Noche de sábado de 1986. Nos reuníamos a las ocho en el bar Suárez de la calle Lavalle, la ruta de los cines porteños. A esa hora las familias que salían de la función vermut desesperaban por zambullirse en la muzza al molde de la Roma.

Con Ilse y Josefina Quesada no pedíamos café sino una copa de sambayón con tres cucharitas. Aquel año habíamos conformado el Grupo Feminista de Denuncia. Nuestra tarea consistía en pararnos -hasta las diez- en las escalinatas de la galería donde funcionaba la cartelera (las ventanillas donde expendían entradas con descuento). Éramos mujeres-sándwich con consignas feministas pintadas en cartulinas. La perfo incluía hacer toda la noche el “signo de la mujer” para llamar la atención a distancia (las manos formando una concha/vulva. Dejé de hacer ese signo luego de una intervención de Alessandra Luna en el Regional del Oeste de 2016 o 2017: “nos deja fuera a las travestis”; en los 80 no había travestis ni trans en el feminismo).

Mientras caminábamos hacia nuestro puesto de lucha (algo así como una red social de carne y hueso), conversábamos con Josefina sobre nuestras posiciones políticas. Jose me bancaba el peronismo montonero, creo que le parecía romántico y popular, pero se ponía con los pelos de punta (y los tenía cortos, color rojo furia) cuando se me ocurría defender al comunismo. De haberlo conocido, Josefina le habría arrancado los bigotes al Pepe (Stalin, no al nuestro, que no tenía). Paradas en las escalinatas, mudas, los padres de familia nos increpaban. “Sus” mujeres no se atrevían a abrir la boca. Las expresiones de los transeúntes oscilaban entre la sorpresa y el espanto. Entre la multitud se mezclaban una cronista y una fotógrafa freelance en busca de aguafuertes para vender a un periódico vespertino.

-Mirá esa piba.

La fotógrafa (Cristina Fraire) capturó la foto que le pidió su amiga la cronista (Martha Ferro).

Las integrantes del Grupo Feminista de Denuncia éramos un trío un poco desparejo. Ilse andaba por los 56 (mi edad actual), Josefina por los 64 (y le encantaba salir a grafitear iglesias). Yo tenía 22 y un estilo que a Martha le gustaba: hippie (Lavalle también era la calle de los hippies de los 80) bañada en pachuli que podía olerse a varias cuadras, el pucho no se me caía de la boca, pelo rubio (teñido) con rulos y anteojos, pulóver rosa usado hasta el cansancio por mi padre, con agujeros provocados con brasas de cigarrillo caídas por descuido (en esa época había un tabaco rubio picante para armar, de hebras largas y húmedas. Se llamaba El Nilo). Un facho de la Facultad de Derecho -al que llamaban Emanuel- solía decirme como insulto “judía de la cuarta internacional”. Martha seguramente captó la imagen de una troska en potencia.

Ella había sido delegada gremial del diario La Voz (el diario de los Montoneros). En el transcurso del conflicto que derivó en despidos masivos y cierre del diario, los trabajadores armaron una carpa. Una noche Martha les pidió que formaran fila delante de una mesa. Uno por uno les leyó el tarot a sus compañeros. El partido solía sancionarla por actitudes personalistas y peronistas. Nunca la sancionó por bruja. Producidos los despidos, Martha escribía freelance, notas para algunos medios (sus favoritas eran algunas investigaciones para la revista Casos Policiales, especialmente el caso Giubileo). Y cuando hacía calor, se subía a la bicicleta y vendía helados en el Parque Lezama.

Recuerdo 1986 como un año muy movido, entre lo maravilloso y espeluznante. Venía de participar en la organización del Primer Encuentro Nacional de Mujeres. Todos los sábados, reuniones con mi primer grupo de pertenencia, luego salida con las chicas a la calle Lavalle, y el lesbianismo feminista empezaba a ser una idea (después del Encuentro Feminista de Bertioga, en 1985). Había que hacer algo con el lesbianismo. Pero me faltaba lo principal. ¿Qué clase de lesbiana era que no tenía pareja? Peor aún, ¿lesbiana?, si no había debutado sexualmente. Venía rebotando como una bola de flipper con las feministas. Me gustaban las chicas grandes (digamos que veinte años mayores que yo, por lo menos). No me daban bolilla. Y no sabía seducir (nunca supe ni sabré cómo se hace). Suelo ser tan directa como alemana en reunión de trabajo, sin alusiones sexuales por supuesto. Debe ser esa impronta izquierdista que Saborido y Capusotto describen como “Bar Aquí No se Coge”.

