Si hay algo que nos sigue cautivando de los cuentos de hadas es su simpleza rotunda, la falta absoluta de pretensión y la radicalidad con que confían en la narración, al punto de no exponer su sentido; no por nada pertenecen al mundo de la narración oral, a su economía de recursos, a su velocidad, y no al de la escritura o a la institución a veces tan pesada que conocemos como Literatura, y que en ocasiones tiene su correspondencia en cierto cine “importante”.
Nada menos “importante” que los cuentos de hadas, que en los últimos años se volvieron un material irresistible para el cine, como no podía ser de otro modo en una época que fagocita el pasado sin parar, en toda clase de versiones. Más épicas o más fantasiosas, más “realistas” incluso, en todo caso la mayoría de estas películas los sustrajeron al tono juguetón de Disney y les restituyeron parte de su carácter siniestro: Blancanieves con Kristen Stewart o con Lilly Collins, épicas batallas contra madrastras malvadas, princesas guerreras, Caperucitas Rojas envueltas en historias de dimensiones grandilocuentes, una Bella Durmiente amigada con su villana… en general películas espantosas, en fin, con grandes presupuestos pero carentes de la más mínima habilidad para contar un cuento. Y con la premisa común, tan contemporánea, de relativizar la división tajante entre el bien y el mal que en los cuentos de hadas —más preocupados por la supervivencia que por la moral— no siempre existe.
Gretel y Hansel, la nueva película de Oz Perkins, comparte algo de este espíritu y otro tanto del de películas de terror como Midsommar, que parecen querer redimirse, a fuerza de diseño y aparente sofisticación, por el desliz de contar un relato de género. En la tercera y más rebuscada película del director (que antes hizo The Blackcoat’s daughter y I am the pretty thing that lives in the house), lxs hermanitxs que se internan en el bosque lo hacen expulsados del hogar por el hambre y la escasez de recursos, como en el cuento recogido por los hermanos Grimm, pero en un contexto más amplio: aquí Hansel es un nene y Gretel (Sophia Lillis, que hace poco interpretó a la joven Jessica Chastain en It Capítulo dos) una adolescente que tiene un vínculo maternal con su hermano. Y a la que, solo por ser mujer, parece esperarle un destino más sórdido donde la explotación sexual y la maternidad asoman en el horizonte, quizás como dos caras de la misma moneda.
Después de ciertas aventuras de tono desparejo que se encastran con dificultad en la historia principal, lxs hermanxs llegan al bosque y empiezan a vivir en un espacio onírico e hiper-diseñado de una artificialidad extrema: la casa de la bruja es triangular, está fuera del tiempo y en ella los personajes se sumergen en una pesadilla de vísceras y simulación que más que concentrar sus recursos para producir suspenso, los disemina en secuencias oníricas, guiños a otros relatos como Alicia en el País de las Maravillas y, sobre el final, explicaciones rebuscadas que intentan sumar terror sin lograrlo. Hay cierta intención, al parecer, de destilar la esencia del cuento de hadas y sus motivos principales, como el de espiar a través de una rendija o abrir una puerta que no debía ser abierta. Pero justamente porque el diseño y la iluminación los subrayan a más no poder, estos motivos se vuelven insoportables, y para nada orgánicos al relato. En el centro está la figura de Gretel, que encuentra su espejo en la de la bruja, y una construcción del mal que parece ahondar en el corazón de lo siniestro —las madres que devoran a sus propios hijxs, y esa manipulación como de araña por la cual enredan a sus víctimas en una trampa mortal— pero que, en la frialdad de una película más preocupada por lo visual que por la construcción de emoción o identificación, es poco lo que importa.