Es alguna noche de 1939, en Nueva York, y en un bar humoso y oscuro apenas se ve el crepitar de algunos cigarrillos. Los camareros no andan ya entre las mesas de modo que nadie puede seguir pidiendo una copa. La cháchara, de a poco, amaina. El lugar está atestado de gente negra. De repente, sobre el escenario en forma de ele, una luz cenital lechosa y entera cae sobre la humanidad rolliza de Billie Holiday, de veintitrés años, que empieza a cantar: los árboles del sur dan un fruto extraño, cuerpos negros mecidos por la brisa sureña.

El periodista y crítico musical británico Dorian Lynskey da inicio al colosal 33 revoluciones por minuto: Historia de la canción protesta con esa imagen y esa narración, en un atractivo y hábil uso de la segunda persona: después de algunas líneas el lector ya está ahí, inmerso en ese viaje. Y es allí que ubica, de alguna manera, el año cero de la “canción protesta” (tanto en el título como en todo el recorrido así se la denomina, sin la preposición “de” entre medio, como usualmente se cita por aquí). Al menos, el año cero en cuanto a canciones en formato pop.

Y en efecto, aquella canción era Strange fruit, compuesta por el comunista judío Abel Meeropol a raíz de los linchamientos de pobladores negros en el sur de Estados Unidos. Hacia el inicio de ese mismo capítulo el autor deja caer algunos primeros interrogantes que recorrerán toda la obra. “¿Una canción protesta da mayor vigor tanto a lo político como a lo musical o sólo lo trivializa?¿Pueden separarse sus méritos musicales de su significación social o esto último distorsiona y oscurece a los primeros? ¿Tiene de verdad el poder de cambiar mentalidades, por no hablar de decisiones políticas?”

Lynskey ha contado en algunas entrevistas que al momento de encarar su libro pensaba en otros como Like a Rolling Stone de Greil Marcus y Strange Fruit de Dave Margolick. Que ello le daba confianza para tamaña ambición y que la idea principal –que era otra en un principio y que fue mutando hasta llegar a lo que finalmente es– había surgido hacia 2005 mientras estaba en Kenia e Israel, trabajando alrededor de historias políticas y musicales. Tuvo su propia banda en la juventud con la que componían canciones sobre la guerra de Irak, los disturbios de Los Ángeles y demás tópicos de los 90. También ha dicho que otro libro de gran influencia al momento de pensar 33 revoluciones por minuto fue Nixoland de Rick Perlstein.

Se entiende: el ex presidente estadounidense ocupa varias dedicatorias y carillas.

Woody Guthrie y la máquina que mata fascistas

Canción con todos

Entonces: de la Holiday a Rage Against the Machine, de Fela Kuti a Radiohead, de Neil Young a Curtis Mayfield y Marvin Gaye, de Nina Simone a Green Day, de Víctor Jara a Stevie Wonder, de John Lennon a Max Romeo, de Woody Guthrie y Phil Ochs a Manic Street Peachers, de U2 a Grandmaster Flash, de Bob Dylan a The Specials y The Clash.

Entonces: de los linchamientos de negros y las luchas anti segregacionistas a las huelgas obreras en Norteamérica hacia mediados del siglo veinte, de los ideales y el movimiento hippie a las guerras fratricidas en Nigeria, de Vietnam a las dictaduras y desapariciones en Chile y Argentina durante los setenta, de la matanza de estudiantes en Ohio al derrumbe británico de los ochenta, de Nixon y Reagan a Margaret Thatcher y Bush, de las primeras manifestaciones anti globalización al desencanto de los noventa.

Todo ello puede encontrarse aquí: esas son las materias primas con las que trabaja el libro, las zonas que Lynskey anda y desanda.El libro está divido en cinco grandes bloques –que atienden a determinados períodos históricos (1939-1964, 1965-1973, 1973-1977,1977-1987,1989-2008)– que contienen, en suma, treinta y tres capítulos: uno por cada canción. Ahora bien: el libro no es la historia estricta de, sola y únicamente esas treinta y tres canciones. De ninguna manera. 

Lo que vuelve aún más sutil e interesante todo esto es que cada uno de esos capítulos no es un recorrido independiente y aislado de determinadas canciones: ellas son la excusa para mandarse a investigar y ensayar algunas respuestas frente a los interrogantes que generan ciertas canciones y revoluciones en los pliegues, en los dobleces de la Historia, durante casi un siglo de música pop(ular).

“This land is your land” de Woody Guthrie, “We shall overcome” de Pete Seeger, “Mississippi Goddam” de Nina Simone, “Say it loud-I’m black and I’m proud” de James Brown, “White Riot” de The Clash, “Holiday in Cambodia” de Dead Kennedys, “Sleep now in the fire” de RATM son algunos ejemplos.

En cada uno de los capítulos se ubica a la canción y su autor en su correspondiente epicentro y también en sus márgenes.

Y todo, entonces, en esta historia, arborece.

