La película es en color pero el recuerdo es blanco y negro. Los pibes abren los ojos como platos cuando les contás que en tu infancia había solo cuatro canales que arrancaban al mediodía y que el color solo existía en el cine. Pero así de sepiada como parece, la memoria es tremendamente vívida: en algún momento mágico, la tele pasaba Socorro!
y el mundo se detenía. Te pegabas a la pantalla. Ahí estaban: tus mejores amigos.
The Beatles nos cambiaron la vida. Nos la mejoraron. Nos pusieron a cantar y nos hicieron soñar. Aparecía la delirante secta al grito de “¡Khaili!” y nos lanzábamos a la aventura con ellos, y cada tanto aparecían esas canciones magnéticas y era cantarlas de pe a pa, porque cuando no estaba la peli estaba el Winco y el disco cada vez más baqueteado por la escucha vuelta y vuelta y la fascinada observación de la tapa, de un lado y de otro, quiénes son estos tipos, por qué los quiero tanto, cómo puede ser que me hagan sentir tan bien.
De pibe creía de verdad que vivían juntos en esa casa alucinante, las cuatro puertas separadas para entrar a un mismo espacio, los desniveles, el órgano que salía del suelo. Las guitarras. ¡Un tipo cortando el pasto con una dentadura postiza! Cada vez, Paul, John, George y Ringo me daban el ticket to ride y allá iba, a cantar como poseído en una nieve que no conocía, a conocer por dentro un estudio de grabación (pero-qué-cuernos-es-ese-lugar-quiero-estar-ahí) donde le serruchaban el piso a la batería, a un campo ventoso con tanques que rodeaban a mis amigos mientras George me enseñaba mis primeras frases en inglés, You don't realize how much I need you, primeras informaciones sentimentales para un corazón que no sabía nada de eso.
El nadador que pedía indicaciones a los acantilados de Dover en lugares insólitos. Ringo silbándole la Novena Sinfonía al tigre. La máquina de cámara lenta. El anillo maldito que nunca salía. Y las canciones, siempre las canciones: cuando nada parecía tener sentido –y eso era aplicable a la película y a la vida misma-, The Beatles cantaban y nos daban un lugar en el Universo.
Años después, volví a ver Help! ya no en blanco y negro ni cuando un canal se acordó, sino en un color que revela lo desquiciado que también estaba Richard Lester, en DVD y con mis hijos al lado. Y funcionó: con The Beatles no hay brecha generacional. Los pibes se divirtieron. Se rieron. Cantaron las canciones, que por supuesto ya conocían. Ellos también se hicieron amigos. Porque cuando nada parece tener sentido, basta pedirle socorro a Paul, John, George y Ringo.