Todo discurso político tiene sus destinatarios, directos o indirectos, aludidos o sobrentendidos, pero siempre se le habla a personas o instituciones muy precisas. A veces a muy pocos. Aunque la retórica política nos confunda usando el señoras y señores, compañeros, argentinos o algún colectivo que se parece a un todo. Pero no. En realidad el discurso político se caracteriza por dos cosas: una es segmentar a sus destinatarios y la otra es hablar con un contexto de referencia que, de una manera u otra, está siempre presente.
En su primera apertura y ante la Asamblea General, Alberto Fernández les habló a muchos y pocos a la vez. Le habló claramente a los otros dos poderes de la República: al Congreso Nacional --porque allí enviará leyes trascendentales para que sean consideradas en el ámbito legislativo y del que espera mucho durante este año-- y también al Poder Judicial, al que le dedicó varios párrafos que desagregaban aquel NUNCA MÁS del 10 de diciembre de 2019. Anunció propósitos y reformas que fueron aplaudidas porque atienden promesas de campaña y constituyen parte de la pesada herencia que recibe su gobierno. Sin embargo, todavía falta conocer los detalles de estas decisiones que suponen desmantelar el sistema viciado de nombramientos de jueces, el armado de causas como forma de persecución política o las responsabilidades de algunos jueces y fiscales en materia de narcotráfico. Sobre todo esto, todavía sigue faltando conocer mejor la letra chica.
Con nombre y apellido también les habló a las universidades y al sistema científico-tecnológico de la Argentina y su rol estratégico en los próximos años. Más puntualmente, le dirigió la palabra a instituciones o personas que también esperan algunas acciones de este gobierno, como la AMIA, a la que le prometió la desclasificación de información que poseen los servicios de inteligencia y también a las familias de los 44 marinos que fallecieron en el ARA San Juan, otro episodio sobre el que hay una enorme deuda de verdad y justicia.
El tono general del discurso fue moderado, algo formal y de baja intensidad en sus momentos pasionales. Por ejemplo, el diagnóstico que hizo Fernández sobre el estado de la Argentina que recibió tuvo más cifras globales que carnadura en los millones de personas que sufrieron los cuatro años de macrismo. También dijo que hace solo 81 días que había asumido el gobierno, como pidiendo tiempo y paciencia en el mismo gesto. Sabía Fernández que existen algunas críticas sobre la lentitud del gobierno en encarar algunos temas cruciales que, según se dice, no se pueden encarar hasta tanto resuelva el tema del endeudamiento externo. Pero tampoco quiso entregar sus primeros 81 días de gobierno y entonces hizo un largo listado de todo lo hecho en este período. No fue poco y arrancó merecidos aplausos. Aunque no aventó las preguntas por los otros temas, los más estructurales, más allá de atender la emergencia alimentaria y algunas decisiones en materia de salud que no se pueden postergar.
Hasta aquí Fernández era más racional y legislativo (incluso en su tono discursivo) que emocional. Lo que también se le demanda al presidente y él lo sabe: este es un gobierno peronista y requiere también una épica. Sin embargo, Alberto Fernández parece estar construyendo un gobierno y un discurso que quiere ser reconocido por su mesura, la búsqueda de consensos y por los acuerdos con la oposición, las corporaciones y los poderes invisibles de la democracia que por la toma de decisiones en soledad. Para lograr este propósito, el diálogo debe ser aceptado por actores políticos, mediáticos y económicos que hoy no parecen estar sentados en esa mesa de concertación. Pero van 81 días y Fernández tiene confianza en su estrategia de que finalmente todos se sienten a dialogar y llegar a consensos.
En este discurso, hay sí momentos de emoción. Como al referirse a las políticas referidas a violencia de género, la continuidad de las políticas sobre derechos humanos o las leyes referidas a reafirmar nuestra soberanía sobre las Malvinas e islas del Atlántico sur. Pero donde hubo lágrimas dentro y fuera del recinto fue cuando Alberto Fernández anunció el envío al Congreso del proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Y fue más allá al plantear el tema de manera global (lo que también es una lucha del movimiento de mujeres) y habló de un Estado presente en la educación -prometió un contundente programa de educación sexual integral- pero también de atender a las mujeres que viven situaciones de vulnerabilidad cuando toman la decisión de continuar con su embarazo: allí anunció un proyecto de ley que instaure el Plan de los 1000 días para atender a las mujeres embarazadas y a sus hijos. El aplauso fue de pie de todas y todos y atendiendo a estas políticas públicas integrales.
El discurso de Alberto Fernández comenzó con una reflexión sobre la forma en que la palabra política se ha devaluado en Argentina. Su diagnóstico fue certero y puso el acento en aquella parte de la dirigencia política que ha hecho de la mentira su herramienta de construcción. Y enfatizó el daño que la mentira le provoca al sistema democrático. Claro que no es sencillo ingresar en este terreno, pero a veces resulta imprescindible abordarlo.
Fernández dijo que el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Y no le falta razón al presidente. Pero, ¿cómo se repone esa credibilidad? Reponer la credibilidad pública en la palabra política requiere algo más que discursos. Requiere más política que palabras, requiere recomponer lazos de credibilidad que tienen que ver con la acción política y no solo con la comunicación. Por eso sirve como ejemplo el tema de la deuda externa que él mismo propuso: “todos hemos visto impávidos cómo los dólares que debían haber financiado el desarrollo productivo acabaron fugándose de los sistemas financieros llevándose los recursos y dejándonos las cargas de la deuda”. Si hoy la Argentina se propone como objetivo un NUNCA MÁS en materia de deuda externa, entonces Alberto Fernández debe ir a fondo con la verdad. En su discurso dijo: “los ciudadanos votan atendiendo a las conductas y los dichos de sus dirigentes”. No creo que esta sea la única motivación del voto, pero forma parte del repertorio de motivos. Pero esta regla funciona para todos, empezando por las conductas y los dichos (o sea, por los compromisos políticos) que acaba de asumir el presidente. Y aquí sí Alberto Fernández le habló a toda la sociedad. Está en sus manos construir credibilidad en su propio discurso político. Lo vuelvo a decir: esto dependerá de sus decisiones políticas más que de sus palabras.
*Luis Alberto Quevedo (Sociólogo, director de FLACSO Argentina)