Vale volver a decirlo, y si no se dijo, es momento: 33 revoluciones por minuto está muy bien escrito. Pueden señalarse y encontrarse momentos y pasajes dispares, pero raro sería que así no fuera en un libro de casi mil páginas. Pero Lynskey ha adobado muy bien el relato: no abusa de la crítica o la información musical pura –que la hay–, ni de los tintes más históricos o sociológicos, que los hay también. Nunca pierde su atractivo narrativo. Y eso lo hace más interesante aún. Vayan algunos pasajes –de una lista infinita– que pueden ejemplificar: “(´Ghost town´ de The Specials) es el negativo de una canción como “Babylon´s Burning”: desertado más que plagado de incidentes, humeando en lugar de ardiendo”, “más que adaptar el himno, lo que hizo Jimi Hendrix fue dinamitarlo y la elocuencia desgarradora de su interpretación lo convirtió en una mancha sonora del test de Rorschach, en el que cada oyente podía decidir qué representaba. Le estaba pegando fuego al fallido experimento de Norteamérica o quizá evocaba los dolores del parto de un nuevo patriotismo, menos dañino: la cosa oscilaba entre la sociedad de la Muerte o el hermoso naufragio”, “(‘Masters of war’) tiene un aire de relato gótico espectral, parece como si hubiera exhumado la vieja melodía, la hubiera pulido de barro y óxido y hubiera dejado algo de la macabra violencia de ‘Nottatum Town’. Ancestral y perversa, es la canción protesta más estremecedora que Dylan escribió jamás. Dylan solía comentar que sus canciones ‘señalaban con el dedo’. ‘Masters of war’ apunta con el dedo con el poder siniestro de un brujo maligno”.

Fela Kuti

La melodía sigue

Un ladrillo, quizás. No sólo por su forma y color, matizado con tonos negros y rojos en la portada y en los bordes de las hojas. Casi mil páginas: un ladrillo para ser lanzado en plena barricada contra la vanidad y la tiranía del tiempo. Porque 33 revoluciones por minuto es de esos libros a los que hay que irse a vivir a ellos durante un tiempo.

Lynskey se vale de mucho dato e información documentada. Esto es, claro, además de los discos: una lista larga de revistas y libros consultados, de ahora y de antaño. Recurrentes son los nombres de, por ejemplo, Greil Marcus, Simon Reynolds, Michael Azerrard, Amiri Baraka –conocido como Leroi Jones– y de algunos encuentros y reportajes de primera mano que el autor mantuvo durante todos estos años, en plena labor que lo tiene colaborando con revistas como Observer, Q, Spin y Empire, y el periódico The Guardian.

Entre todo, no encuentra reparos en pensar a John Lennon como uno de los peores compositores de la historia de la canción protesta.” Después de 1970, nadie ejemplificó la imparable debacle en calidad y eficacia de la canción protesta mejor que John Lennon”. No sin antes reconocer la importancia y el peso de composiciones como “Power to the people” o “Give peace a chance”.

Y unas las pocas cosas cuestionables al libro quizás sea que peca de anglosajón, aunque en algún pasaje del capítulo dedicado a Víctor Jara entrevera y sugiere que tendría que ser todo un libro aparte el que se dedicara a la canción protesta de México hacia el sur. Pero, hecha esa pequeña salvedad, vale preguntarse: ¿acaso composiciones de autores como Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Chico Buarque, Gilberto Gil, Caetano Veloso, Cazuza, León Gieco (con “Sólo le pido a Dios”), Mercedes Sosa –aunque a ella se la cita en ese mismo capítulo–, Chicho Sánchez Ferlosio con su que los pobres coman pan y los ricos, mierda mierda de “La Hierba de los caminos”, Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa, Chavela Vargas, Molotov y otros, no merecían un lugar de cierta importancia en la historia de la canción protesta? Por momentos pareciera ser la exclusiva historia de las músicas y revueltas de Estados Unidos y Europa. Si hasta pareciera que el bloque tres, el dedicado a Chile, Jamaica y Nigeria (en uno de los anexos finales, en el que se apuntan cien canciones que no se mencionan en el libro, el gramo de justicia corresponde a “Panit et circenses” de Os Mutantes) viniera a corresponder con eso que llaman “Tercer mundo”. De todas maneras, aunque sea el bloque más corto de todo el libro sigue estando muy bien narrado.

“Y la pregunta es la siguiente: ¿uno aplaude, asombrado ante el coraje y la intensidad de la actuación, atónito por el macabro lirismo de la letra y sintiendo que la historia ha hecho acto de presencia en el escenario, o se remueve incómodo en la butaca pensando ‘¿a esto lo llaman entretenimiento?’ Y ésa es la pregunta que palpitará en el corazón de la controvertida relación entre política y el pop a lo largo de décadas y ésa es la primera vez en que así se formuló”. Estas, tanto como aquellas preguntas citadas al inicio, cruzan el recorrido.

Podría decirse, también, que Lynskey se embarca en tratar de dar con la piedra de toque de la canción de protesta. No se sabe si ha dado, finalmente, con ella. Pero no importa: vaya si el camino valió la pena. Todas estas canciones -más o menos tempestivas- han quedado, están ya en la Historia. Y se sabe: una vez que se entra en ella, nunca más se sale.