiempo pueden convertirse en un problema antes que una solución.
Para ganar las elecciones el FdT sumó fuerzas, voluntades y perspectivas políticas diferentes. Sirvió para reconquistar el gobierno. Para gestionar, Alberto Fernández distribuyó cargos a lo largo y ancho de los ministerios y de la administración pública, casi con la idea de dejar conformes a todos los participantes de la alianza gobernante. Una decisión audaz que tendrá que demostrar en el tiempo que, de la misma manera que sumó votos, es igualmente útil y eficaz para gestionar de manera coherente el Estado. Es demasiado pronto para sacar conclusiones sobre este punto.
El gobierno está empeñado por el momento en paliar la crisis. O, quizás mejor dicho, en mitigar el daño que hereda de la etapa macrista. Pero desde Fernández hasta el último de sus funcionarios saben que ésta es una etapa apenas transitoria a la que debe seguir una segunda, de mayor importancia todavía, que consista en la construcción de un proyecto político, económico y cultural superador para la sociedad argentina.
Y si salir de la crisis requiere de diálogos a puertas cerradas y de decisiones centralizadas, la construcción de otro proyecto de sociedad demanda de miradas distintas, de la puesta en común de perspectivas diferentes y de la presentación de experiencias que no salen únicamente de los círculos que rodean a los decisores. Hay además una multiplicidad de voces y de prácticas que están en el territorio y que han sido, a través de organizaciones y movimientos, sustento fundamental del FdT.
Más allá de cualquier consideración política coyuntural, es claro que el debate de ideas es, ante todo, una necesidad social. Porque toda sociedad, cualquier grupo humano, necesita dialogar, intercambiar para progresar, escoger las mejores decisiones y rectificar -cuando es necesario y lo más rápidamente posible- las orientaciones equivocadas.
Para eso hay que discutir, debatir, argumentar, incluso a partir de posiciones encontradas, hasta llegar a un consenso que se traduzca en decisiones de gestión.
Algunas voces que provienen de dirigentes de base alineados y comprometidos en el FdT están alertando sobre la necesidad de -sin desatender la atención de la crisis- ampliar los espacios de intercambio y de debate, para exponer ideas y para generar propuestas que enriquezcan la acción del gobierno. Entienden que es un mecanismo de participación que realza la vida política y ayudaría a consolidar el FdT como instancia de poder y más allá de lo electoral. Sabiendo también que el solo debate no lo resuelve todo y que, inevitablemente, quedarán en evidencia discrepancias y hasta se pueden atravesar turbulencias.
La democracia liberal por la que nos regimos necesita, para madurar y crecer, de pluralidad de voces que debatan sobre lo que es mejor para la mayoría de la ciudadanía. Pero es imposible avanzar en esta tarea si no se asume desde el comienzo que ninguno de los interlocutores posee la totalidad de la verdad. Y que la disposición al diálogo incluye también capacidad de renuncia a algunas certezas, aunque no a las convicciones. El debate plural, diverso y a la vez comprometido, es garantía de una propuesta política superadora.