No hay una sola forma de hablar del amor, de los encuentros, de las épocas en que el amor se cruza con la escritura y construye estética, poesía, vanguardia, obra teatral y así de seguido. Entonces estamos ante un problema: ¿cómo hablar de algo tan antiguo como el viento de una manera no forzada o ya dicha? Andrè Aciman se lleva las palmas hacia su escritorio de vida y escritura dejando que el lector beba y se emborrache sin una gota de alcohol. Allí está Nanni, un ebanista de muebles que para una niña de doce años fue su primer amor; allí está un amigo íntimo con quien hablar de no tener amigos, allí está su cuerpo de atleta inalcanzable, transpirado, bello, el aroma de la vida en sus manos y dentro de su taller de orfebre. No pensar en nada mientras se trabaja o desearlo mientras Nanni le seca una mancha en su mejilla. Y no es el olor a aguarrás ni las gubias para moldear las maderas ni el mar frente a San Giustiniano ni el candelabro sobre el roble sino es el trabajo en una novela que hace de los detalles un mundo reconocible, único, imposible de detenerse cuando la niña descubre en el gigante que tiene enfrente sus ojos verdes, sus pestañas inconfundibles. 

Si una novela en su página setenta y dos se vuelve imprescindible de leer estamos en problemas; de los mejores se entiende. De entrada hay avisos breves pero el vértigo no se puede detener, comienza una montaña rusa hacia dentro y en el centro de una construcción literaria que sin suspenso algunos ni lugares comunes lleva a la demolición por nocaut desde el esternón hasta la forma de entender el abordaje de la escritura. Antes de lo previsto logra borrar de un plumazo la traducción castiza-pedagógica que nada quita del ritmo y el tono, irrumpe el deseo en la vida de Paolo como un tsunami que no da señal alguna para luego arrasar con las buenas maneras y entonces todo es nuevo de golpe y porrazo. 

“Lo que queremos de las mujeres es un sándwich y un poco de indecencia.- Cómo – contesta ella brusca.- Nada- responde él. – Bueno, de mí no vas a sacar ninguna de las dos cosas”. Si el mar lo atraviesa todo, si no hay celulares, si los hechos ocurren tanto en Nueva York o en San Petersburgo la pregunta que se puede hacer es ¿con qué materiales se construye un libro poderoso? Y es que aquí la materia del amor se eyecta, sobrevuela sin pretensiones eruditas ni de cátedras excelsas ni de poner en un pedestal los campus.  

La visita a Variaciones Enigma es la historia de la derrota como una forma del amor y eso nos pone en movimiento y eso activa la trama, una y otra vez. En uno de sus capítulos llamado “Amor estelar” se le toma el pulso a la memoria y se comprueba que está viva cuando la literatura acierta y construye sentidos, se incorporan momentos de la vida universitaria de una pareja cuando tenían 20 años y en “Abingdon Square” una relación crece y se encuentran en el medio de una película y es imposible dejar de pensar en Woody Allen en Día de lluvia en Nueva York pues sucede…exactamente eso. El set está en plena calle, hay nervios en el momento del rodaje y si al cineasta le gusta como nadie que llueva en sus escenas de celuloide a Aceman le fascinan las repeticiones y es allí donde puede resbalar pero encuentra su punto fuerte y narra, es un personaje que observa a otros personajes de la novela. O es un diálogo de apasionados por la literatura sobre el escritor ruso Iván Tuguénev, entonces las clases de literatura se cuelan porque resultan necesarias, porque corresponden a una etapa de la vida en que todo se aprende. Pero en este caso también resulta una enseñanza perder, sufrir de amor, errar, vagabundear sin saber que algo se buscaba y por fin se encontró. “Si el pasado es un país extranjero-dije- pero algunos somos ciudadanos de pleno derecho, otro turistas ocasionales y otras población flotante que está ansiosa por irse y que, sin embargo, siempre anhela volver”. 

Los guiños a Cortázar en especial a la construcción de Rayuela no son pocos como en los paseos por el Parque High Line que hacen acordar a los paseos y desencuentros de La Maga y Oliveira y volver a ver el mar, volver a pensar en Nanni e intuir que también sus padres se enamoraron de él cuando de chica usaba la pluma Pelikan y escuchaba a Beethoven y volvía a sentarse frente a las olas para sentir que Nanni siempre estaba como el mar que siempre recomienza. Y si esa niña de 12 años vuelve a los 22 al pueblo es porque la historia lo amerita, el punto de vista cambia, las ilusiones son otras, ya no es la muchacha que entra al taller de orfebrería se pone el mameluco y toma limonada, ni se rozan las rodillas con Nanni mientras trabajan, o cuando charlaba con sus padres con luz natural porque cortaban la luz eléctrica. Ya no escucha con ellos el aria de Don Giovani de Mozart. Ahora estudia Letras en la Universidad de Roma y cada capítulo es la búsqueda del origen, la terca obsesión de vencer el tiempo, de arrinconarlo apenas, de que “el odio se amortigüe detrás de la ventana” como cantó Serrat pero no es lo que ocurre. Algo terrible sucedió en San Giustiniano, algo que cambió el orden de las cosas, ya no es el pueblo de mediados del siglo XX con su aire bucólico donde ocurrieron las primeras andanzas, los primeros estudios y el amor con todos sus bemoles. Los pocos habitantes que quedan hablan de destrucción, desaparición y muerte, los vecinos no la reconocen y cada uno cuenta su versión de los hechos. 

De esta forma Aciman da una vuelta de tuerca y sugiere un hecho policial sin afectar en lo más mínimo lo que se mencionó desde un inicio. Una escritura que sobrevive a su propia trama, se asemeja a un ventrílocuo que deja que sus personajes hablen por sí mismos, trasmitan sus emociones de la primera infancia, la pubertad y la presencia de los primeros y más importantes seres amados en un diario íntimo de compleja construcción. 

André Aciman nació en Alejandría en 1951, pasó su adolescencia en Italia y sus padres se instalaron en Nueva York en 1968. Publicó La huída de Egipto y Llámame por tu nombre que fue llevada al cine por Luca Guadagnino con guion de James Ivory.