Usa una casaca oscura que le marca la cintura, unas botas de caña alta con taco sobre un pantalón ajustado y una boina casquete que no le da chance a la melena al viento. En breve va a subirse al camión que manejará durante horas. Se quedó sola. Desde que terminó la guerra, sus compañeras, las ciento cincuenta mujeres contratadas por Four Wheel Drive (FWD) en Clintonville, Wisconsin, volvieron a sus trabajos de amas de casa y otra vez son los hombres los que manejan los camiones.
"La guerra terminó pero Luella Bates se niega a abandonar el volante" tituló un diario como si fuera el texto de un afiche clavado al lado de la puerta vaiven de un saloon en un western de Wes Anderson. Las crónicas cuentan que cuando todas perdían el trabajo Luella dijo que había descubierto que le gustaba el negocio y que quería trabajar y ganar dinero manejando un camión.
Luella, la primera de las seis empleadas con las que la compañía reemplazó a los hombres durante la Primera Guerra Mundial, fue la primera camionera con licencia en Wisconsin, unos años después, en Texas, apareció en escena Lillie Drennan, una Annie Oakley sobre ruedas, y más tarde, en España, la gallega Celia Rivas. Enseguida, los nombres y las fechas inaugurales se superponen en la colonización de los derechos de las mujeres manejando un camión. En el año veinte del siglo veintiuno siguen siendo minoría, absoluta minoría.
Cuando Luella llegó a Nueva York en 1920, la publicidad de la compañía promocionaba y vendía al camión FWD Modelo B como un camión de manejo fácil, muy fácil. La certeza de la facilidad era evidente: podía manejarlo una mujer. Como el negocio de los camiones estaba en desarrollo creciente, y los dueños de las compañías estaban convencidos de que era una máquina exclusiva para los hombres, la presencia de Luella y su camión, una compañía circense sobre cuatro ruedas recorriendo las ferias estatales en el este norteamericano, irrumpió en el monopolio machista que convirtió a la piloto de prueba en una atracción de taquilla a la que todxs querían ver maniobrar. Después de la acrobacia en velocidad llegaba el momento del posado para la foto descargando arena o carbón; pero eso no era todo porque la conductora modelo también era un hábil mecánico que podía mantenerlo, repararlo y saber cómo cruzar ilesa un camino inundado antes de perder un cargamento de carne.
Una road movie camionera, identidad postal en devoción de ruta, donde la mujer al volante –una viajante millerniana en comunión vocacional y marketinera– mostraba la potencia y la versatilidad de los camiones FWD y aconsejaba a los futuros compradorxs que poco y nada compartían con el señor Salter de Scoop (la novela de Evelyn Waugh) quien, temeroso de los camiones, prefería caminar por un áspero sendero antes de que lo obligaran a subirse a uno.
En gesto infraleve, duchampiano, solas en el camino, confundiendo el andar de las ruedas con la aurora boreal, las nuevas Luellas ya no se visten para la foto de kermese, incitan a sus amigas para que también ellas manejen un camión, cuentan las historias de la ruta, gobiernan decisivas en horacianas horas, y son, de un giro a otro, de una milla a otra, de un kilómetro a otro, el rastro nocturno que el umbral espera.