En otoño de 2017, el diario The Guardian me propuso escribir una columna semanal. Me sentí halagada y espantada a la vez. Nunca había tenido una experiencia de ese tipo y temía no ser capaz de sacarla adelante. Después de mucho vacilar, informé a la redacción de que aceptaría la propuesta si me enviaban una serie de preguntas que respondería una a una dentro de los límites del espacio asignado. Aceptaron mi petición enseguida, así como el pacto de que la columna no duraría más de un año. Poco a poco, el año pasó y me resultó muy instructivo. Nunca me había visto en la tesitura de tener que escribir por obligación, encerrada tras unas lindes inviolables, sobre temas que yo misma había pedido a los pacientes redactores que eligieran por mí. Estoy acostumbrada a buscar por mi cuenta una historia, unos personajes, un razonamiento y a poner una palabra detrás de otra, casi siempre con esfuerzo, borrando mucho; y al final lo que encuentro —suponiendo que encuentre algo— sorprende. Ante todo, a mí. Es como si, aprovechándose de mis intenciones todavía inseguras, una frase generara la siguiente, y nunca sé si el resultado es bueno o no; sin embargo, ahí está, y entonces hay que seguir dándole vueltas, ha llegado el momento de que el texto cobre la forma que deseo. Pero en los artículos para The Guardian prevaleció el choque casual entre el tema editorial y la urgencia de la escritura. Si a la primera versión de un relato le sigue enseguida un largo período, a veces muy largo, de profundización, de reescritura, de dilatación o drenaje meticuloso, en este caso ese proceso fue mínimo. Estos textos nacieron hurgando de inmediato en la memoria en busca de una pequeña experiencia ejemplar, recurriendo de modo irreflexivo a convicciones forjadas en libros leídos hace muchos años, después desconectadas y vueltas a conectar gracias a otras lecturas, siguiendo intuiciones súbitas inducidas por la misma necesidad de escribir, llegando a conclusiones bruscas a causa del espacio ya agotado. En fin, ha sido un ejercicio nuevo: cada vez que echaba el cubo al pozo oscuro de mi cabeza, sacaba una frase y esperaba con aprensión a que otras la siguieran. He sentido la tentación de ordenar las distintas piezas de un modo más meditado y he preparado los posibles índices. Pero me ha parecido presuntuoso maquetarlos como si hubiesen nacido a raíz de un proyecto bien articulado. No he querido ocultarme ante todo a mí misma su naturaleza de invenciones ocasionales, por lo demás no distintas de aquellas que nos hacen reaccionar a diario en el mundo en el que nos ha tocado vivir.
LA PRIMERA VEZ
Hace un tiempo planeé contar mis primeras veces. Hice una lista de unas cuantas: la primera vez que vi el mar, la primera vez que viajé en avión, la primera vez que me emborraché, la primera vez que me enamoré, la primera vez que hice el amor. Fue un ejercicio tan arduo como inútil. ¿Cómo podía ser de otro modo? Consideramos las primeras veces con excesiva indulgencia. Por su naturaleza, se basan en la inexperiencia, y enseguida fueron engullidas por todas las veces que vinieron después, no tuvieron tiempo de asumir una forma autónoma. Sin embargo, las evocamos con simpatía, con añoranza, atribuyéndoles la fuerza de lo irrepetible. Debido a esta incongruencia en su constitución, mi proyecto empezó a hacer aguas de inmediato y naufragó definitivamente solo cuando traté de contar con veracidad mi primer amor. En este caso específico, hice un gran esfuerzo de memoria para buscar elementos significativos y encontré muy pocos. Él era muy alto, muy delgado y me parecía guapo. Tenía diecisiete años; yo, quince. Nos veíamos todos los días a las seis de la tarde. Íbamos a una callejuela desierta detrás de la estación de autocares. Él me hablaba, pero poco; me besaba, pero poco; me acariciaba, pero poco. Le interesaba sobre todo que lo acariciara yo. Una noche —¿era de noche?— lo besé como me hubiera gustado que me besara él. Lo hice con una intensidad tan ávida e impúdica que después decidí dejar de verlo. Sin embargo, no sé si este hecho —el único esencial para mi relato— ocurrió de verdad en esa ocasión o en el curso de otros pequeños amores que siguieron. Además, ¿era realmente tan alto? ¿Y nos veíamos realmente detrás de la estación de autobuses? Al final descubrí que de mi primer amor recordaba ante todo mi estado de confusión. Amaba a aquel chico hasta el punto de que verlo me despojaba de toda percepción del mundo y me sentía al borde del desmayo, no por debilidad, sino por exceso de energía. Nada me resultaba suficiente, quería más, y me sorprendía que él, por el contrario, después de desearme tanto, de repente me encontrara superflua y huyera como si yo me hubiese vuelto inútil. Bien, me dije, escribirás sobre el primer amor y hasta qué punto es, en su conjunto, insuficiente y misterioso. Pero cuanto más trabajaba en ello, más vaguedades, ansias e insatisfacciones apuntaba. De modo que la escritura se rebelaba, tendía a llenar vacíos, a dar a la experiencia la melancolía estereotipada de la adolescencia perdida. Por ello dije: Se acabó el relato de las primeras veces. Lo que hemos sido en el origen no es más que una mancha confusa de color contemplada desde la orilla de aquello en lo que nos hemos convertido.
