En ese descenso hacia la locura que es el preludio de “Cruz de sal”, de La 25, se cruzaban los elementos que le dan forma a una nueva metamorfosis del rock. El sábado por la noche, sobre el escenario central del festival Rock en Baradero, un cuarteto de cuerdas integrado por músicos del Teatro Colón sostenía en soledad esa melodía colmada de tristeza suburbana. Dos bailarinas quebraban sus cuerpos delgados como pájaros frágiles buscando refugio. Los acordes ásperos de las guitarras crecían como la noche. Mauricio “Junior” Lescano se acercaba al micrófono ataviado como Jack el Destripador. El predio estaba cubierto por banderas que flameaban sin respiro. Por zapatillas de lona y remeras negras y desteñidas con el nombre de esa banda que siempre es la propia. También por pañuelos verdes atados a las muñecas y rostros verdes repletos de glitter. Había lugar para el agite, para las personificaciones malditas, para la música clásica, para los sonidos distorsionados criados en los márgenes, para los símbolos de la revolución feminista. Era el primer fogonazo de lo que serían tres jornadas repletas de cruces inesperados en busca de la supervivencia.
Con la bandera de la ceremonia como estandarte –apenas corrida de las misas construidas por los Redondos, todavía pegada a la trascendencia del ritual– el festival Rock en Baradero junto a más de treinta mil personas en su sexta edición. Y se convirtió una vez más en expresión actualizada de esa genética mutante que tiene el rock. El primer día dejaba a la vista dos realidades en una: se encontraban las cicatrices y la necesidad de sanación pos Cromañón junto al exorcismo de la fiesta pagana. Bandas como La Cumparsita, Ojos Locos y Los Gardelitos llegaban guiando a ese “viejo y querido roncarol” en busca de nuevos líderes. Sin Callejeros, Pity Álvarez ni Juanse entre sus filas –“cuidemos al Pato Fontanet, cuidemos a los artistas populares”, pedía Eli Suárez de Los Gardelitos desde el escenario–, La 25 se consolidó en ese territorio transformando sus canciones despiadadas en parte de un acto chamánico. Llevó a su público desde la oscuridad de “Cruz de sal” hasta el baile frenético con “Volver a casa” y “La Rockera” y hacia la arenga guevarista en “Hasta la victoria”. Ahí donde el discurso de revolución se disparaba –entroncado también con una versión arrabalera de “Comandante Marcos” de Los Gardelitos–, la música encontraba espacios para ramificarse.
“Paren de matarnos”, gritaba desde el escenario secundario Miss Bolivia y sus bailarinas amazonas le movían el culo a la "fucking policía" y ponìan a todo el predio a alzar las manos para que se caiga el patriarcado. Su fiesta de cumbia rapeada y caliente le cedía el paso a la futbolera de Los Pérez García, que anunciaron el próximo festejo de sus 25 años en el Luna Park. Con versiones carnavalescas de “Magdalena” y “Todo eso que nos queda” –mientras pateaban pelotas número cinco hacia el público– terminaron de agitar ese cóctel de fiesta y discursividad filosa que recubrió el festival de punta a punta. Un terreno en el que también germinaron, en la tarde de la primera jornada, las búsquedas armónicas y de “amor fraternal” de El Plan de la Mariposa, las melodías radiales y multicolores de Coti y el reggae floreado de Nonpalidece, que prendieron en una noche gobernada por la agresividad de las guitarras.
Esa capacidad natural del rock para incorporar elementos disímiles –a veces opuestos– e inocularlos dentro de su universo se potenció en la segunda jornada del festival. Convivieron el rap de barricada de Sara Hebe y el centennial de Femigangsta con esa máquina incansable de preparar hits que son Los Auténticos Decadentes. En el medio lo que relució fueron los sonidos urbanos que hoy crecen por fuera del terreno gobernado por el trap y el reggaetón. Ahí aparecieron las canciones lúcidas y sensibles de Conociendo Rusia, que aprovechó para afinar con el espíritu del festival. “Íbamos a hacer otro tema. Pero mejor metemos uno más rockero”, dijo el cantante y guitarrista Mateo Sujatovich antes de soltar una versión al estilo Pappo`s Blues de su “Bruja de Barracas”. Luego llegó el indie de corte spinetteano de Peces Raros, que desembarcó con su maquinaria de sintetizadores para enhebrar canciones en un DJ set de alto impacto. Todos planetas que giraban, junto a las tribulaciones standuperas de El Kuelgue, alrededor de ese melodrama pop que encarnan los Bandalos Chinos. Su cantante y frontman, Goyo Degano, ya convirtió su baile felino y su sonrisa permisiva en un personaje cautivante que explota junto a la reversión de vientos ochentosos y guitarras funkys y convierte a la banda en una de las más interesantes de la escena.
La segunda jornada tuvo en el cierre una presentación ajustadísima de Las Pelotas. La banda hizo valer la experiencia ganada en incontables escenarios. Se apoyó sobre su costado impulsivo para levantar vuelo con “Dando Vueltas” y “Sin Hilo”, luego en plena elevación introspectiva se movió entre versiones pacientes de “Vìctimas del cielo” y “Será”, para terminar encendiéndose por completo con “Shine”. Luego llegó la catarata de éxitos populares de Los Auténticos Decadentes, que recibieron en el predio un premio por el doble disco de platino que les significó Fiesta Nacional. El comienzo fue furibundo: “Cómo me voy a olvidar”, “Pendeviejo” y “Los Piratas” se sucedieron sin interrupciones. Un combo que tenía a Cucho algo contenido en el centro del escenario, hasta que le cedió ese espacio al Perro Serrano para las melodías inoxidables de “Corazón” y “Diosa”. A pesar de algunos desajustes técnicos, las canciones Decadentes, clavadas en la cultura popular, terminaron por imponerse. El cierre fue una suerte de casamiento dionisíaco con casi ocho mil personas agitándose con “Siga el baile” y “La Guitarra”. La fiesta se declaraba a la par de cualquier batalla librada por el rock.
“Somos hijos del rock, una generación nueva que puso su habitación como una porción del estudio”, declaraba el rapero Acru al comenzar la tercera jornada, que le abría finalmente un escenario central a esa galaxia armada con samplers y autotunes que crece bajo el rótulo de “género urbano”. Se sumaban a ese viaje la oscuridad funk de Militantes del Climax y la luminosidad de Mustafank. Al cierre de esta edición se preparaba la celebración reggae y punk –unidos ya desde hace largas décadas por The Clash– con Árbol, Dancing Mood, Cadena Perpetua y Kapanga. Sería el preludio del potente show que se esperaba de Ska-P, quienes llegaban viajando desde Neuquén luego de dar un recital en la fábrica recuperada Zanón. Ese símbolo de resistencia se ponía en línea dentro del Rock en Baradero con canciones de empoderamiento feminista, del reverdecer del pop experimental, del baile como antídoto para cualquier mal, del aguante de los acordes distorsionados en los barrios, de canciones tan coreadas y festejadas como machistas, de los nuevos sonidos digitales que habitan las ciudades. Y también de la misma pregunta que se sigue repitiéndose año a año con el crecimiento sostenido de los festivales a lo largo y ancho del país: ¿por qué todos siguen orbitando alrededor de ese planeta indescifrable que es el rock?