En aquellos días comenzamos a organizar el taller que dio lugar a los Cuadernos de Existencia Lesbiana. Y yo, nada. No había caso. Durante el taller pregunté cómo se hacía (tener sexo). Coque (la primera lesbiana que llegaba a Tribunales en moto con el símbolo de lesbiana estampado en el casco) se me río en la cara con muchísima paciencia: “Adrianita, ya vas a saber”.

CANNING

El único boliche de lesbianas de Buenos Aires se llamaba Confusión (Canning y Costa Rica). Pensé que iba a envejecer caminando los sábados a la madrugada por Canning (*hoy Scalabrini Ortiz).

Una noche fui sola. Conocí a una chica de baja estatura, enterito de jean, zapatillas topper de tela. Andaría por los 30 años. No me gustaba demasiado pero parecía interesarle conversar conmigo. Quedamos en vernos el sábado siguiente, pero no estaba. Encontré a otra chica parecida a ella, aunque un poco más bombero. Misma estatura, pantalones de jean apretados, manos ásperas de trabajar con mimbre. Fuimos a su casa. Yo seguía sin idea de cómo tendrían sexo las lesbianas.

-¿Trajiste la cremita?

Nos bajamos los pantalones. Y me violó por el culo. Hoy sé conceptualmente que fue una violación. Me quedé paralizada. La dejé hacer, así, en frío. Intuí que me estaba violando. Pero no lograba entender la situación. Esa fue mi primera relación sexual.

Años después supe qué había pasado. La piba que conocí primero se hizo amiga de una conocida, y le contó. Las dos lesbianas terminaban de romper una relación de años. La segunda se enteró de que su ex intentó pactar una cita conmigo. Y planificó arruinarle el levante, invitándome a su casa para violarme, como venganza.

Salí un par de veces más con la violadora -¿para castigarme por ser una lesbiana poco exitosa?- y logré cortar una madrugada, contra un paredón de Barracas. Para sellar el desastre, llegaron los Falcon azules de Moralidad de la Policía Federal y, linternas en mano, nos llevaron presas por lesbianas (artículo 2 inciso h: incitación al acto carnal en la vía pública). Separadas por la amenaza latente de la tonfa policial, no volvimos a vernos. Con la vejación del interrogatorio policial encima (“¿cómo lo hacen?”, repetido hasta el cansancio por nueve “pijitas de papel”, *así llamaba Martha -a los gritos- a los machos pajeros que verdugueaban a las mujeres en Crónica), mi pequeña venganza fue darle la mano al oficial principal cuando el comisario me dejó ir (luego de decirle que era alumna del profesor de Derecho que asesoró las reformas el Código Penal durante la dictadura. Catedrático conocido como turro de marca mayor, pero también por puto. Menudo cagazo debió pegarse el taquero cuando, revisándome el morral, encontró la libreta universitaria y corroboró la firma del profesor).

UNA VOZ EN EL TELÉFONO

Pasaron algunos meses y suena el teléfono en Lugar de Mujer. Yo era la secretaria rentada de la institución, una casa de mujeres con orientación feminista, que luego de un golpe de Estado interno se transformó centralmente en un centro de atención a la mujer golpeada. Del otro lado del tubo (imaginen un teléfono gris a disco, con cable tirabuzón), una voz gruesa curada en ginebra Bols, muy parecida a la de Blackie pero más bomberil, me dejó pensando (*menores de 50, googlear). Preguntaba por la compañera a cargo del bar. No sabía qué nombre ponerle a esa voz -me parecía indiscreto preguntarle el nombre-, así que la apodé como aquella voz que fue tan familiar en los hogares argentinos.

“Blackie” empezó a llamar todas las tardes. La compañera del bar me preguntó si quería que me la presentara. Ellas ya se estaban separando.

En persona, “Blackie” era mucho más interesante que por teléfono.

-Te vi parada en la calle Lavalle. Y le pedí a Cristina que te saque una foto. Te busqué hasta encontrarte.

En mi casa de Barracas, yo tenía guardadas todas las notas de la sección La Mujer del diario La Voz. Firmadas por Martha Ferro. Hasta entonces no había logrado ponerle un rostro a la periodista que admiraba.