MENTIRAS
De niña fui una gran mentirosa, dije todos los tipos de mentiras posibles. Mentí para parecer mejor de lo que era. Mentí para presumir de acciones que me hubiera gustado realizar, pero que de hecho no había realizado. Con frecuencia me metí en líos reales por ser coherente con mis mentiras y confesé culpas contraídas solamente en el embuste. Dije mentiras angustiosas —las recuerdo con dolor—, hilvanadas deprisa y corriendo para evitar alguna forma de violencia casi siempre por parte de los varones. Pero de todas las mentiras de entonces las que más me gustaban —contaba muchísimas— no servían para nada. Me dedicaba mucho a ellas y hacía de todo para que pareciesen hechos que habían ocurrido realmente. Es más, diría que me salían tan reales que yo misma, mientras hablaba, tenía la impresión de que eran ciertas. O quizá sucedía lo contrario: decía mentiras sin considerar que lo eran, y por ello tenían más apariencia de verdad que las otras. Este tipo especial de embustes pertenece a la parte feliz de mi infancia. Tenía mucho éxito entre mis compañeros, en general se tragaban cada una de mis palabras y nunca iban a dejar de escucharme. Sin embargo, alguna vez alguien decía: Es demasiado bonito, no puede ser que haya ocurrido de veras. Entonces me daba un poco de vergüenza, empezaba a jurar que el relato era cierto y entretanto me ponía nerviosa, sentía que el juego se estaba echando a perder. ¿Qué podía hacer, afear las mentiras? Pero ¿qué gracia tendría contarlas si las decía aburridas e inconexas? No sé si fue por culpa de aquellas críticas, pero más o menos a los doce años me obligué a no mentir más, bajo ningún concepto. Tal vez quise sencillamente hacerme adulta y me pareció infantil contar mentiras. Sin duda, como ha ocurrido con frecuencia en mi vida, de un día para otro me impuse una disciplina feroz y desde entonces dejé de mentir, salvo por amor a la literatura, que es un embuste noble. Como compensación me convertí en una narradora oral obsesivamente veraz. Contaba mis sueños, mis pesadillas, esforzándome por ser muy fiel. Resumía a mis amigos novelas y películas, los resúmenes eran muy detallados. Y a menudo refería hechos que me habían ocurrido de veras, pero procurando no arreglarlos para que fluyeran mejor, de un modo más apasionante. Sin embargo, durante años arrastré la nostalgia de las largas y articuladas mentiras gratuitas de niña, tenía la impresión de que eran más verdaderas que la verdad misma. Tal vez es también esa nostalgia la que después me impulsó a dar una evolución narrativa a los diarios que escribía y a encaminarme hacia la novela. De todos modos, con o sin novelas, la nostalgia persiste. Hoy me encantan los niños que se inventan patrañas sin objetivo, reconozco enseguida el placer que hay en ellas. Como por otra parte reconozco la angustia de cuando mienten para protegerse, porque el mundo está lleno de trampas y humillaciones, y en ciertos casos la mentira da un poco de tregua.
