Lo mejor del discurso presidencial del domingo fueron –es hipótesis– la mesura, la dignidad y la sobria expresión de la enormidad del daño recibido, pero con verdad y espíritu esperanzador.
Y también, como era de esperar y esta columna añoró más de una vez, Alberto dejó en claro, con los “Nunca más” reiterados al referirse a la deuda que acogota a la Argentina, que nuevamente la política gobierna a la economía y no al revés.
Pero esos “Nunca más” referidos al endeudamiento que asfixia al pueblo argentino también habilitan a reclamar –respetuosa pero convencida y firmemente– la auditoría de la deuda externa. Saber quiénes, por qué y para qué nos endeudaron a 45 o 50 millones de argentinos es imperativo. Y más imperativo es hacerlos responsables, sean nacidos en esta tierra y/o funcionarios de organismos del poder mundial. Es imperativo saber quiénes dispusieron la deuda de todos y todas, y qué beneficios obtuvieron y dónde están. Auditar es esclarecer, es conocer y tomar conciencia, y es el camino hacia la recomposición de las finanzas públicas de este país cuyo pueblo debería ser uno de los más ricos y felices de la Tierra. Es un clamor sordo de la ciudadanía democrática.
Y no tan sordo, ya que una encuesta de la consultora Proyección en el área metropolitana de Buenos Aires, a fines de febrero, acerca de la legitimidad de los compromisos contraídos a espaldas del pueblo, preguntó si se deberían investigar los contraídos desde 2017, incluídos los préstamos del FMI. El 70% de los encuestados dijo que la deuda “debe investigarse”. Y un dato curioso, y contundente, fue que este reclamo es común a ciudadanos/as de todo el espectro político, incluídos votantes a Macri. La inmensa mayoría coincidió en que la deuda con el FMI debió pasar por el Congreso y que su elusión torna sospechosa y presuntamente inválida toda la deuda.
Esto coincide con uno de los basamentos históricos del Manifiesto Argentino, que ya en 2002 proponía auditar las deudas derivadas de megacanjes y otras artimañas similares de la época. Y es que es un principio democrático elemental: toda deuda, y más si es sospechosa como en aquel caso y en el actual, obliga a las autoridades democráticas a auditar la deuda externa contraída. Lo que en 2020 es imprescindible, ineludible y urgente. Y ahora, además, necesario porque Mauricio Macri ha dejado, de hecho, a la Argentina en default. Como hace unos días escribió en estas páginas Alfredo Zaiat: “El stock de deuda que dejó el macrismo es impagable porque la economía no genera los dólares suficientes para hacerle frente”. O sea que si no se audita seguiremos condenados al horno. Por eso, concluyó Zaiat, “la negociación de la deuda se presenta como la madre de todas las batallas económicas”.
La salida es difícil, pero otro economista –Horacio Rovelli, del MA– sostiene que “solo colocando un bono de ahorro forzoso a cinco años y renovable por otros cinco a los grandes terratenientes, a los grandes bancos y a los que fugaron millones de dólares en los 4 años de Macri, se puede tener un plan de pago de la deuda”. Nada menos, pero, como recuerda Rovelli, eso fue lo que hizo en 1890 Carlos Pellegrini para sacar al país de la crisis brutal en que lo dejaron los cuatro años de Miguel Juárez Celman. La historia no siempre se calca, pero cada tanto se repite de modos parecidos.
Naturalmente que Alberto no podía –ni debe– decir estas cosas con la crudeza que permite un texto periodístico. Por eso mismo, esa conciencia que seguramente tiene pero contenida en razón de su envestidura, el del domingo fue un gran discurso en casi todo: Justicia, Derechos Humanos, aborto, los Concejos en diferentes áreas.
Mas, como inexorablemente sucede en la vida y en la política, su declaración de “propuesta generosa” hacia los terratenientes concentrados pareció delatar una debilidad discursiva, aunque es posible que la sincera lectura del presidente (en cuyo elenco, hoy, desdichadamente figura un personaje desprestigiado como el Sr. Buzzi) lo haya llevado a una extrema generosidad, que no puede dejar de señalarse pues más parece un bache que un acierto, en un discurso que fue magnífico. Sobre todo porque Alberto cuidó el lenguaje, que demostró conocer, haciendo una concesión al llamar “campo” a lo que debe ser llamado latifundismo, hiperconcentración agro-exportadora y otros vocablos precisos. Es demasiado grande el daño inferido a la nación por la oligarquía agroganadera en el último siglo y medio, y no es con elegancia como van a “portarse bien”, si eso es lo que se espera. De ahí que el texto presidencial fue claro y directo al denunciar y condenar al sistema de mentiras mediáticas en el inicio de su discurso.
En ese contexto de señalamiento de contradicciones o carencias en un discurso estupendo, cabe señalar otro posible punto débil adicional: la velocidad con que sorteó el agujero negro de la Argentina actual: la minería. A la que dedicó una breve parrafada –con gran cintura, eso sí– eludiendo precisiones sobre ésta, que es la otra gran cuestión ambiental de la Argentina, tan feroz como el llamado “campo”.
Quizás la tercera finta –aunque ésta más comprensible– fueron las relaciones internacionales, materia que manejó con natural sobriedad pero dejando de lado toda mención a Bolivia, Venezuela y la OEA. Y ni se diga al portaaviones y los 5000 soldados norteamericanos que vienen o ya están –cero información en la prensa– en nuestro territorio.
En definitiva lo que está en el fondo del drama argentino, y Alberto y Cristina lo saben cabalmente, es mucho más –y mucho más profundo– que lo que él dijo y lo que no dijo porque debía ser prudente, cauteloso y esperanzador. Para lograr todo eso –¡y vaya que lo consiguió!– hizo algunas, pocas –éstas– concesiones necesarias.
También supo hacerlo, hace 82 años, nada menos que el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, a quien le tocó pilotear la salida de la primera gran crisis mundial, la de 1930. En su mensaje al Congreso de los Estados Unidos en 1938, dijo algo que hoy sus propios descendientes esquivan a full: “La libertad de una democracia no está fuera de peligro si la gente tolera el crecimiento del sector privado hasta el extremo de que acabe siendo más poderoso que la propia democracia. Eso en su esencia es fascismo: el control del gobierno por un individuo, por un grupo o por cualquier otro poder privado”.
Haberlo sabido los millones de compatriotas (nuestros) que votaron al pastiche macri-radical en 2015 y, cual necios cooptados, también el último diciembre.