Eran las 9 de la noche de un sábado caluroso. La plaza principal de la ciudad estaba repleta de familias heterosexuales y niñes disfrutando la ausencia del sol –porque de brisa EN Formosa, ni hablemos. Los puestos de los vendedores ambulantes escupían reggaetón por los parlantes. La alegría parecía brotar de la humedad. Caminábamos con Laura, mi mejor amiga, después de varias cervezas en el kiosko de la esquina de la plaza, post-asamblea para organizar el 8M. Llegando al auto de Lau, notamos una incipiente multitud y un grupo de policías que nos puso en alerta.
“¿Usted es Elda Lanas?” Pregunta el cana anteponiendo su cuerpo entre nosotras y el vehículo. “No, la hija”. Responde Laura. “Hay un reptil en su auto ¿Puede abrir el capot?”. Las dos tomamos aire tratando de entender la situación “¡Hay una víbora!” grita alguien de la multitud, traduciendo el léxico policial. “¿Me puede explicar la situación?” contesto con mi mayor tono de adulta responsable que, pese a las cervezas que lleva encima, no se va a dejar amedrentar así como así, por la fuerza de la ley. “No sé señora, alguien llamó a la policía informando que vieron una víbora y necesitamos que abra el capot del auto para sacarla”. Lo de señora no ayudó al buen clima. Laura estaba con su perrita y era mejor que no se acercara, así que tomé riendas en la situación.
Me metí en el auto. Sentada en el asiento del conductor, tenía una vista privilegiada de los 7 policías que miraban la escena un poco desconcertados. Discutían la mejor estrategia para sacar la víbora, que al parecer estaba demasiado enroscada a un tubo del motor o algo así. Yo calculaba cuántas cuadras manejó Laura con el bicho a cuestas, sin saberlo. Por ese entonces, ella vivía lejos del centro e imagino que el reptil salió del baldío que rodeaba su casa, se acomodó en el motor buscando calorcito y después ya no pudo salir, por el movimiento. Pobrecita.
La imagen en el contexto del 8M me pareció muy poética, sobretodo porque estábamos estacionadas frente a un centro de oración o algo así. En Formosa siempre hay algún símbolo o edificio religioso alrededor de donde estás, es extraño, pero después de un tiempo aprendés a convivir con ellos, sin que te inquieten demasiado. Son parte del paisaje, como las palmeras y les vendedores de chipa. Tiene sentido que la víbora se sienta a salvo con nosotras, pensé. La idea de que la lastimen comenzó a inquietarme. El capot no abre. Un policía toma aire ajustándose el cinturón y se tira al piso. Se levanta y vuelve a inmiscuirse debajo del auto dentro del cual estamos solas, la víbora y yo. La escena se resuelve rápido, mientras divago pensando en esto. No llego a ver más que el movimiento violento del animal dentro de la bolsa arpillera que sostiene el policía. La multitud aplaude. Me bajo del auto a toda velocidad, anteponiendo mi cuerpo al del policía, impiéndole el paso hacia su camioneta. “¿A dónde la liberan?” Dispongo mi cuerpo para arrancarle la bolsa si la situación escala. “A la reserva de la Laguna Oca”. La rapidez de la respuesta denota una decisión tomada hace rato. La expresión en su rostro, me dice que comprende mi preocupación. No la lastimaron, hubieran podido matarla de un golpe antes de que llegue a bajarme del auto, pero no lo hicieron. Me calmo. Nos saludamos cordialmente. Le cedo el paso.
A solas en el auto, Laura y yo repasamos nuestro pasado católico. Crecí en una familia atea, pero me bauticé a los 8 años, porque ser la rubia machona no bautizada del barrio, era ser la víctima futura de todas las historias que me contaban mis vecinxs sobre el pombero, el yasiya teré y cualquier otra figura mitológica guaranítica que se les ocurra. Me fascinaba escuchar esas historias. Lo de machona no se fue con el agua bendita, el miedo al pombero por un tiempo, si. Laura me prestó el vestido con el que ella tomó la comunión. Comprar uno era un gasto familiar que mi madre no podía ni quería realizar. Me gustaba porque era color manteca, Laura no quería que fuera blanco, ya sabíamos que no éramos puras, gracias a dios. La ceremonia transcurrió frente a una virgen que hay al costado de la canchita de fútbol del barrio, donde las dos probamos por primera vez, el cuerpo de cristo.
Desistí de la iglesia antes de la confirmación, Laura un tiempo después. Primero, le pidió a mi mamá que sea su madrina. Era complicado porque mi vieja no estaba bautizada, pero en esta zona, amadrinar significa asumir el compromiso de cuidar de alguien en la forma en que lo haría una madre, y eso vale más que la burocracia eclesiástica. Usaron la libreta de matrimonio que mi abuela paterna había conseguido hacer, sin el permiso de mis padres.
Ahora que Laura y yo nos enroscamos como víboras, gritando frente a la catedral de la ciudad “iglesia basura, vos sos la dictadura”, extraño a mi mamá, que murió hace ya 10 años. Y cuando el dolor arde como si no hubiera pasado un día, corro a la casa de una de sus mejores amigas, la madrina que elegí para mi bautismo. Una persona de fe, practicante, que cuida de mi y me acompaña, cebandome unos mates con el amor de una madre que no necesita comprender, para querer. Solemos mirar fútbol pero una de esas tardes de amor, miré con ella la misa criolla que celebró Francisco en el vaticano. La puesta en escena era ciertamente impresionante, los trajes psicodélicos y la música hermosa.
“Así es la Frontera en la que vivimos”, le dije a Laura mientras estacionaba frente a mi casa. Naufragamos entre dios y el diablo como la canoa de un pasero, contrabandeando mercancía de una orilla a otra del río Paraguay.