En escena parecen un solo cuerpo, pegoteadxs como si formaran una criatura que lxs contiene. Si hay algo del circo criollo que deviene barroco en esta obra de Toto Castiñeiras, se expresa en el territorio que construyen los personajes con su atuendo de comedia infantil malograda por la bruma de una realidad que, entre las risas y el delirio, esconde la posibilidad de aparecer y destruirlo todo.
La Rubia está encerrada por el mismísimo diablo, que es en realidad su padre, y se le ocurre la proeza de inventar la festividad del mate y nombrarse reina. Se escapa como buena heroína de tierras desalmadas y el festejo ya se realiza pero ella se queda afuera del concurso. Ella escribe y lee unos papeles donde seguramente ha dejado la impresión de sus historias. Podríamos pensar que La Rubia es la autora del desconcierto que ocurre en escena. Su vínculo extrañado con El Lobo, ese romance que se va contando con las tonalidades de la gauchesca pero que, en la escritura de Castiñeiras, se transforma en una letra delirante, la matriz de una fantasía.
El tercer personaje es El Niño que desacopla la escena, que rompe la armonía y que funciona como si estuviera de más para incentivar un conflicto. Podría ser también un coro que interviene para interrumpir lo que ocurre entre La Rubia y El Lobo. Habla de ese carácter inseparable, como una unidad amorfa que da cuenta del absurdo salvaje que lleva adelante Castiñeiras con su dramaturgia.
Hay en la puesta de Castiñeiras una evocación a un drama infantil visto desde la adultez con cierta perversidad. Como ocurría en los poemas de Alejandra Pizarnik cuando la llegada de la infancia, el recurso de las muñecas, tenían algo macabro, alejado de todo consuelo. Aquí el cuerpo peludo de El Lobo revela esa gracia de la mentira. Lo mismo sucede con la ropa que La Rubia arrebató del placard de su madre muerta.
En la estructura de Voraz y melancólico se produce el encuentro entre el fraseo de la payada y un espíritu clownesco que está en el cuerpo de los personajes. Micaela Rey hace de La Rubia una niña empecinada, atraída por ese lobo que en la actuación de Ignacio Torres es un niño inocente, un poco atolondrado, el séptimo hijo que muta en animal con la luna llena, un tanto temeroso frente a las andanzas sexuales que la niña le promete. Micaela Rey entiende que su personaje es quien decide la acción, mientras que El Niño, interpretado por Santiago García Ibañez ve la escena desde afuera y la comenta con su guitarra como si estuviera en una pulpería. El modo en que los dos actores y la actriz componen un código donde la relación con el público es esencial para despertar el imaginario del relato, se traduce en otra narrativa. Es en ese ir más allá de los personajes donde la historia se cuenta en el sustento de un lenguaje que Castiñeiras trabaja hasta la espesura. Dejarse llevar por las palabras y descubrir en ellas una historia que se revela en el lenguaje, en sus sonoridades, en los modos astutos de provocar la risa, de vincular imágenes, es la propuesta de Voraz y melancólico que los intérpretes encarnan.
Que la escena tenga la forma del tablado de una kermés sugiere otra ficción, aunque el verdadero espacio está en los cuerpos y, en realidad, la acción hace que sea la palabra, el relato que parece inventar La Rubia, el verdadero escenario, como si todo en Voraz y melancólico alimentara una fantasía. Los personajes relatan lo que ocurre como si ya estuvieran alejados de los hechos. El trabajo corporal que guía Diego Rosental opera como la trama de la obra porque la cercanía de esos cuerpos, sus movimientos, generan una actuación que devuelve y rearma un conflicto que funciona siempre como exceso.
Voraz y melancólico se presenta los jueves a las 21 en Nün Teatro Bar