EL CUENTO POR SU AUTOR

Un día que creía cualquiera recibí una llamada telefónica y de pronto esa llamada, todavía no sé muy bien por qué, empezó a ponerse en diálogo con otra conversación. Yo vivía en un departamento de dos ambientes, integrado en uno de esos edificios antiguos de Palermo, del estilo de los petit hotel. Era un primer piso y el pasillo que conectaba mi escritorio con la cocina balconeaba a un patio interno, en el que mi vecina de abajo acostumbraba sentarse a conversar, en persona o por teléfono, con alguna amiga. Era inevitable escuchar las conversaciones. Los expertos en audio aseguran que el sonido sube y se cuela por una ventana abierta. Y la ventana de mi pasillo solía abrirse al influjo de comprobar la ley física.

El día que recibí este llamado mi vecina hablaba con alguien y ambas conversaciones empezaron a cruzar mis oídos en forma simultánea. A una pude mantenerla con bastante dificultad; a la otra pude seguirla aguzando el oído, aunque con ruidos y desatenciones. El cuento que sigue se disparó al descubrir la simultaneidad casual de las llamadas: enseguida me puse a escribir y terminé una primera versión en unas pocas horas. Luego me llevó un año depurarlo. Todos los elementos que lo componen son reales, pero no necesariamente personales; en juego con lo que oía en mi teléfono, alguna palabra de mi vecina en el suyo me llevó hacia atrás en la historia, a la ficción alrededor de esa historia, a la interpretación de la realidad presente aplicada a situaciones irreales. El sonido sube y se cuela por las ventanas abiertas.


TIC TAC

Había cierto placer inexplicable encerrado en esa ollita de aluminio con agua hasta la mitad. Ahora supongo que serían esas diminutas burbujas que aparecían por arte de magia en el fondo y pujaban por llegar a la superficie, para disolverse de la misma forma con que habían aparecido. Alguien me había dicho que ese momento se llamaba punto de ebullición.

Me intrigaba y también me molestaba aquella manía de los mayores por ponerle nombre al tiempo. Ya más grande creí entender por qué lo hacían, cuando yo mismo empecé a identificar ciertos momentos con nombres que arbitrariamente les iba asignando, con la única intención de no olvidarlos, de que no se los tragara el tiempo. Pero en aquella época, todo era distinto. Burbujitas y ebullición parecían decirme "no hay nada que entender, tómanos o déjanos".

No era aquél el único momento que venía con nombre puesto y que concentraba toda mi atención. Había otros dos: uno, cuando para mantener viva la fogata arrojábamos ramitas secas a las llamas, y las escuchábamos crujir. "Crepitan", decía mi hermano, que me llevaba un año de edad y de codearse con esos nombres del tiempo. Para él no había motivos de sorpresa. Crepitar se llamaba así, porque de qué otra forma podría llamarse. "Si le ponen otro nombre, es otra cosa", filosofaba con mucha razón y dejándome sin respuesta. Lo único que yo podía hacer era seguir crepitando ramitas porque también estaba el fuego y sus brazos que se levantaban todo el tiempo haciéndome señas y dándome miedo. Por suerte estaba mi hermano, aunque de vergüenza, para que no creyera que tenía miedo, no le preguntaba cómo se llamaba eso.

El otro momento era sin duda nuestro atractivo principal: la caza de langostas. Tenía cierta maestría para atraparlas. Creía haber captado cómo pensaban esos bichitos. El secreto consistía en evitar sus antenas. Un solo movimiento en falso y cualquiera de los dos extensos y delgados hilos que crecían de su frente daría la señal de alerta. Con largos y pacientes ejercicios de autodidacta, descubrí que eran vulnerables por detrás. Debía ubicarme lo más lejos posible de la presa, extender lentamente la mano, sólo el pulgar y el índice abiertos en una pinza cazadora que se debía arrastrar entre las malezas como un chita saborea anticipadamente a la gacela, y... ¡chás!, apretar los dedos. Algunas lograban escapar abandonando entre mis yemas uno de sus resortes saltamontes, pero el perfeccionamiento me permitió cerrar la pinza sobre las dos patas al mismo tiempo. Las langostas se quedaban haciendo movimientos en el aire, hasta que resignadas posaban el resto de sus patitas, más cortas, sobre mi mano.

