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En un momento determinado de la noche –digamos: el momento exacto- Luis Cardei se levantaba lento de la banqueta de la cantina La esquina de Arturito y el murmullo de los comensales cesaba, abruptamente. No era broma, Cardei se incorporaba: representaba el instante en que el torero saca su espada para la estocada final. Apoyaba la mano izquierda sobre la nuez de Adán, como quien protege la gola, y cantaba: “La fiesta está en su apogeo / La eterna paz se quebranta/ Las mascaritas sus voces levantan/ El dios Momo canta, ríe el dios Morfeo/ La fiesta está en su apogeo/ Todas son bromas y chistes/ La Colombina tan sólo está triste/ De luto se viste, no quiere cantar”. Pobre Colombina, de Carmona y Falero, es de 1927 y Cardei aprendió la versión de Carlos Gardel al vuelo, de chico. Es uno de los tantos tangos que referencia al Carnaval. Las dos expresiones están asociadas desde siempre: a principios del siglo XX, Angel Villoldo –a quien no sin desmesura apodaron “El padre del tango”- dedicó varias coplas al Carnaval. Casi todos los grandes poetas populares no soslayaron el impacto provocado por esa combinación de picaresca, costumbrismo y crítica social que suponen las letras de murgas. El mismísimo Homero Manzi escribió en los años de pupilo en el colegio Luppi de Pompeya unos cándidos versos que atravesaron las décadas con cierta lozanía: “A nuestro director, le duele la cabeza / y quiere que le conviden con un vaso de cerveza”

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Como el tango, el Carnaval pasó de los márgenes a los salones, de la prohibición al estímulo oficial. Como cuenta Catalina Pantuso en su trabajo “Esplendores del carnaval tanguero”, “a fines del siglo XIX los clubes del Progreso y Jockey ofrecían bailes de Carnaval para sus asociados y, para los que veraneaban fuera de la ciudad, podían contar con la propuesta del hotel Las Delicias, de Adrogué, o el Tigre Hotel. Los salones más populares fueron los teatros, como el Opera, el Politeama de la calle Paraná, y el Marconi Smart (actual Multiteatro). En 1936 se llegó a organizar un elegante baile de disfraces en el Teatro Colón al cumplirse los 400 años de la primera fundación de la Ciudad”.

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En Buenos Aires el diablo está guardado. El espíritu, diluido. Desde el primal juego de agua que metía bullicio en los días de calor y chicharras –aquella virulencia pueril camuflada de entusiasmo hoy sería juzgada como violencia de género- hasta los corsos masivos, claramente son otros tiempos. Las calles se cortan “oficialmente” cuando cae la tarde y provocan más malhumor en los automovilistas que fiesta en la gente de a pie. ¿Qué significa exactamente “cortar” la calle? Con un singular rasgo de pureza, la murga porteña resiste con viejas medallas: haber sido un foco de resistencia en la dictadura y, blasón menos reconocido, haber sido pionera en el respeto por la diversidad sexual. En ningún sitio las travestis tuvieron el protagonismo que tuvieron en las murgas.

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Alejandro del Prado es el artista que más indagó la murga porteña desde la visión de un cantautor con una esencia repartida entre el tango y el rock. Toda su vida reflexionó sobre el tema: cómo tocarla, como ubicarla en una sala de conciertos sin que pierda la mugre del asfalto. La inferioridad musical que se le achaca a la murga –sobre todo en relación con las producciones de Brasil y Uruguay- es, señala Del Prado, quizás su mayor fortaleza. “No es profesional. No la atraparon. Es barrial, es íntima, es nuestra”, dice. “Y cada vez la integran más mujeres. Es cierto: cuando un equipo de futbol juega mal se decía que era una murga. Lo que pocos entienden es que en la murga el artista es el público”.

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¿Existen las jerarquías en la cultura popular?

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Liberadas del aura de desenfreno característica de esta celebración pagana, las temáticas de las letras son idénticas a cualquier expresión de música popular: el desamor, las máscaras, la decadencia. Es cierto lo que comenta Del Prado: Brasil y Uruguay tienen un desarrollo artístico diferente. Solo hay que considerar que los más grandes músicos –Chico Buarque, Caetano Veloso, Jaime Roos, Rubén Rada- han dedicado innumerables canciones a la mitología de Momo, obras maestras que hasta pueden encolumnarse en listas temáticas. Por ejemplo, Paso del tiempo: A noite dos mascarados de Buarque (“meu tempo passou… no sei mais dançar”), Adiós juventud de Jaime Roos (“no puedo esconder las canas, adiós juventud las ganas, de volver a salir”) y así.

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En la Argentina las más hermosas obras pertenecen a nuestro folklore, con temas extraordinarios como, para citar apenas tres, Viejas promesas, Zamba de Lozano, La cerrillana. Pero es un territorio que excede estas líneas: un universo vasto, profundo y fascinante. Otro cantar.

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“En todas las tradiciones de lo sagrado se nos advierte que el olvido lleva al sueño y a la muerte, mientras que el recuerdo produce el despertar y conduce a la vida (…) Lo que tenemos en nuestro corazón es lo más importante y debemos reconocer que tenemos cualquier cosa, una música ajena y un sentido extraviado, y vivimos en el olvido de lo que nos es más esencial y cercano”. (Leandro Pinkler).

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Volvemos a las calles cortadas de Buenos Aires y el contraste definido por una tradición que contempla clubes como Villa Malcom, Unidos de Pompeya, Comunicaciones y tantos, con lamparitas de colores y bailes familiares en los que podían presentarse Almendra, la orquesta de Aníbal Troilo, Katunga y Sandro. Volvemos a los zamarreos oficiales, una relación histérica del poder que no sabía qué hacer con esos “cuatro días locos”. Fue feriado durante veinte años, entre 1956 y 1976. Videla lo borró del almanaque hasta que, ya en democracia, la obstinación del Chango Farías Gómez logró reinstalarlo como feriado. Justamente el Chango: un músico capaz tanto de interpretar la más conmovedora versión de Zamba de Carnaval del Cuchi Leguizamón como de subir con un bombo peronista y prenderse en una murga porteña o rastrear ritmos gaditanos.

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“Un bombo que suena lejos” es el título de un breve, delicioso cuento de Humberto Costantini. Suena lejos, pero suena, parece decirnos. La música del Carnaval ya no ocupa los salones de la aristocracia y las murgas insisten en ser otro hecho maldito del país burgués, un motivo de queja de taxistas, una muesca de la grieta, poca cosa. La calle es su lugar. “Es barrial, es íntima, es nuestra”, dicen desde Villa Real. Y no la pueden atrapar.