La cara de Milton Nascimento. El labio oracular, los pómulos, cada una de las curvas de las alas de su nariz. La expresión atávica de dolor. Las trenzas talladas en piedra sobre las montañas de Minas Gerais. A lo largo de los seis episodios de Milton e o Clube da Esquina, la serie documental que acaba de estrenar Canal Brasil (por ahora sin subtítulos en castellano), el director Vitor Mafra parece obsesionado con el close-up: el retrato no solo en primer plano sino desde cada ángulo posible. No es un capricho. La cara de Bituca es una máscara impenetrable hasta que algún evento nimio abre la puerta. Un beso en la boca de Gal Costa. El baile de la jovencísima Iza mientras canta “Cravo e canela” (“Dios mío, qué mujer hermosa”, dice). Una aventura con su parceiro Marcio Borges donde el rictus deviene en carcajada. Ahí está la puerta. Ese es el Clube Da Esquina: los amigos mineros que, sin plata para pagarse un trago, coparon la esquina y tendieron un puente dorado desde el corazón setentista de América Latina.
Aunque parece limitarse a informar, hasta el prólogo es hipnótico. Después de un slide con tres o cuatro diapositivas, una casa futurista amanece colgando entre las sierras. No hay una sola persona a la vista, pero todo está listo: los atriles, los instrumentos, la consola, los cables. “Milton y sus amigos se reúnen en un estudio aislado en las montañas para regrabar antiguos éxitos y recordar historias que marcaron sus vidas”, dice la introducción. Así, para cuando Gabriel Leone (el músico y actor que los fans argentinos de las telenovelas reconocerán como Gui de Verdades Secretas) comienza a desandar la historia, el partido parece ganado de antemano.
Basada en Os sonhos não envelhecem: Histórias do Clube da Esquina, el libro de Márcio Borges, la serie remonta río arriba como los afluentes de Minas. Ahí está Milton, recién llegado de Três Pontas, recorriendo el circuito de Belo Horizonte como sesionista. Arreglando canciones como la “Marcha da Quarta feira de cinzas” (de Carlos Lyra y Vinicius) para los bailes de 1963. La escena del gran encuentro, en ese sentido, resulta cinematográfica. Una noche, mientras tomaba aire en el balcón del bar Berimbau, un desconocido se apoyó a su lado para mirar la ciudad. “¿Les prestaste atención a los arreglos que hacés para las canciones de los otros? –le dijo Marcio-. Si les prestaras atención verías que son otras canciones. Vos tenés que componer”. Milton, que prefería cantar, no aceptó el convite: aceptó su amistad.
Los unió, entre otras cosas, la pasión por el cine. Desde los viejos westerns hasta el Cinema Novo, pasando por las películas de Elia Kazan y toda la nouvelle vague. Una tarde se metieron a ver Jules et Jim y perdieron la noción del tiempo: de alguna extraña manera, la fábula de Truffaut funcionaba como un espejo alucinado de su propia amistad. Como si acaso, en lugar de Catherine, la tercera pieza de aquel triángulo amoroso fuera la música. Después de verla varias veces en continuado, Milton y Marcio salieron del cine y comenzaron a caminar hasta el Edificio Levy agitados por una revelación inaprensible. Esa misma noche, en el cuarto de Marcio, tuvo lugar el rito inaugural de los compositores. Munidos con una guitarra, papel y lapicera, escribieron las tres primeras canciones de lo que sería un frondoso repertorio: “Paz do amor que vem” (más tarde rebautizada como “Novena”), “Crença” y “Gira, girou”. “No fue la música de la película lo que me movilizó –dice Milton-. Me apasioné por la historia, por las escenas, por la amistad de ellos dos y por ella: Jeanne Moreau. Desde que fui a ver la película, ella se volvió una de las personas que más soñaba conocer. Para cuando me di cuenta, estaba tomando chá en su departamento”.
Los artistas vivían en sus sueños y vivían en la calle. Sin un real para entrar en los bares, la esquina de las calles Divinópolis y Paraisópolis se convirtió en el punto de encuentro. Allí, en el corazón del barrio Santa Tereza, comenzaron a recalar músicos y letristas como Beto Guedes, Fernando Brant, Ronaldo Bastos, Tavinho Moura, el pianista Wagner Tiso y Lô: el menor de los Borges. Cada personaje aportaba su especia: los Beatles, la bossa nova, García Lorca, la música de Heitor Villa-Lobos, el jazz, la izquierda latinoamericanista, Dorival Caymi, etc. Inspirado por las worksongs del Mississippi, por ejemplo, Milton compuso “Canção Do Sal”: el tema que grabó Elis Regina y lo puso en la gran marquesina. Si la cepa que crecía en esa esquina era pura identidad colectiva, la voz de Milton fue su gran catalizador. “Incluso hablando, la voz de Milton parece provenir de una caja acústica misteriosa que se esconde en algún lugar de su garganta, de su pecho o más adentro –dice Zuza Homem de Mello, musicólogo y decano del periodismo musical brasilero-. Ese misterio que comienza en el origen de su voz, se prolonga y profundiza en sus canciones, se amplía en su figura y termina en su silencio. La ausencia de sonido, que en la persona música de Milton Nascimento parece una paradoja, es aquello que le confiere una posición muy clara en la historia de la música popular brasilera: la de un mito”.
