Reemplazar “lo asesinaron” por “se murió”, y hacerlo ya sea por voluntad o por un desliz que no carece de compromiso, pretende ocultar responsabilidades y culpas de unos pocos pero también invisibiliza las diferencias entre violencia y biología para muchos. Sin embargo, el leng uaje, aun en sus lapsus, o incluso en los delirios y también en el discurso falso, siempre revela alguna otra verdad.
Más macabra aun es la regresión desde “se murió” a “caducó”, regresión que no solo espanta por la deshumanización de un sujeto, sino que también nos interroga por el estado psíquico de quien se expresa así.
Hace poco más de un mes del crimen que terminó con la vida de Fernando Báez Sosa y la Justicia debe hacer su trabajo porque lo asesinaron. En efecto, las pruebas colectadas hasta el momento no dejarían dudas sobre la acción de una decena de jóvenes rugbiers que sin razón golpearon sin freno a Fernando.
La búsqueda de las causas
Mientras jueces, fiscales y abogados realizan su tarea, una pregunta desbordó en gran parte de la sociedad: ¿por qué lo mataron? Este interrogante, que busca razones inmediatas y mediatas, parece impacientar a muchos, tal vez porque carecer de causas desquicia la coherencia que deseamos encontrar en el mundo que nos rodea.
El inventario de explicaciones propuestas fue extenso e incluyó al alcohol, la adolescencia, el rugby, el odio de clase y el machismo. Objetar estos argumentos afirmando que no todos los bebedores, jóvenes, rugbiers, ricos o machistas matan, tendría tanta consistencia como negar los riesgos del tabaquismo porque no todos los fumadores mueren de cáncer de pulmón o bien negar la peligrosidad del exceso de velocidad porque no todos los que aceleran su auto a 180 km. por hora concluyen su vida en un siniestro.
Capítulo aparte será analizar las reacciones sociales. Están desde quienes se inquietan pensando que “chicos bien” tendrán que compartir el penal con delincuentes cuyas condiciones carcelarias son penosas, aunque las naturalizamos como si se tratara de la salida del sol, y para quienes muchos no creen que sean necesarias las garantías constitucionales, hasta quienes pierden todo atisbo del garantismo que defendían hasta dos días antes.
Me permito aquí una digresión: no por azar estos días evoqué la hermosa novela El Informe de Brodeck, de Philippe Claudel. Un año después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en un pequeño pueblo se le pide a Brodeck que investigue el asesinato de un extranjero, a quien llamaban Der Anderer (el Otro, en alemán). “La muerte –dice-- no es exigente. No pide héroes ni esclavos. Se come lo que le dan”.
Pero volvamos a nuestro tema, la persistente búsqueda de una causa.
En lo que podríamos caracterizar como un extremo del espíritu conjetural, se ha llegado a afirmar que “todos somos culpables”, que seríamos una sociedad que debe hacerse cargo de haber engendrado tamaños monstruos, por ejemplo, por no cuidar ni entender las necesidades de los adolescentes. Estas afirmaciones, desde ya, carecen de toda utilidad práctica, sea para los agentes de la Justicia, sea para terapeutas y afines. No tienen, se dirá, valor heurístico alguno. Me digo, además, que si se acude a estas argumentaciones ¿masoquistas? de autoculpabilización colectiva cuando se trata de una ocasión dolorosa, también podríamos arrogarnos el orgullo de ser todos autores de las obras de Jorge Luis Borges o de Eduardo Galeano. De inmediato, recuerdo que Freud rechazó utilizar su teoría sobre el Complejo de Edipo para explicar un asesinato, pues la ubicuidad de aquel proceso inutilizaba su poder explicativo.
Recurramos nuevamente al género literario, ahora El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Cuando el Abad intenta convencer a Baskerville de que el autor de las muertes pudo haber sido el mismísimo diablo, éste le responde: “Razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil… A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo”.
Muy posiblemente los factores antes mencionados (alcohol, adolescencia, rugby, odio de clase y machismo) tuvieron alguna participación, contribuyeron a componer el desenlace. Nada impide, además, especular sobre determinantes más cercanos temporalmente al hecho: ¿qué les pasó a los rugbiers la tarde previa al asesinato? ¿qué conflictos o vicisitudes intragrupales ocurrieron horas o minutos antes del crimen? Para decirlo más conceptualmente: ¿qué defensas les fracasaron previamente para que necesiten de una escena tan cruel que restablezca el éxito de sus mecanismos defensivos? Por ejemplo, ¿en qué consiste el aburrimiento desvitalizado para que se imponga, como única salida, el divertimento sádico?
Podemos atender aun a otra descripción que se intentó y que se nutre de algunas de las ya expuestas: las presuntas consecuencias del comportamiento en masa. Según esta conjetura la causa del crimen podrá hallarse en la masificación que habría llevado a estos jóvenes a perder la racionalidad y los límites de lo individual. Por mi parte, estimo que hay aquí un prejuicio que data, cuanto menos, de fines del Siglo XIX, que instaló G. Le Bon al hablar de las masas y que Freud bien se ocupó de refutar. En efecto, la participación en una masa restringe la individualidad, lo individual queda acotado al inscribirse en lo colectivo, pero nada de ello supone o significa que se pierda la subjetividad. El individuo, pues, no es el sujeto. Diremos, entonces, que el rasgo de estas violencias no está en el tándem masa-pérdida de individualidad sino en la desubjetivación.