No es que se hubieran entregado. No, y yo lo sabía. Simplemente esperaban a que la presión aflojara. Si esto ocurría, ¡boing!, saltaban como un resorte y adiós. Entonces me invadía una profunda frustración. Buscaba en vano a las fugitivas, con la obsesión de creer que podría recuperar aquello que se me había perdido. A veces, incluso, creía recordar algún detalle de su fisonomía. "Esta no es, tenía una manchita negra en el lomo", me decía a mí mismo cuando creía haber recapturado alguna. Otras veces pasaba varios minutos tratando de convencerme de que había recuperado a la verdadera y me empalagaba con esa idea. Pero mi hermano, más ducho en esas cuestiones, le ponía nombre: "Estás loco –se burlaba–, vos no querés perder, no ves que no se puede que sea la misma". Yo me sentía decepcionado y liberaba a la prisionera, muy molesto especialmente con lo que él me había revelado.

Me llevó tiempo comprender que para no perder debía apretar los dedos. Puse todo mi esfuerzo en ese aprendizaje. Verano tras verano, asimilé la lógica de las langostas, ejercité las tenazas de mis dedos, hasta que un día, sin darme casi cuenta, lo había logrado. Había pasado mucho tiempo, no sé cuánto, cuando me supe cazador.

Entonces, con mis dedos apretados, corría con orgullo victorioso y a los gritos hacia donde se encontraba mi hermano, y después de un cuidadoso estudio de patíbulo, me acercaba a la ollita y las arrojaba dentro.

El estertor de los bichos al contacto con el agua era repentino y escaso, teniendo en cuenta la temperatura de ebullición que cuidadosamente controlábamos. Más lento era el cambio de color y fisonomía de sus cuerpos y alas, del verde esmeralda al dorado irritante.

Extasiados con la perversidad de gozar un dolor nunca sufrido pero gozado por el sufrimiento ajeno, contemplábamos la fritanga de esos pobres seres, cuya peor culpa había sido formar parte de una especie a la que genuinamente considerábamos una plaga, aunque nunca la hubiéramos vivido como tal.

La única justificación con que contábamos para semejante persecución era una mención atemporal, un vago recuerdo relatado por mamá, que nunca supe cuánto tenía de realidad, aunque siendo sus palabras venían garantizadas con la verdad: "Aquella mañana parecía una noche –nos contó alguna vez trayéndonos imágenes de su propia infancia –. El cielo se había tapado".

"¿Y qué era?", creo que le preguntamos. "Langostas –creo, también, que nos respondió–. Todos teníamos que golpear ollas y sartenes para espantarlas". No había más datos, y el relato fue lo suficientemente escueto e indefinido como para alimentar nuestras fantasías. Cada vez que intenté traer a la superficie aquella escena se me aparecía la imagen imposible de mamá nena, tal vez de nuestra edad, corriendo por el patio y golpeando una sartén, con su cuerpo cubierto por una sábana para refugiarse de los abominables insectos que devoraban todo a su paso, incluyéndola a ella.

Empalagados tal vez por el aire de la serranía y excusados bajo el ánimo de tomar venganza, cada noche de verano en el Hotel Municipal desaparecíamos de la vista de los mayores en plan de cacería de langostas. La oscuridad nocturna era el momento ideal y los faros externos del edificio, el lugar clave. A veces era tal la abundancia de los moriscos saltamontes que sólo bastaba estirar la mano para que se llenara de esos demonios irredentos. Después corríamos hasta la fogata, que orgullosamente manteníamos viva, para caldear la trampa.

Habíamos descubierto por azar que tapando la olla podíamos oír el tic tac de los cuerpitos contra las paredes de aluminio. Fue en ese repiqueteo cuando escuché de cerca por primera vez el sonido sin nombre de la muerte. Aunque por entonces era incapaz de descubrir su verdadero sentido, ese tic tac quedó sepultado en el olvido, mágicamente asociado con el abrir y cerrar de los dedos que habían triunfado sobre las pérdidas.

