Los barbijos han vuelto. Los hombres y mujeres vestidos con mamelucos de telas especiales, de trama cerrada y repelente, atajan a los turistas que vuelven a sus países y les colocan un termómetro parecido a una linterna verde en las frentes. Ya completaron los formularios sobre sus contactos e itinerarios antes del aterrizaje. Hay colas de turistas monitoreados en todos los aeropuertos, que son el caldo de cultivo del aire global, el punto de conexión inevitable entre cuerpos de distintas procedencias. Mientras, intermitentemente, hay alertas televisivas que dan cuenta del primer caso detectado en un lugar, un enfermo cero encontrado en otro, y después del corte aparece la imagen del crucero varado en el que hay argentinos, y el Papa no se siente bien y arrecian los rumores.
El brote empezó en China, pero ya hay tantos escenarios para buenas coberturas sobre el coronavirus que China quedó intermitente en las noticias. El interés por China se ha desplazado a Irán, donde entre los muertos hay funcionarios. Curioso azar de localización de este brote, que no es el primero, de un virus cuyo origen sigue siendo un misterio. El precio de los barbijos se cuadruplicó en Italia. Los precios del alcohol en gel se dispararon. Al miedo se le sacan fácil buenas ganancias. Todo el mundo se siente vulnerable, pero cómo no hacerlo si todo el día vemos cómo avanza lo que algunos atrevidos llaman ya pandemia.
No se sabe el origen ni tampoco con precisión la forma de contagio. Se supone que lo peligroso es el aire. Abstrayéndose, uno toma nota: vivimos en un mundo en el que el aire se vuelve peligroso. Ignoro cómo las sociedades que vivieron grandes pestes se comunicaron a sí mismas de qué había que protegerse, pero por ahora, y no por su capacidad de daño en sí misma, es lo más extraño y significante de este nuevo virus. Por un lado, porque su onda expansiva y la espectacularidad de un mundo en estado de alerta por este tipo de virus o bacterias, nos hace en parte protagonistas de algunas de las decenas de películas que hemos visto sobre el tema. Junto con las emociones que nos despiertan las imágenes televisivas o las noticias que escuchamos o leemos, también se despiertan estereotipos de sujetos en pánico que nos entretuvieron algunos sábados hace muchos años, o quizá menos a quienes van al cine a ver este tipo de películas: los devuelvan a la zozobra de los personajes que eran arrasados por algo misterioso, algo que venía de un animal o de otro ser humano, algo que viajaba en el aire cuando alguien estaba al lado de otras persona, algo letal del otro.
También puede remitir a Los pájaros, de Hitchckok, o a Krakatoa al Este de Java, que fue la primera en technicolor. La normalidad de la vida se rompe de pronto porque algo que no era peligroso mutó o reaccionó, y el destino de miles de personas ya no depende de ellas sino de azar de estar en el lugar equivocado, pero nadie sabe cuál es el lugar correcto. Pájaros locos, ensañados, asesinos. El mar sacudido por una tormenta interna y alzado como el brazo de un oso monumental sobre una aldea.
De pronto, la vida real, lo cotidiano, lo ya habituado a sus equilibrios y enloquecimientos, estalla. Eso amenazante, los pájaros, el mar, el sexo sin preservativo, un roedor, una mosca, la pelusa de una fruta, la gota de saliva, se infiltra. Como los espías o los enemigos. Se infiltra en nuestro cuerpo y lo destruye. O mejor dicho: puede hacerlo, porque todo el día vemos cómo lo hace en el cuerpo de miles y miles de personas, cómo penetra inasiblemente en sus organismos y los enferma. Tenemos miedo de ser como esos que vemos.
Muchas de las ficciones que vimos estaban localizadas en un lugar específico, y las formas de transmisión de esas pestes eran parte del guion. Lo vivimos y no en el cine cuando un día el sexo se volvió peligroso, cuando durante varios años las revistas recomendaban no besarse. También aconsejaban poner microfilm entre un cuerpo y el otro cuando se tenía sexo. Sospechaban de la piel.
Todo lo que estoy diciendo no le resta importancia ni es una crítica a las medidas sanitarias lógicas y necesarias ante un virus como el que está asolando el mundo. Ni siquiera es una crítica a las coberturas, porque obedecen a la lógica de los medios, y es un bocado de cardenal tanta adrenalina y miedo desprendidos de fotos, de videos, de nombres de gente conocida. Sería hasta pueril creer que se privarían de ofrecer de corrido todos los detalles, que a su vez se retroalimentan con el creciente miedo de las audiencias.
Lo que estoy diciendo es que este escenario de despliegue global de aeropuertos cerrados o colapsados, de pánico en un avión cuando alguien tose, de especulación y faltante de barbijos, de agua, de alcohol, de cuarentenas, de contingencia pura, porque cualquiera puede ser portador y no sabemos si se puede darle la mano a alguien o pasar a diez metros, tiene ya una base narrativa consolidada. Es desde hace mucho tiempo un género futurista o de catástrofe. La industria cultural lo ha tomado hace décadas y ha construido una vez y otra vez un clima de pánico que hace que cada individuo prefiera automantenerse en cuarentena.
No es lo que hizo Juan Salvo cuando comenzó a nevar sobre Vicente López. Esa disrrupción es su marca verdadera y crucial: no eligió salvarse solo y salió con su traje de hule y su escafandra casera a ver qué pasaba y a salvar a otros. Precisamente, la historia de El Eternauta es la de un héroe que no cae en la trampa de las pandemias o los virus o las nevadas, y sale de su casa.
La narrativa de las catástrofes no cultiva héroes sino víctimas de un mal inesperado. Cultiva fragilidad. En la vida real, sobre todo, cultiva segregación y xenofobia, pero la expansión de este virus es tan vertiginosa que pronto será un todos cuidándose de todos. Y es bueno recordar que el miedo, siempre, en todas sus formas, el miedo que aplana la razón y rompe el sentimiento, es el motor de odio más potente. Tenemos que cuidarnos del virus, pero sobre todo tenemos que cuidarnos del miedo.