La violencia sin causas
Una característica que distingue la violencia desplegada por los rugbiers es la evidente desigualdad entre víctima y victimarios. Esta condición, que no se postula aquí como indicador de un escalafón moral entre violencias, no se presenta en otras situaciones como una pelea entre dos barras bravas o entre dos equipos de rugby. En cambio, en sucesos como el aquí examinado, o en el caso del empresario que en Punta del Este arrojó un cerdo desde un helicóptero, o en los casos de violencia policial o de género, resulta central ese rasgo: la desigualdad en el poder que tienen los victimarios en comparación con la víctima.
¿Qué importancia tiene, entonces, esta desigualdad? ¿Qué expresa esta condición? Luego intentaré una respuesta a ello.
Si la violencia es constitutiva de la humanidad, si tal como dijo Freud no hay desarraigo posible de la agresividad, debemos reconocer que en esa suerte de combinación entre horror, sorpresa y fascinación en que quedamos cada vez que retorna la violencia, hay algo de ingenuidad que no candorosa.
Recordemos algo más que sostuvo Freud: “lo imperativo del mandamiento «No matarás» nos da la certeza de que somos del linaje de una serie interminable de generaciones de asesinos que llevaban en la sangre el gusto de matar, como quizá lo llevemos todavía nosotros. Las aspiraciones éticas de la humanidad son una conquista de la historia humana; y han devenido después, en medida por desdicha muy variable, en el patrimonio heredado de la humanidad que hoy vive”.
Se comprende, entonces, que habría algún desacierto en el interrogante sobre el por qué de la violencia, cuyo riesgo es tratar el problema como si nos fuera ajeno.
El psicoanálisis, de hecho, postula el primigenio dominio de la pulsión de muerte en la vida de cada quien, hipótesis que, por lo tanto, conduce no tanto a plantearse la pregunta por la causa de la violencia sino sobre aquello que le hace de freno.
Tal es la propuesta freudiana, la de indagar por qué ocurre algo diverso de la inmediata extinción de lo vivo y, por extensión, por qué en los vínculos puede aparecer una legalidad diferente de la aniquilación del prójimo. Nos preguntamos, espantados, por qué ocurren determinadas atrocidades, pero la teoría freudiana jerarquiza el interrogante inverso: cómo ha podido crearse un universo complejo en que predominan la ética, la solidaridad y la ternura.
En un robo callejero o en una estafa el ladrón desea algo que posee su víctima, su dinero. Cuando la jerga dice “serruchar el piso”, será que en una empresa alguien desea el puesto laboral de otro. Los rugbiers no buscaban quitarle a Fernando su billetera, ni su celular, ni su auto. El empuje a la violencia, pues, no estuvo dado por la envidia que despiertan ciertos bienes ni por la necesidad de ellos. En todo caso, la exacción en este caso tomó por objeto exclusivo la vida de la víctima. Con razón se especuló estos días sobre la posibilidad de adicionar un agravante en la calificación del delito: matar por placer.
Uno de los acusados afirmó: “La vida nos jugó una mala pasada”. La banalización que entraña la frase, y que podrá indignarnos, contiene en sí misma la clave de nuestra interpretación. Se trata de un crimen sin sujeto (en el sentido psíquico del término). Esa es la verdad que también se revela en la inadvertida expresión (“Fernando se murió”) que indicamos al principio. En “Los crímenes de la calle Morgue”, Edgar A. Poe describe algo similar. Ocurre un crimen y luego de innumerables cálculos sobre cómo pudo ocurrir, quiénes lo habrían perpetrado, etc., se descubre que el asesino fue un gorila, situación que David Maldavsky, en su lúcido libro Linajes abúlicos, denomina “criminalidad anónima”.
En esta hermenéutica de los hechos debe valorarse un aporte a la comprensión de los fenómenos de violencia que no exime a los actores de ninguna culpabilidad jurídica.
Quienes mataron a Fernando hablaron de llevarse un “trofeo” y también dijeron que para que una noche sea memorable debe haber golpes. En estas patotas o manadas, entonces, rige una modalidad defensiva regida por la compulsión a la repetición de los traumas y que consiste en la desemantización, en la sustracción de la significatividad del universo sensorial auditivo y visual. Resulta notable, además, la combinación entre la pasión desplegada (euforia mortífera), es decir, el empuje irrefrenable que tuvieron hacia Fernando, y el atroz desapego afectivo, la extrema indiferencia hacia él.
La clínica nos enseña que bajo la violencia se esconde un estado de abulia, de apatía, y la violencia es, al mismo tiempo, la precaria vía para salir del estado de somnolencia y el camino para reducir el estado psíquico de la víctima al propio, a la condición de inercia que padecen los victimarios.
Ese es pues su trofeo, suprimir el estado vital y subjetivo del prójimo; esa es la desigualdad que resulta insoportable para los asesinos y por la cual recurren a su poder para eliminarla: que el otro tenga vida.
Sebastián Plut es doctor en Psicología y psicoanalista.