EN EL CINE
Hay una película que vuelvo a ver al menos una vez al año, se titula Solaris. Es de Andréi Tarkovski, un director cuyas obras me han encantado, incluso las más arduas. Vi algunos de sus filmes en la pantalla grande, otros en la pequeña. Rubliov, en la gran pantalla, me pareció asombrosa, el blanco y negro, extraordinario; temo que ya no tendré ocasión de verla de nuevo en el cine, pero ojalá los más jóvenes puedan hacerlo. Solaris, que no es la mejor cinta de Tarkovski sino la que más me fascinó, también la vi en el cine. Recuerdo que la publicitaban como la respuesta soviética a 2001: Una odisea del espacio. Ver en ella una competición cinematográfica entre Estados Unidos Unidos y la Unión Soviética era tan insensato como engañoso. La película de Kubrick, con su clamorosa fuerza imaginativa, indudablemente arrasaba. Pero no contenía ni sombra de la desesperación, de la sensación de pérdida que a mi modo de ver dominaba en Solaris. La versión que circulaba entonces estaba mutilada; la integral la vi mucho más tarde. Pero tanto en el filme con cortes como en el íntegro, la fuerza radicaba por completo en el personaje femenino, en esa memoria de mujer-esposa que de ningún modo consigue desvanecerse. Lo que me impresionaba, me desorientaba y me daba miedo —Solaris sigue siendo una película que me seduce y al mismo tiempo me atemoriza más que cualquier thriller o película de terror— eran las muertes horribles y las implacables resurrecciones de aquella mujer, su obstinado persistir, la voluntad feroz y, a la vez, autodestructiva de no dejarse “aniquilar por el hombre amado ni siquiera como puro recuerdo. Si tuviera que hacer una lista de personajes femeninos inventados con honestidad por el gran cine masculino, no sé si pondría a la mujer de Solaris en primer lugar, pero sin duda la colocaría en los primeros puestos por el dolor ciego que destila, por el rechazo tranquilo y a la vez furioso a ser borrada. La cinta de Tarkovski me sorprendió también por estar inspirada en un libro de Stanisław Lem que, cuando tuve ocasión de leerlo, me impactó porque, a pesar de ser un libro poderoso, no parecía llevar dentro de sí la película que había engendrado. Sorprende la fuerza visionaria que la página es capaz de estimular cuando se nutre de ella un gran talento. Muchos años después, el cine americano nos dio otra Solaris, basada también en el texto de Lem. En esta ocasión no salió una película memorable. Son misteriosos los procesos que conducen de las “palabras a las imágenes. Tarkovski leyó en Lem una urgencia y una necesidad propias; Soderbergh, el director de la nueva Solaris, lo intentó sin conseguirlo. O quizá era imposible que el Solaris de Tarkovski pudiera permitir el nacimiento de otro gran filme. La palabra escrita puede generar las más variadas versiones cinematográficas, pero una versión cinematográfica de gran nivel está tan hiperdefinida, es tan imperativa que, una vez producida, cierra el camino a otras posibles obras de calidad.