LA MÚSICA ESFÉRICA
A fines de los sesenta, Milton ya era una estrella. Se había mudado a Río de Janeiro, tenía contrato con un sello multinacional como EMI Odeón y había grabado Courage en los Estados Unidos. Se codeaba con el cine y, palabras más palabras menos, sus canciones habían logrado convertirse en el plato diario del país. “Un día fui a Belo Horizonte a la casa de Márcio y de Lô y estaba toda abierta, sin nadie –dice Milton en Estación Brasil, el libro de Violeta Weinschelbaum-. Lô me dijo que quería tocar algo para mí. Tomó la guitarra y empezó a hacer unos acordes sueltos, yo agarré otra guitarra y fui haciendo la música encima de sus acordes y, cuando miré, estaba Marcinho Borges sentado en el piso escribiendo una letra para la melodía y la madre apoyada en la puerta llorando. Fue la primera canción de Clube da esquina”.
Su actitud parsimoniosa no equivalía a tibieza. Bituca incluyó “Clube da Esquina” y “Para Lennon e McCartney” en su disco Milton (1970) y, unas semanas después, ya estaba sentado en las oficinas de EMI Odeón con un plan inviable: un disco doble con ese minero de 19 años. Un perfecto desconocido. Excepto Adail Lessa, todos los miembros del directorio se manifestaron en contra. La excepción era atendible. Entre los antecedentes de Lessa, estaba la tracción para que el sello se dignara a grabar el primer disco de Joao Gilberto. El olfato es el olfato.
Lô convenció a sus padres y se unió al equipo para una temporada creativa de cuatro meses en Marazul, la playa de pescadores en Niteroi donde incubaron el huevo del disco. Una de las fotos que aparece en la serie es reveladora: Milton, Lô y Beto Guedes surfeando la ola con una sonrisa atrapada en los labios. Mientras comía pescado fresco y bebía cerveza, la cofradía de Minas se había montado con todo el cuerpo sobre el comienzo de la década: los exilios y el rock progresivo; las tensiones sociales y la mística beat; la dictadura y la experiencia poligámica de Crosby, Stills, Nash & Young. “Clube da Esquina también tiene una gran dosis de psicodelia… -dice Ronaldo Bastos, divertido-. No sé por qué”.
Entre los aciertos de la serie, justamente, está la música. Parece una verdad de perogrullo, pero no lo es. Bajo la dirección musical de Bi D y un ensamble deluxe, cada una de las dieciocho canciones aparece en todo su metraje: precedida por los comentarios de músicos y autores, enriquecida por los colegas de entonces y de ahora o entregada a la faena solitaria de Milton. Levitando en la línea exacta entre la lectura fiel y el desplazamiento imperceptible. Así, embebidos en la iconografía revolucionaria de Viva Zapata, Seu Jorge y Milton llevan “Tudo o que você quería ser” a otro estadio. María Gadú obtura el acento beatle de “Nada será como antes” y hasta el propio Gabriel Leone hace un buen trabajo en “Um girassol da cor do seu cabelo”. A esa distancia, amorosa pero estricta, Clube Da Esquina se termina por revelar en toda su gloria: la música esférica para una iglesia a cielo abierto.
CONTACTO EN OBRAS
Dos años después de su edición original, Milagre dos Peixes fue publicado en nuestro país a través de Trova y con liner notes de Carlos Garber. No era un hecho aislado. Entre 1972 y 1975, el sello de Alfredo Radoszynski hizo un gran trabajo de puente lanzando al mercado argentino discos de Gilberto Gil, Bethania, Gal Costa, Eumir Deodato, Rita Lee, Os Novos Baianos, Paulinho Da Viola y Gismonti. Para 1976, muchos músicos del rock argentino ya habían elegido Brasil como destino de sus respectivos exilios y el Expreso Imaginario retomaría ese trabajo de difusión con notas y tapas sobre la “explosión demográfica de la música brasilera”. Por su inserción mediterránea (no era tan exótico como los cariocas) y su vínculo con Mercedes Sosa (ese mismo año grabaron juntos “Volver a los 17” y luego la Negra registró una versión de “San Vicente”), Milton fue el rostro de ese anhelo: el sueño psicodélico de la Patria Grande.
“Los escuchas amantes de Milton han ido creciendo con él desde las canciones ingenuas, mal grabadas y simples de hace diez años hasta el monumental Clube da Esquina 2, sin duda el mejor long play del año de todos los géneros –decía Pipo Lernoud, en su cobertura de los shows de diciembre de 1979-. ¿Y quién me va a decir que soy fanático de Milton, si quince mil personas, tres Obras Sanitarias, se vinieron abajo con su sola presencia, cuando yo, sinceramente, esperaba un público frío y analítico, de ese que dice ‘¿viste que se equivocó el bajista?’ Obras se llenó a pesar de que falta una semana para el acontecimiento del año: la reunión de Almendra”.
A la distancia, es increíble que Clube da Esquina 2 no se haya editado en Argentina. Aunque el evento de su llegada trascendía largamente el disco, se cifraba en el disco. Más precisamente en el coro ritual de “María María” que, como un juego de postas, desbancó al cantito de Woodstock durante aquellos shows en Obras. En la serie de Canal Brasil, por ejemplo, funciona como un clímax. Espléndido a sus 78 años, Ney Matogrosso se carga la primera parte y aún en medio de la fiesta no se priva de su comentario político. Como la canción. Sobreviene el despegue armónico y progresivo del segmento intermedio para que, en el desembarco, todo se detenga. Se hace un segundo de silencio y, en esa casa que cuelga sobre las montañas de Minas Gerais, Milton mete la estocada: “Pero es preciso tener fuerza / es preciso tener raza / es preciso tener ganas / quien trae en el cuerpo la marca / María María / mezcla el dolor y la alegría”. La versión toma un cariz diferente. Como si, después de un largo período de paz, dos guerreros viejos tuvieran que salir inesperada y fatalmente a dar batalla. Esta “María María” tiene la belleza y la fortaleza de la extenuación. Como dice Seu Jorge, antes de dejar caer su lágrima redonda: “es una graduación”.