A Willy Lanfranco
No voy a repetir las memorias del carnaval, sus lugares comunes de saturnales romanos. No haré ejercicio de nostalgia popular. Nunca se puede recuperar un sentimiento en estado puro, eso es un asunto del pasado. Sin embargo, en el borrador que quedó en mi cuaderno hay una sección de “apuntes” en la que tomé nota de algunas curiosidades. La primera, un periodista de la Gaceta Mercantil (1820) horrorizado por los atropellos de los juegos de carnaval, afirma: “ni su memoria debiera existir” sintagma que puede funcionar como título de una novela argentina. Luego, un decreto de Rosas (1844) donde consta que queda abolido y prohibido para siempre —el carnaval, se entiende.— Por fin, la preciosa crónica del primer corso oficial de Buenos Aires del poeta Francisco García Jiménez (que del asunto sabe, a juzgar por letras como Siga el corso) registra al joven Alberdi con la cara entintada de hollín, jugando a ser negro, cantando sus propias coplas por las calles y al presidente Sarmiento, participando de los juegos del agua y riendo a mandíbula batiente (la figura es del poeta).
Estas notas prescindibles acaso servirían para una sociología del Carnaval, una disección de la alegría bajo la luz de la Historia. No se alarme lector, no voy a hacerla, ignoro casi todo al respecto. Solo intuyo una suerte de vitalismo social allí donde la identidad es la fe en la máscara. Pero en el tramo de la historia que me ha tocado en suerte vivir, nada puede ser lo mismo luego de la larga noche oscura. Hay un parpadeo de años frente al sol — que se encarga de quemar los disfraces según el tango— desde el cual se miran los corsos de la infancia, en plena dictadura militar en una ciudad de provincias. Veo el desfile dislocado y a la vez grave de personajes que abrevaban en las películas los años sesenta, en los comics, en las producciones bizarras del cine de clase B y en la tradición nacional desde Gutiérrez a Hernández, pasando por Dante Quinterno, sin olvidar los clásicos de las series cómicas como Chaplin y Laurel y Hardy.
La simpatía por esos dos payasos viene quizá de los dibujos animados producidos por la compañía Hanna-Barbera, aunque la versión auténtica, la de los cortos filmados en blanco y negro durante los años veinte y treinta, se daban en la T.V., según creo, los sábados por la mañana. Eran peripecias de dos niños grandes, en cierto modo el espejo de la infancia, una infancia eterna que no se cansaba de tropezar y de caer. Cuando llegó la juventud y la democracia volvieron a la vida en la literatura de Osvaldo Soriano. Aquella primera novela publicada en Argentina en 1973, tardó varios años en lograr las condiciones ideales de lectura. Hablo de Triste Solitario y Final, una elección consciente por la pertenencia a los márgenes, a la épica de los vencidos, que encontró en la biografía de Laurel y Hardy la marca registrada de las novelas posteriores.
Los textos de Soriano parpadean también como lo hacía el Flaco ante los regaños y reconvenciones del Gordo porque trabajan en la oscuridad de lo indecible. Al producir una ruptura con el género policial, dan paso a la parodia para hacer entrar eso que resulta lo indecible en un sistema de alusiones. Cortázar lo vio con claridad: “es un libro muy nuevo y muy nuestro que cumple el milagro de convocar sombras queridas”, le dice en una carta, pocos días después de que el libro estuviera publicado. Y por si fuera poco agrega que esa literatura demuele a su modo el sistema, aunque no sea su propósito principal.
Por entonces yo quería escribir cuentos y necesitaba un conjunto de referencias, asociaciones, vivencias y recuerdos que encontré en aquellos pueblos de la provincia de Buenos Aires donde mi padre era un héroe marginal como lo era el de Soriano en sus relatos. Acosado por algún personaje fraudulento que escamoteaba la plata del premio municipal destinado a las comparsas, mi padre locutor del carnaval oficial, saltaba del palco para salvarme después de que los murguistas ofendidos comenzaran a incendiarlo, igual que en los gags de las películas del viejo Hollywood.
Decidí escribirle una carta al Gordo Soriano el verano de 1997. No más de tres folios mecanografiados con un defecto en la letra (no recuerdo si en la “a” o en la “m”) que no calzaba en la línea y se volaba un poco, como si tomara aire desde un trampolín. Por supuesto que nunca la envié. Aún la tengo. No quiero ir a buscarla entre mis cosas, prefiero recordar el momento de la escritura: la soledad, las dudas, las contradicciones, los ojos que comenzaban a ver la realidad como salidos de la caverna platónica, a través de ese sistema de alusiones donde subyace la complejísima tarea de construir una identidad.
Esa era la tarea y necesitábamos sus libros. Osvaldo Soriano murió poco después de la carta nunca enviada. Hubo homenajes, reediciones, testimonios. Los que hicieron profesión del silencio permanecieron callados con la persistencia de la piedra de Spinoza. Los que lo criticaban, aprovecharon el momento para recordar las antiguas disidencias. ¿Qué queda entonces de aquella fiesta? Poco y nada. Es difícil sobrevivir en el Olimpo o en el Templo de Saturno. El arte como la vida, como el carnaval, suele ser una alegría efímera.