MORIR JOVEN
Una persona a la que quería mucho murió joven; tenía treinta y ocho años. Estaba casada con un hombre al que amaba, tenía tres hijos pequeños, muchas cualidades que comenzaban a dar frutos. Cuando murió yo era mucho más joven que ella, ahora soy mucho mayor. Durante largo tiempo consideré sus treinta y ocho años como una especie de meta. Si a ella le había tocado ese espacio de tiempo, nada descartaba que también pudiera tocarme a mí. Así, pensé mi vida como si su duración no pudiese superar la barrera de los treinta y ocho años. Sé que puede parecer absurdo, pero en algún rincón dentro de mí las cosas sucedieron de ese modo. Y en general estoy contenta, he terminado dándole un fuerte acelerón a mi existencia, en muchos aspectos he tenido un sentido del tiempo distinto al de mis coetáneas. Yo corría, ellas se entretenían. Yo me sentía vieja y cargada de responsabilidades; ellas, jóvenes e irresponsables. Yo tenía siempre la impresión de que me faltaba tiempo y me acostaba tarde, me despertaba temprano, utilizaba cada rato libre que me dejaban los hijos que tuve precozmente, los trabajos, los problemas, los desastres conyugales, para formarme lo antes posible y poder decir: Esta soy yo, estas son mis competencias, estas mis capacidades probadas. Mis coetáneas parecían tener por delante un tiempo infinito. Pero hubo más: he vivido con un sentimiento anómalo de las fases de la vida, de la vejez, de la muerte. Por ejemplo, durante largo tiempo me ha producido malestar, algo que yo misma encontraba irrazonable, oír: Murió joven, tenía sesenta y cuatro años. Para mí, sesenta y cuatro años era la edad de Matusalén, un exceso, un abuso. O quizá en ciertos aspectos una ofensa a mi amiga, a su marido, a sus hijos. Cuando cumplí los treinta y ocho las cosas fueron cambiando poco a poco. Me alegré de haberlo conseguido, pensé: Lo que vendrá después es lo superfluo, y, sin darme cuenta, empecé a aflojar el ritmo. Los años se fueron acumulando uno tras otro y al mirar atrás me parecía haber vivido con demasiada intensidad, haber pretendido demasiado de mí y de los demás. Comenzaron los sentimientos de culpa. ¿Acaso me había comido la vida a bocados mucho más voraces que mi amiga y ahora me tocaba vivir más que ella? No solo eso: cada año que pasaba, sentía alivio o incluso satisfacción, como si hubiese ganado una carrera, como si me dirigiera milagrosamente hacia quién sabe qué meta puesta allí solo para mí. El tiempo pasó volando y tuve la sensación de que cada uno de esos instantes no me correspondían y, a la vez, lo veía como un extra que por suerte había logrado birlar. Me sentí una ladrona; culpable entre otras cosas porque me embargaba la satisfacción de la cleptómana. Hoy pienso en mi amiga como una persona milagrosamente completa; su perfección distante me gusta, me conmueve. Yo sigo aquí esperando, siempre con desgana, un nuevo episodio.
RELATO MASCULINO DEL SEXO
El relato del amor heterosexual me interesa sobre todo cuando escenifica una transgresión grande o pequeña que no se ajusta a la representación canónica. Nada de mujeres hermosas, por ejemplo, sino completamente comunes. O mujeres hermosas que luego dejan ver un defecto físico. O un hombre apuesto que se enamora de una mujer muy fea. Cuando en la tradición literaria, en el cine o en la televisión encuentro historias de este tipo creo que deben tenerse muy en cuenta, pues son una puertecita para asomarnos a una manera distinta de contar el sexo. Intentaré explicarme. En líneas generales, la escena erótica se ha construido en torno al deseo de los hombres en relación con nuestro cuerpo. Desde la lírica del amor a la serie televisiva, hemos sido representadas como la meta más ansiada de su pasión. La mirada masculina nos ha reinventado sin cesar en función de sus necesidades sexuales, dibujándonos opulentas, esbeltas, bajitas, desnudas, vestidas, arregladas, desarregladas. Y nosotras, con tal de sentirnos atractivas, nos hemos adaptado con complacencia, con sufrimiento, con vergüenza, a los modelos de comportamiento, a las poses que, caso por caso, se nos sugerían o se nos imponían. Nuestro placer ha consistido en vernos colocadas de modo indiscutible en el centro del escenario de los hombres, prescindiendo de la satisfacción real de nuestro deseo.
