Hoy lloré. Lloré de emoción al escuchar al presidente Alberto Fernández anunciar que enviará dentro de los próximos diez días el proyecto de ley de despenalización y legalización del aborto al Congreso. Lloré por los años que venimos luchando para que nuestro reclamo sea escuchado. No fui la única. Fuimos millones con las mismas lágrimas.
Cuando entré a Página/12, en mis veinte, como becaria, en 1991, mientras estudiaba Periodismo en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, poco y nada sabía sobre el aborto, más allá de que se trataba de una práctica mayormente penalizada. Nunca había enfrentado la necesidad de pensar en un aborto, aunque algunas veces, varias, pasé por esa desestabilizadora sensación de creer que podía estar embarazada, sin haberlo buscado ni deseado.
En el devenir de mi trabajo en el diario fui descubriendo las consecuencias de la criminalización del aborto en los cuerpos y las vidas de las mujeres -sobre todo en aquellas de los sectores más vulnerables—, a partir de ponerme en contacto con familias cuyas hijas requerían un aborto legal y debían enfrentar un laberinto de obstáculos para acceder a la práctica. También conocí la cara más cruel de la penalización al intentar, casi con obsesión, reconstruir la historia de jóvenes muertas como consecuencia de interrupciones inseguras de embarazo.
Me enriqueció escuchar a activistas, médicas, abogadas e investigadoras feministas de Argentina y de otros países. En ese camino descubrí las arbitrariedades de jueces y profesionales de la salud, y la hipocresía de referentes que se autodenominaban “pro vida”, muchos de ellos con jerarquía eclesiástica, que impedían los abortos legales.
También entendí que el tema debe mirarse desde un enfoque sanitario, de equidad social, y de derechos humanos, pero fundamentalmente tiene que ver con la autonomía de nuestros cuerpos, con nuestra libertad para decidir. Y traté, desde fines de la década del ’90, de difundir esa información, con argumentos sólidos, con voces legitimadas, con ejemplos concretos, con cifras, estadísticas, casos. Las historias me encontraron. El tema me interpeló. Y no pude soltarlo.
Escuchar a un presidente de la Nación levantar esta bandera no estaba en mi horizonte cercano un año atrás.
Alberto Fernández dijo una frase clave, que está en el nudo del debate: “En el siglo XXI toda sociedad necesita respetar la decisión individual de sus miembros a disponer libremente de sus cuerpos”. Ni más ni menos.
Hoy lloré y me abracé a mi hija, porque quiero que ella tenga la posibilidad de elegir sobre su cuerpo sin poner en riesgo su salud ni su vida, sin tener que recurrir a la clandestinidad.
Hoy lloré y me abracé a mi compañero, que sabe de los años en los que vengo levantando la voz enlazada con otras voces, por esta causa que es la de una maternidad deseada. Por eso también es importante que el Estado apoye a aquellas mujeres con embarazos que quieren continuar y que se encuentran en situación de vulnerabilidad socioeconómica.
Todavía falta el debate en el Congreso, sumar algunas adhesiones díscolas para que den los votos, y lograr la mejor propuesta posible en este contexto político -y digo posible, porque será parte de la negociación parlamentaria, la redacción final de algunos artículos que generan más resistencia como el acceso al aborto en menores de edad y el alcance de la objeción de conciencia—, pero tomando en cuenta el recorrido largo de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, que ha sido la gran hacedora de este hecho político histórico. La marea verde marcó la agenda parlamentaria y seguirá en las calles hasta que sea ley.