Las canciones que marcaron mi vida contenían algún tipo de esperanza en relación a la existencia de la belleza. Durante mi adolescencia en Adrogué descubrí el tango, y después a “el clásico”. Mi vida transcurría en un secundario de monjas donde sufría el encierro no consentido de mi alma, la plaza, donde sufría el encierro no consentido de mis ansias de que existiera algo más allá de los bizcochitos Don Satur y los autos de los hijos con la música al taco en un loop sin consuelo, y así iba mi alma, sin consuelo, del drugstore a la plaza, de la plaza a la casa por el camino de la iglesia San Gabriel, caracterizada por sus sacerdotes pedófilos, uno de ellos primo de mi tío, también pedófilo; él tenía una camioneta y llevó al perro de mi familia a morir al campo luego de años de proteger su propiedad privada y sin glorias, y yo estaba así: perrosóloenuncamposinsentido hasta que llegó la música y con ella el arte y luego la danza, que es vivir en el propio cuerpo la esperanza, más aún cuando unx es joven.

Mi abuela era cantante de tango. Antes de la secundaria, me instalaba durante varias horas en la sala de juegos, (un espacio extraño de la casa de mi infancia, donde se había creado espantosamente su residencia pre-mortem), a escucharla cantar, y anotaba las letras que ella recordaba, en una época en la que aún no habíamos accedido a Internet. Entre letras a medias, anécdotas de El Club Lanús, pastillas en pastilleros, y una radio mal sintonizada, yo intentaba descifrar los códigos de la belleza en la miseria emocional del abandono de las personas, escuchando a las personas abandonadas que aún cantaban. Ella había quedado, en su juventud, primera en un casting importante de cantantes de tango, pero su novio, mi abuelo, le había dicho que cantar era de putas, entonces se dedicó a cantar mientras zurcía, como toda esclava del delirio colectivo de el género, y así, mi mamá recordaba -y me contaba después-, de cuando iba con su padre al viacrucis-Lanús, y mi abuela se quedaba en la casa zurciendo, cantando y cocinando tarta gallega. Y mi mamá era feliz así, y afirmaba que mi abuela también, y yo me obsesioné toda mi vida con el por qué de que ella se quedara en su casa y no fuera al viacrucis, qué haría, qué pensaría, qué encontraría en ese momento específico de abril sola en su casa, me imagino el frío, las luces bajas y cálidas, el olor a atún y salsa de tomate mezclado con sus melodías mejor recordadas en ese entonces, y su intimidad de artista interrumpida.

A mis 14 años, la música llegó. “Por una cabeza”, traída de los pelos de una película que me trae los peores recuerdos de la desolación de Adrogué. Actuaba Arnold Schwarzenegger. Era una versión de orquesta, y, al escucharlo me corrió una emoción fría, como de parálisis, mezclado con la sensación de oler una comida deliciosa, y seguí ese olor saltando la parálisis, corrí hasta la tétrica tele del tétrico cuarto de mi tétrica vida no consentida, a escuchar de más cerca, y soñar, de golpe y sin aviso, con la intrépida posibilidad de ser esa música mediante el baile.

Así empecé a bailar tango, a descubrir que mi cuerpo tenía un peso que se podía repartir entre los pies, y que podía disponer de mis pies a otro objetivo más que huir de la plaza Alte. Brown. Empecé a bailar sin vergüenza de anhelar lo que estaba aparentemente reservado a vidas elegidas por la historia.

Las primeras eran unas clases grupales muy baratas, en un club que después terminó siendo una pileta de natación, es decir que mi primera pista de baile se convirtió, en el futuro, en un pozo profundo inundado del conurbano, donde la gente que trabajaba en capital podía ir a buscar otra sensación en el agua después de bajarse del tren.

Las segundas, fueron clases individuales, en la casa de mi profesora Soledad, en Burzaco. Las daba con su marido. Un día su marido no llegó a la clase, y ella me ofreció entonces hacer una clase de ballet. Yo accedí. Ella hacía unas caras muy extrañas al marcar los pasos. Esto me llamaba la atención, me preguntaba si los pasos se hacían también con caras, pero me daba vergüenza entonces no las hice. Cuando me apoyé en la barra de ese estudio gigante lleno de espejos, piso cerámica y un perro, supe que quería hacer eso toda mi vida. Todavía no sabía que en la danza había mucho más. Después soñé con ingresar a estudiar en la mítica Escuela Nacional de Danzas. Fui a inscribirme. Había pianos, palabras en francés. Todavía no sabía que en la danza te ponían trabas. Empecé a ser consciente de mi cuerpo gordo, no tocado por la autoproclamada y exclusiva genética de ese arte. Soñé con entrar al Colón, lo intenté tres veces exponencialmente anoréxica cada año. Todavía no sabía que la danza que prometían exigía mutilaciones. Me recibí de La Escuela, aún joven, y lo intenté con el Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín, pensando que “contemporáneo” era sinónimo de abierto, arriesgado, inclusivo. Todavía no sabía de ese lobo con piel de cordero. Finalmente, a los 24 años, 10 después de la peli de Schwarzenegger, en uno de mis intentos por buscar algo más que lo que prometían como algo bueno, vi, en El Portón de Sánchez, un flyer que me llamó la atención. Tenía una imagen de una persona con media raya del culo al aire y un slip blanco viejo y muy grande: La idea fija, de Pablo Rotemberg. Fui a ver la obra, y sentí un calor romántico. Esperanza. Me sentí menos sólo. Entendí que estaba bien vengarse de la danza usando su técnica para reventar el cuerpo contra el piso, purgar, y así acceder a la posibilidad de sentir algo. Me perdoné por sentir lo que sentía, empecé a pensar que quizás el arte perdona lo que la danza juzga, y pude ver, otra vez, la belleza en las ganas de vivir de las personas abandonadas.

Rodrigo Arena es director, creador y performer. Su trabajo artístico consiste en el cuestionamiento de la moral escénica, la exposición política de la vida personal, y la práctica de la expresión de una escena disidente. Se desempeña en el campo de la danza, la performance, y la escritura. En 2019 fue premiado como Mejor Director por La Bienal de Arte Joven. También fue invitado a formar parte de la delegación argentina de directorxs escénicxs en el Festival de Avignon 2019 (Francia). Dirigió las obras Mis días sin Victoria, Testimonio Transmasculino, Cómo explicar el arte a una liebre muerta en 2059, entre otras.