Después, cuando cesaba el golpeteo y el fuego amainaba, llevábamos la ollita con su relleno como ofrenda de amor y postre a nuestra madre. Recuerdo su inútil esfuerzo por contener cualquier gesto de horror, su sonrisa de disimulo, y un "bueno, bueno, después, que todavía voy por el primer plato", mientras papá y otros adultos que compartían la mesa soltaban maldiciones y carcajadas. Las escenas finales de aquella gesta me tenían como protagonista principal. No porque mi hermano se desinteresara en recoger los frutos de la cruzada, sino porque esos frutos los buscaba en otra parte: tenía una chica que lo pretendía, o él a ella, no se sabe bien, y casualmente o no, era hija de uno de los matrimonios que presenciaban aquella espantosa escena de reivindicación filial. Mi hermano sencillamente prefería quedarse alentando el fuego y al mismo tiempo evitar su propio incendio.

Pasaron muchos años, muchos, hasta que un día retornó el tic tac, pero distinto, sin sonido. Fue cuando murió mamá. Y ya no tuvimos por quién tomar venganza. Se supone que a esa altura éramos adultos, pero yo retrocedí en el tiempo. Sin saberlo, durante esos días en que la muerte está tan cerca que no da miedo, sólo sorprende y deja tieso. Sin saberlo, hasta que un amigo poco pudoroso, quizás algo preocupado me preguntó qué me pasaba al verme apretar con tanta intensidad las yemas de mis dedos.

Un día, no hace mucho y no sé por qué, recordaba aquellas aventuras en las sierras, la magia de la caza de langostas. Y volvió a asomar el mismo nombre. Cuando esto ocurre, uno tiende a desoírlo, a hacer de cuenta que es un ruido cualquiera. Pero lo reconocí, era el mismo aunque se disfrazara detrás del golpeteo del teléfono.

–¿Te acordás cuando cazábamos langostas? –me preguntó del otro lado de la línea.

–¿Y la cara que ponía cuando se las llevábamos?... –respondí.

Era la voz de mi hermano y por un momento la imagen del rostro de horror contenido de mamá se entrometió en la conversación.

–... ¿cómo se te ocurrió? –le pregunté cuando me di cuenta de que algo no encajaba.

–¿Cazar langostas?

–No, cómo se te ocurrió llamar... hola, ¿me oís?, siento un ruido de fritura en el teléfono..., digo que por qué llamaste justo ahora –quise saber, tratando de ignorar la molesta sensación de que alguien más nos escuchaba.

–¿Por qué lo decís?

–¿No lo oís? Debe ser mi teléfono –insistí.

–Digo por qué me preguntás por mi llamado.

–Hola..., esperá que muevo el cable –le aclaré y agité el teléfono como un sonajero– ..., ahora está mejor...

–Qué sé yo, llamé –se le ocurrió a mi hermano.

–... como hablamos una vez por año –agregué para explicar mi asombro.

–Acabo de violar el rito –retó, rebelde y ofendido.

–No, no es eso –quise aclarar.

–¿Y entonces qué?

–Que no lo puedo creer. Cuando llamaste estaba pensando en lo mismo, en las langostas y en la sartén.

Del otro lado nada, un silencio oscuro, tan callado que se podía escuchar.

–... no sé... –su voz se disculpó dudosa–... hoy me di cuenta, me acordé que justo hace diez años murió la vieja y se me vino a la cabeza lo de las langostas.

Ahora el vacío volvía de mi lado, llenando mi boca y todo el cuarto mientras trataba de adivinar qué será lo que se olvida al recordar. Después seguimos hablando, como si nada, como si todo siguiera igual que siempre. Al rato cortamos.

Fue más tarde que noté la persistencia, cuando el zumbido sin nombre pasó a ser un molesto repiqueteo en mis oídos, el traquetear de una rueca. Entonces fui hilando mis sospechas.

Sólo escuchaba el tic... tac... de las langostas contra las paredes baratas de aluminio..., tic... tac... ¿así será que nos reduce el tiempo?... tic... tac... y apreté con fuerza las yemas de los dedos... tic... tac... mis alas fritas al sartén...

Tic..., otra vez..., tac.