El presidente habló ante un grupo de militares, en Campo de Mayo, que saldrían en misión hacia Chipre. Sus palabras incomodaron, nos incomodaron, a muchas personas. Las redes sociales, con su pretensión de ágora y su cotidiano de cloaca o por lo menos de ring donde el subrayado gritonea, estallaron de críticas. Una Madre de Plaza de Mayo lo llamó negacionista, otra lo respaldó, continuando con una dramaturgia que desde hace décadas las opone. Decidió pedir disculpas, centrando su pedido en el dolor que podría haber causado a las víctimas. Una Abuela de Plaza de Mayo dice: no era necesario que las pidiera. Apretada síntesis de acciones, para que se perciba hasta qué punto la discusión toca las fibras más profundas de la política argentina y lo hace produciendo, todavía, dolor. Por eso, quisiera para estos apuntes la delicadeza mayúscula, la prudencia no de quien teme decir sino de quien espera evitar la herida, buscando la amorosidad de las palabras que merecen todas las personas involucradas en este tole tole, desde el presidente hasta las Madres. Insisto: no para desconocer las vetas polémicas, sino para situarlas en un lugar común, en una zona en la que se pueda pensar.
El Nunca Más fue tajo, hiato, fundación de una legitimidad para la vida compartida. Los juicios --los de los 80 a los comandantes; los de la verdad, llevados adelante mientras estaban vigentes las leyes de obediencia debida y punto final; los reanudados juicios que aún se están desarrollando-- no juzgan inconductas o desvíos individuales: llevan adelante el proceso contra un plan sistemático de exterminio, un plan en el que se comprometieron todas las fuerzas y donde las fuerzas armadas mismas actuaron como agentes de una violencia clandestina. Cada escuela militar --la ESMA o la Sargento Cabral en Campo de Mayo-- coexistía en el mismo predio con la represión clandestina. Las militancias de derechos humanos fueron construyendo, a la vez, la politización de las víctimas (haciendo comprensible por qué habían sido objeto de la crueldad del terrorismo de Estado) y la vinculación entre el pasado y el presente, porque el reconocimiento de la injusticia en el pasado es piedra fundante de la crítica de la injusticia del presente. Nuestra democracia sería más gris y basculante sin esa doble afirmación, que busca justicia no solo en el sentido de castigar a los culpables sino de reponer, cada vez, la cuestión de la emancipación.
En el 2001 miles de personas marchamos burlando el estado de sitio y pocos años después un presidente dio la orden de bajar los cuadros de los genocidas en el Colegio militar. La palabra "Proceda" se resignificó, sacudiéndose sus tonos disciplinarios, para nombrar un acto cuya capacidad de sanación política es incalculable: al hacerlo, al dar esa orden, nos habilitaba a construir sin miedo, a militar sin temor. Pero también cosía las viejas y las nuevas militancias, ahora tramadas alrededor de las políticas estatales. En el nombre del Estado pedía perdón y ese perdón era necesario para volver a tramar una confianza.
En las escuelas de todo el país se conmemora el 24 de marzo, aunque sabemos que no en todas con la cartilla democrática. O que en algunas, se encubre la negligencia o el desagrado con algún ritual burocrático. Se conmemora, también, en las calles y cada 24 es una fiesta en la que nos reconocemos parte de un compromiso que se actualiza. Un acervo cultural fue creciendo y hoy hay profusas obras que construyen relatos disímiles sobre los años del terrorismo de estado, del golpe cívico-militar y de les detenides-desaparecides. Eso no carece de complejidades y disputas, a la vez que muestra una vitalidad profunda de la cuestión. Vitalidad en su proliferación de interpretaciones y unidad política en el pacto inicial, como bien se vio cuando ante la pretensión de la Corte suprema de Justicia de la Nación de aplicar el llamado 2 por 1 a criminales de lesa humanidad, que volvía las condenas una ganga y la salida en inmediata, las multitudes tomamos las calles y los muy opacos tuvieron que retroceder. Quiero decir: todo está muy vivo, no dejamos de estar con las heridas al aire y no porque no sanen sino porque es necesario seguir pensándolas, atravesándolas.
No se trata del dolor de las víctimas, o no solo, sino del compromiso de vastos sectores de la sociedad con aquellos núcleos de verdad que se fueron acumulando y que no se pueden liquidar. Elegir las palabras es central, porque esas palabras surgieron de un proceso perseverante de comprender el pasado. Por eso, plan sistemático y no inconducta, o insistir en que lo que sucedió no fue un golpe solo militar. No son elecciones personales, son narraciones políticas y pactos fundantes. Que es importante sostener en todos los planos de la educación, en las instituciones pedagógicas, en los ámbitos públicos, en las producciones culturales y mediáticas. En la palabra de nuestras máximas autoridades.
Quienes hoy egresan de una escuela militar no tienen compromisos vitales con el terrorismo de Estado, pero sabemos que un ámbito educativo es una disputa por cómo pensamos y narramos lo ocurrido y que no habría que descartar que en esas escuelas la sedimentación cultural vaya en el sentido de la negación más que en el de la condena. Somos hijas e hijos de nuestra época, pero también de las memorias familiares e institucionales que atravesamos. ¿Qué se respira en Campo de Mayo? ¿Qué legado se transmite entre esas paredes? ¿No hay rutinas institucionales y memorias secretas, que consideran honorífico lo que debería ser condenado? Recordar el pasado concentracionario no es condenar a quienes hoy estudian en esas aulas para ser militares, sino mostrarles lo que deben repudiar, la herencia a la que deben negarse, y cuya importancia quizás han menoscabado para que les fuera posible estar allí. Como si cada cierto tiempo, se debiera descolgar otra vez un retrato de un genocida, para recordarnos nuestras libertades, también recordar a quienes eligen una carrera militar que tienen la obligación de evitar la ignominia.