En estos días consultoras, bancos y organismos financieros, sin olvidar al propio Ministerio de Economía, se entretienen en los ya clásicos ejercicios de sustenibilidad de la deuda pública. Estos análisis se focalizan en el problema fiscal. Número más, número menos, el debate se centra en el nivel de quita de capital e intereses compatible con las metas de superávit fiscal a perseguir para reducir la relación deuda producto.
Un dato novedoso en el contexto fue que el FMI sumó la consideración de la “sustentabilidad política” de los ajustes necesarios para alcanzar los superávits. Fue en el informe en el que declaró la insustentabilidad de la deuda local y en el que invitó a los acreedores privados a realizar una quita colaborativa.
El dato es relativamente novedoso porque si bien el organismo siempre incorporó la palabra “sustentabilidad” en sus documentos, en la práctica siempre procedió al revés. Junto con los gobiernos de los países que acudían por su ayuda establecían metas de superávit y luego se aguantaban los trapos de los ajustes. La experiencia macrista es un buen ejemplo de la carísima insustentabilidad política de un ajuste que no cumplió ninguna de las metas formales proyectadas en los sucesivos acuerdos Stand By.
No obstante estos análisis, el planteo de perseguir un superávit interno para pagar deuda externa es teóricamente incorrecto. Un superávit es, en todo caso, apenas un mecanismo para que el Estado se haga de las mercancías necesarias para pagar los pasivos externos: las divisas.
Números
Debe recordarse que de los más de 330 mil millones de dólares de deuda pública bruta, alrededor de 250 mil son pasivos en moneda extranjera, de los que 180 mil millones son acreencias con organismos y bonistas privados.
En su último informe semanal la consultora “pxq” estimó que la tasa de interés promedio de esta deuda es del 5,2 por ciento, lo que sólo en concepto de intereses redondea obligaciones de pago por 9500 millones de dólares anuales, divisas que además se restan a la financiación del crecimiento.
Otro problema teórico es medir estas obligaciones como puntos del PIB ya que si la deuda es predominantemente en moneda extranjera lo lógico es comparar con las fuentes de provisión o ahorro de dólares, es decir el aumento de las exportaciones y la sustitución de importaciones, a las que, en circunstancias normales pueden sumárseles las distintas formas de entrada de capitales y el nuevo endeudamiento.
Dicho de otra manera, un ejercicio de sostenibilidad de la deuda que no hable de cómo la economía va a producir los dólares necesarios para asumir sus compromisos externos no es más que autosatisfacción matemática.
Divisas
No se trata de un problema fiscal, sino de producción. Y a casi tres meses del cambio de gobierno se conoce poco en la materia, apenas las declaraciones sobre la presunta explosión de divisas que proveería la formación neuquina de Vaca Muerta, una explotación que por ahora sólo es atractiva si se subsidian los precios de los hidrocarburos en boca de pozo.
Quizá algunos de los nuevos funcionarios no lo recuerden, pero las divisas de Vaca Muerta fueron una de las tantas ilusiones del macrismo. A ello se suma que el aumento de exportaciones es una variable dependiente de la demanda del resto del mundo, demanda en la que dada la actual fase contractiva del comercio mundial no deberían depositarse demasiadas esperanzas.
Más adecuada en el mediano plazo parece ser la opción de ahorrar divisas, lo que sólo se consigue de dos modos: sustituyendo importaciones o no pagando total o parcialmente los compromisos externos, lo que puede ocurrir con plazos de gracia para reanudar pagos, quitas realmente significativas en el capital e intereses o bien con un default total o parcial.
Default
En un contexto profesional y mediático dominado por los intereses de los acreedores, que hasta recurren a consultoras de prensa, compra de periodistas y tráfico ilegal de información en sus operaciones de lobby, hablar de la posibilidad de una cesación de pagos se asemeja a mentar al demonio. Enseguida se prometen las siete plagas de Egipto.
Cuando se acerca la lupa al problema, en cambio, la relación costo beneficio no luce tan desalentadora. Un ejemplo fue 2001-2002, cuando el default fue uno de los motores de la recuperación. Normalmente se asocia aquella etapa a la cesación de pagos y no a lo que realmente fue: el producto de los cuatro años largos de recesión provocados por el agotamiento del régimen de convertibilidad.
La realidad es que haber cortado los pagos sólo con los privados a partir de 2002 sumó a la ventana de dólares necesarios para financiar la recuperación.
Es verdad que las condiciones internacionales casi 20 años después no son las de entonces, cuando los precios de las commodities volaban por el crecimiento de la demanda asiática, pero la diferencia en el peor de los casos sólo sería la duración de la ventana de expansión.
Recesión
La realidad es que la economía local necesita salir de la profunda recesión heredada por la recaída neoliberal, ello se logra impulsando la demanda, pero una vez que eso sucede se necesitan dólares para financiar las importaciones. Si esos dólares se los llevan los acreedores la amenaza es el estancamiento permanente y, peor aun, la insustentabilidad política de la continuidad de la recesión.
También se argumenta que no caer en cesación de pagos permitiría volver más rápido a los mercados financieros. El caso de la reestructuración de 2005 sirve de ejemplo en contrario, no fue suficiente para volver a los mercados voluntarios y la calificación crediticia prácticamente no cambio con la reestructuración.
Lo mismo puede decirse de la amenaza buitre, que dado el antecedente de éxito logrado precisamente en el caso argentino, gracias al pago “sin chistar” del macrismo, estará presente de todas formas con o sin reestructuración.
Finalmente tampoco es verdad que los defaults sean situaciones extraordinarias. Según reseño el propio FMI en 2012 (“Sovereign Debt Restructurings 1950–2010: Literature Survey, Data, and Stylized Facts” Udaibir S. Das, Michael G. Papaioannou, and Christoph Trebesch) desde 1950 se produjeron más de 600 reestructuraciones soberanas que involucraron a 95 países. 57 casos incluyeron quitas y 129 se limitaron al aplazamiento de pagos.
El dato fuerte, sin embargo, es que las reestructuraciones se produjeron siempre en países subdesarrollados, lo que habla de un fenómeno estructural. Luego, al parecer los países centrales están interesados en que la periferia resuelva rápido sus crisis de deuda, ya que generalmente el problema se resuelve en uno o dos años.
Argentina en 2005 fue una excepción, pero por el volumen de deuda y la quita involucrados. Entre 1998 y 2010, las quitas variaron entre el 23,7 por ciento (Belice) y un 89,4 (Iraq). El caso argentino, con 76,8 por ciento fue el segundo recorte más grande, pero el que involucró el mayor volumen de deuda renegociada, 43.736 millones de dólares. Doce casos de este período incluyeron quitas superiores al 30 por ciento de los cuales diez llegaron al 50.
Por último, la reseña del FMI muestra que en promedio el aumento del “riesgo país” posterior a un default para una economía reincidente es desdeñable. Los inconvenientes se mantienen durante uno o dos años con posterioridad a la reestructuración, tras lo cual los países acceden nuevamente a los mercados de crédito.-