Desde hace un tiempo, las cosas parecen haber cambiado. Por ejemplo, ha surgido el relato del eros homosexual. Y, sobre todo, se ha producido la irrupción de mujeres que escriben, dirigen películas, intentan dotar de una forma a nuestra relación con los hombres. Pero la impresión es que todavía no conseguimos sustraernos al canon que los varones fijaron hace algunos milenios; es más, en contra de nuestras propias intenciones, seguimos metidas en él y potenciándolo. En especial, en las series de televisión y en el porno, hoy se nos muestra a una mujer sexualmente mucho más ansiosa, más imperativa, más fantasiosa, más exigente. El deseo femenino se representa como una explosión sin preliminares, a veces es la mujer —hermosa— quien da el primer paso, casi siempre es ella la que desnuda al hombre con frenesí. Pero justo por eso tengo la impresión de que incluso sin quererlo seguimos sometiéndonos al relato masculino del sexo. Si nuestras abuelas se reconocían en el abandonarse pasivo al deseo de un hombre con la condición de callarse que los orgasmos eran raros cuando no inexistentes, nuestras hijas se reconocen en el activismo erótico más desenfrenado con la condición de callarse que todo ese frenesí es la esforzada y, a veces, penosa adaptación a comportamientos que contribuyen sobre todo al goce de los varones. Por ello los relatos, sean masculinos o femeninos, que obstaculizan la escena erótica tradicional con verdades desagradables me parecen más subversivos que aquellos otros que, potenciando el papel femenino con comportamientos que antes se atribuían únicamente a los hombres, no salen del canon, sino que, por el contrario, lo hacen más estimulante según las necesidades masculinas. Tal vez el primer paso para romper de verdad con todo ello debería ser —en tiempos de YouPorn— un relato femenino que, pese a hablar con detalle de sexo, no resulte afrodisíaco. De ese modo explicitaría lo que nosotras, las mujeres, silenciamos por pudor, por vivir en paz. Es posible que nuestra verdad erótica necesite dar ese paso para comenzar a expresarse.
DEPENDENCIAS
La única dependencia que conozco bien es la del tabaco, fumo desde los doce años. Envenenarme de otras formas me ha intrigado, pero nunca me ha seducido. Quería escribir, y hacerlo presa del alcohol o de otras sustancias estupefacientes no me parecía que pudiera ayudarme. Por supuesto, un apreciable número de escritores había obtenido clamorosos resultados atiborrándose de whisky u otras sustancias y me desalentaba ese miedo mío a abandonarme. ¿Qué clase de escritora sería si no aceptaba sustancias que me permitiesen desatarme? Por otra parte, me bastaba un sorbo de coñac para ser incapaz de juntar dos palabras seguidas. De manera que el único estimulante que me ayudaba de veras era el tabaco asociado a muchísimo café. Cuánta cafeína, cuánta nicotina he consumido a lo largo de los años. En cierto momento dejé el café, pero durante decenios, en mi existencia no hubo nada que no estuviera acompañado de un cigarrillo. Para mí, la dicha pura fue escribir fumando, fumar escribiendo. Evidentemente, sabía que era una dicha engañosa, sabía que tendría que dejarlo, sabía que me hacía daño a mí y a los demás. Y a intervalos regulares intenté poner fin a esa esclavitud, lo anunciaba sin cesar, lo hacía. Pero la falta de un cigarrillo entre los dedos me angustiaba. Sin tabaco me sentía más inepta que de costumbre, temía descubrirme mucho peor que como imaginaba ser. No poder fumar me llevaba incluso a no querer encontrarme con personas a las que atribuía grandes cualidades, a las que apreciaba, cuya estima y amistad valoraba. Estaba convencida de que metería la pata en algo, resultaría descortés, no tendría nada inteligente que decir. Y así, volvía a fumar, al principio, a escondidas, como impulsada por una pasión clandestina, que luego se desborda más de lo normal precisamente a causa de su clandestinidad. Hasta que después de muchos intentos, hace diez años lo dejé de verdad, pero con gran sufrimiento. En aquella época supe que no conseguía alejarme del tabaco por temor a ver el mundo en toda su tajante nitidez. El tabaco, el alcohol o la cocaína son, en distintos grados, unas gafas oscuras, y ofrecen la impresión de aguantar mejor el choque con la vida, de saborearla con mayor intensidad. Pero ¿es cierto? ¿Lo que nos somete nos fortalece? Durante mucho tiempo creí que sin encender un cigarrillo sería incapaz de escribir ni media línea, que la escritura, lo que más me importaba, se me resistiría para siempre. Todavía hoy a veces me convenzo de ello y me descubro a punto de recaer y volver a fumar. Hasta ahora me he salvado solo porque en el momento adecuado una parte muy débil de mí me ha susurrado que tranquilizarme con cuarenta cigarrillos al día tal vez me impidió escribir como habría podido hacerlo.