Desde Berlín
Los locales están mostrando sus dientes en la Berlinale. En la competencia por el Oso de Oro, Undine, de Christian Petzold, el gran director de Barbara y Ave Fénix, se impuso ayer como el punto más alto hasta ahora del concurso oficial. Por su parte, en la nueva competencia Encounters, dedicada a films de una mayor radicalidad en sus formas, el veterano maestro Alexander Kluge, uno de los padres fundadores del Nuevo Cine Alemán y figura central del legendario Manifiesto de Oberhausen (1962), presentó Orphea, una película tan arriesgada, tan joven y tan vital que pone en duda que la haya hecho un director que acaba de cumplir 88 años. Que ambas películas alemanas a su vez estén inspiradas en figuras provenientes de la mitología griega no hace sino agregarles capas de sentido a dos films ya de por sí de una riqueza fuera de lo común.
En sus films previos y muy particularmente en Transit (2018), su película inmediatamente anterior, que también formó parte de la competencia de la Berlinale, Petzold había incursionado --como no es capaz ningún otro cineasta de su generación-- en el más puro melodrama, en la eterna historia de un amor imposible, reprimido por fuerzas externas, a las cuales no eran ajenas las circunstancias políticas. Pero si en Barbara, Ave Fénix y Transit las fuentes de inspiración provenían básicamente del cine clásico de Hollywood, al que el director daba vuelta como un guante, aquí en Undine se remonta en cambio a Ondina, la vengativa ninfa griega de las aguas, reformulada luego como leyenda romántica germánica, un tema que Petzold ya había explorado en su episodio del film colectivo Dreileben (2011), estrenado también en la Berlinale y que pudo verse en Buenos Aires en la Sala Lugones.
Pero como Petzold es un cineasta profunda, esencialmente contemporáneo su película transcurre en el Berlín de hoy. Más aún, en Undine la ciudad tiene tanto protagonismo como sus amantes malditos, interpretados una vez más, como en Transit, por Franz Rogowski y la extraordinaria Paula Beer. Es desde los lagos y pantanos sobre los que fue construida esta ciudad alrededor del siglo XIII de donde parece provenir el personaje de Undine, una joven historiadora que trabaja para una dependencia oficial de Berlín, narrando a los turistas esos orígenes y los cambios que se fueron operando en la superficie, por razones económicas y políticas.
Como pide la leyenda, Undine (Beer) no acepta términos medios: reclama para sí un amor total, absoluto, incondicional. Si no es así, tiene que matar. Y lo dice, con todas las letras. Y en la decidida, feroz mirada de Beer no se puede sino creerle. Pero el mismo día en que un amante cualquiera la abandona, y por lo tanto está condenado a morir, Undine conoce a Christoph (Rogowski) y se enamora perdidamente de él. Christoph trabaja como buzo industrial, está acostumbrado a las misteriosas profundidades de los lagos y con su pesado traje de buzo parece una suerte de caballero medieval. Enamorada de Christoph, Undine está dispuesta a olvidar su juramento fatal, pero el destino le reclamará que cumpla con aquello que está en su naturaleza.
En manos de cualquier otro director, este cuento de hadas podría haber resultado inverosímil, pero Christian Petzold ha venido afinando tanto su cine, tiene tanto control de sus materiales, que es capaz de contar una historia de amor romántico como si fuera un thriller y, a la vez, de hacer un film fantástico, con escenas submarinas, que no deja de ser político en su cuestionamiento al modo en el que la ciudad de Berlín borra permanentemente las huellas de su pasado cuando decide reconstruirlo, como si fuera una maqueta.
El caso de Orphea, de Kluge, es completamente diferente, porque hace ya décadas que el director de Adiós al ayer, Ferdinando el duro y La patriota, por citar apenas tres de su más de medio centenar de films y programas de televisión, abandonó el cine narrativo por el ensayo y la experimentación, a la manera en que lo hizo en Noticias de la antigüedad ideológica (2008), su genial especulación de lo que podría haber sido –y no fue- El Capital, de Karl Marx, en la versión del cineasta soviético Sergei Eisenstein.
Relectura musical y revolucionaria del mito de Orfeo, la nueva película de Kluge está codirigida por Khavn, un artista multidisciplinario filipino, cineasta, compositor, performer y escritor. Entre ambos, concibieron esta Singspiel con una única y absoluta protagonista, Lilith Stangenberg, actriz de la Volksbühne de Berlín, algo así como una nueva Nico que surge en el firmamento alemán. Suerte de Ángel de la Historia que --a la manera de Walter Benjamin-- tiene su rostro vuelto hacia el pasado y que donde todos ven una cadena de acontecimientos ella ve una catástrofe única, Orfea se sumerge en el inframundo para rescatar a su Eurídiko.
No sólo la inversión de géneros es política en el film de Kluge & Khavn (que se ocupan de aclarar en los títulos que “esto no es un film”). El proyecto de Orfea también lo es, porque junto con Eurídiko ella además se propone rescatar del Hades --como los Bio Cosmistas rusos de 1917-- a todos los muertos, a los desaparecidos por la dictadura filipina, a los humillados y ofendidos de este mundo, esos inmigrantes a quienes ahora Europa les da la espalda y los rechaza detrás de sus fronteras fortificadas.
¿Todo muy serio quizás? Más bien, lo contrario. Esta Orphea tiene humor y funciona como un trip dionisíaco y trash, que desacraliza la llamada “alta cultura” con una actitud muy punk. Se diría que Kluge es, junto a Godard, el último gran cineasta activo del siglo XX capaz de seguir inventando formas nuevas para el cine del siglo XXI.