Desde Berlín
Si hubo algo evidente ya desde el anuncio de su programación, era que esta nueva era de la Berlinale, bajo la dirección artística de Carlo Chatrian, iba a poner el énfasis en los autores, en esos cineastas dueños no sólo de un estilo sino más bien de un mundo propio, intransferible. Esa clase de directores de quienes con ver un solo plano ya se percibe su firma estampada en la pantalla. Y el mero repaso de algunos títulos de la competencia oficial no hace sino confirmarlo. En los últimos días, se han cruzado por el enorme Berlinale Palast los nuevos films del coreano Hong Sang-soo y del francés Philippe Garrel con los de los estadounidenses Kelly Reichardt y Abel Ferrara. Con sus más y con sus menos, los cuatro siguen siendo fieles a lo que cada uno de ellos representa en el panorama del cine contemporáneo.
Conviene empezar por un viejo conocido, como el coreano Hong, de quien entre el Bafici y el Festival de Mar del Plata se ha visto en Argentina toda su obra, que no es poca: desde 1996 hasta la fecha realizó 26 largometrajes y dos cortos. Hong hace ese tipo de películas que parecen concebidas para ser habitadas, para vivir dentro de ellas, tal es el grado de intimidad y confianza que logra entre los personajes, la cámara y el espectador. Y The Woman Who Run (La mujer que corre) no es la excepción.
El cine de Hong está hecho de infinidad de variaciones sobre un mismo tema –las relaciones de pareja-- pero en su primera película en casi dos años (tantos para un director tan prolífico que ya se lo extrañaba) introduce una variación mayor, sin apartarse de su línea principal. En La mujer que corre los hombres casi no aparecen en pantalla. Y si aparecen es solo fugazmente, y de espaldas: apenas si se les ve el rostro, por más que alguno sea un actor fetiche de los films de Hong. Una vez más, la protagonista absoluta es Kim Minhee, actriz principal de siete de las últimas ocho películas del director. Su personaje se llama Gamhee y está felizmente casada hace cinco años, pero por primera vez no está junto a su marido, que ha tenido que viajar por motivos de trabajo. Y aprovecha para visitar a tres amigas a quienes hacía tiempo no frecuentaba. Nada más, ni nada menos tampoco. Como siempre en Hong, su cine está hecho de sutilezas, tanto de la puesta en escena como de sus intérpretes, que sin perder la compostura son capaces sin embargo de producir insólitas situaciones de humor, como una escena que hizo aplaudir a la platea del Berlinale Palast “a telón abierto”, como se dice en el teatro. No es poco en el cine.
El caso del francés Philippe Garrel es similar al de Hong en el sentido de que también su cine, al menos el de las últimas dos décadas, está hecho de variaciones sobre un tema similar al del director coreano. Pero en Le sel des larmes (La sal de las lágrimas) se lo siente un poco cansado, reiterativo, sin lugar para las sorpresas, como todavía las hay afortunadamente en el cine de Hong. Director crucial de la generación post-Nouvelle Vague, Garrel sigue filmando en blanco y negro, continúa haciendo de las mujeres objeto de adoración cinematográfica y de los hombres --cada vez más— estereotipos unidimensionales.
Aquí se trata del hijo de un carpintero de provincia, que se muda a París para estudiar ebanistería y no termina de decidirse por dos mujeres a las que cree amar: una que deja embarazada en su ciudad natal y otra que conoce en París. Como siempre, Garrel filma con firmeza y elegancia, y su film fluye cómodamente, quizás demasiado, como si no quedara margen para el asombro o la extrañeza, a pesar de que sigue contando con el legendario guionista Jean-Claude Carrière, como ya lo había hecho en sus dos películas inmediatamente anteriores, A la sombra de las mujeres (2015) y Amantes por un día (2017), notoriamente superiores.
¿Qué decir de la nueva película de otro veterano que no deja de filmar, el inclasificable Abel Ferrara? Surgido a comienzos de los años ’90 con El rey de Nueva York y Un maldito policía, Ferrara primero se impuso como una versión aún más violenta y visceral –si eso fuera posible— de Martin Scorsese, pero después fue abriendo su campo de acción al documental, el cortometraje y al cine de bajo presupuesto, como una forma de seguir manteniendo su inclaudicable independencia. Su nueva película presentada en estos días en la Berlinale se llama Siberia, tiene a Willem Dafoe (que fue el Pasolini de Ferrara) como protagonista excluyente y es una suerte de viaje lisérgico por la conciencia de un hombre, que puede ser todos los hombres, tal es la experiencia mística que pretende ser el film.
Filmada tanto en la estepa rusa como en el desierto norafricano, el trip de Dafoe lo lleva a reencontrarse no sólo con su padre (interpretado por él mismo, en un tour de force que debería llamar la atención del jurado a la hora de los premios) sino con las mujeres y los paisajes de su vida. Que parecen haber sido muchos, o todos, en un sentido cósmico que Ferrara por momentos le quiere dar a su película, como si de pronto se hubiera contagiado la fiebre de Terrence Malick. Pero sin su megalomanía. La diferencia no deja de ser importante: mientras que el director de El árbol de la vida (Palma de Oro de Cannes 2011) parece mirar solamente hacia las estrellas, Ferrara en cambio sigue enfocando su cámara con el hombre en su centro.
La selección en competencia de First Cow (Primera vaca), de Kelly Reichardt, es lisa y llanamente una de las mejores decisiones que pudo haber tomado el equipo de la nueva Berlinale. La estupenda película de la directora de Wendy y Lucy (2008) ya había estado antes en los festivales de Telluride y New York el año pasado y la prensa alemana no vio con buenos ojos que su festival insignia se resignara a ser el tercero en la fila, cuando se supone que aquí se privilegian los estrenos mundiales. Pero un film independiente norteamericano de esta calidad no se consigue todos los días y la nueva realización de Reichardt merecía este nivel de exposición, que le puede dar incluso una alegría en la ceremonia de premiación, en la noche del sábado.
Western atípico por donde se lo mire, First Cow narra la historia de una amistad de dos frustrados aventureros del siglo XIX que alcanzan a ganarse unos dólares vendiendo unos pasteles que hacen con leche robada a la única vaca de la remota región en la que recalaron. Nada más le hace falta a Reichardt para hacer una película consecuente consigo misma: su producción es tan austera como su estilo, seco y despojado. Esto no implica, sin embargo, que se pueda hablar de minimalismo. Es verdad que Reichardt se libra de todo aquello que no es absolutamente esencial a su relato, pero al mismo tiempo First Cow consigue trascender su anécdota para terminar describiendo --con sensibilidad, con humor-- un estado de situación mucho mayor, que desnuda las reglas básicas del capitalismo y habla del desencanto del famoso sueño americano.