En los días previos al 19 de mayo de 1968, Abiodun Oyewole, de 20 años, se sentía nervioso. El joven poeta había sido contratado para aparecer en un homenaje al difunto Malcolm X en Mount Morris Park, Harlem, y no tenía idea de qué debía interpretar. Había estudiado poesía en el instituto en Queens y había descubierto la poesía oral tras asistir a un recital dramatizado de poesía del poeta del movimiento Harlem Renaissance Langston Hughes, pero hasta la fecha sólo había escrito un poema, “Wall Street Journal”, sobre la explotación que se había hecho de la muerte de Martin Luther King acaecida hacía un mes. Un tema poco indicado para un homenaje a Malcolm.
Necesitado de inspiración, el poeta en ciernes se dio un paseo por Harlem para empaparse del lenguaje de las calles. “‘¿Cómo va lo tuyo?’ es lo que todos andaban diciendo”, recuerda en el libro On a Mission. “Significaba: ‘¿Qué estás haciendo por la revolución? ¿Qué haces por el movimiento?’. Todo el mundo debía tener ‘lo suyo’.” Oyewole escribió un poema titulado “What Is Your Thing?”. Sus compañeros de bolo también lanzaban su desafío ante la comunidad negra: David Nelson preguntaba “Are You Ready Black People?” mientras Gylan Kain sentenciaba “Niggers Are Untogether People”. Aquel día, los tres hombres se convirtieron en los Last Poets. “Yo era el pequeño del grupo”, declaró Oyewole a Perfect Sound Forever. “Kain era el poeta más grande, más intenso, que había escuchado en mi vida, sobre todo al tratar la cuestión de la palabra nigger y dejar claro lo perjudicial que era para nosotros seguir empleando ese término”.
Los tres hombres subieron al escenario en el Marcus Garvey Park interpretando un canto que Oyewole había oído en una transmisión sobre una manifestación en la Universidad Howard. “¿Están listos, niggers?”, preguntaban. “Hay que estarlo”. Enseguida la multitud se puso a cantar al unísono. “Estar listo” era una de las contraseñas del momento. ¿Para qué? Para la revolución, claro está. Los Last Poets se agruparon durante un período en la historia de la Norteamérica negra en que no parecía haber límite para los cambios venideros. “No había duda sobre si se iba a producir o no”, escribe Oyewole. “La revolución era inevitable”. Y se esperaba que los artistas se unieran al esfuerzo de propaganda. “Todo el arte debe reflejar la revolución negra”, declaraba Ron Karenga de la formación nacionalista negra US Organization, “y todo arte que no trate de la revolución ni contribuya a ella es inválido”. Comparado con la onda revolucionaria algo veleidosa de los grupos blancos de rock, esto era un empeño serio. Los Last Poets se bautizaron así tras leer el poema “Towards A Walk in the Sun”, en que el poeta sudafricano asentado en Estados Unidos K.William Kgositsile sostiene que la lucha contra el opresor acabará haciendo del arte algo irrelevante: “El único poema que escucharán será la punta de la lanza rotando en el tuétano perforado del villano”. “Así pues”, extrapolaba David Nelson, “nosotros somos los últimos poetas del mundo”. Los Last Poets, al igual que los Watts Prophets y Gil Scott-Heron, se nutrían del cruce de las dos formas artísticas más radicales de la Norteamérica negra: la poesía y el jazz. El más celebrado y controvertido poeta del Poder Negro era Amiri Baraka, bautizado como LeRoi Jones. Tras el asesinato de Malcolm X, abandonó a su familia blanca y a los amigos poetas de la esfera beatnik y se trasladó a Harlem, donde fundó el Black Arts Repertory Theatre. Su poema de 1965 “Black Art” era un vigoroso manifiesto en pro de la poesía negra como munición intelectual: “Queremos ‘poemas que maten’/ Poemas asesinos”. La composición resulta perturbadora por su truculenta misoginia, su antisemitismo y su ensañamiento verbal, que anticipa el controvertido discurso sobre el poder del hiphop radical de 20 años después, donde el oprimido se convierte en opresor. (En Confesiones de un antiguo antisemita (1980) repudió tales sentimientos, que atribuyó a su pasada pretensión de “convertirse en un ultramilitante”). Muchos poetas negros jóvenes respondieron a su llamada para un nuevo estilo de verso guerrero. «Estaba rebasando los límites”, dijo Oyewole a Perfect Sound Forever. “Fue una influencia mayúscula y un verdadero mentor para los Last Poets”.
Si hubiera que adaptar una banda sonora a las ideas que asomaban tras “Black Art”, en 1965 contábamos con el jazz vanguardista de John Coltrane, Ornette Coleman, Archie Shepp y Albert Ayler; Baraka llegó incluso a grabar una versión jazz del poema con el batería Sunny Murray. Shepp, un saxofonista prodigioso que había homenajeado a Malcolm X en la estremecedora “Malcolm, Malcolm-Semper Malcolm”, le contó a Nat Hentoff del New York Times: “El jazz es producto de los blancos, los nenazas, tantas veces enemigos míos. Y es obra de los negros, mis paisanos. Con ello quiero decir que ustedes poseen la música y nosotros la hacemos. Yo toco acerca de mi muerte por obra tuya. Me extasío con la vida a tu pesar. Eso es de lo que trata la vanguardia. No somos meros jóvenes enojados: estamos coléricos y ya era hora”. El jazz y la poesía fueron más lejos y más a fondo de lo que la Motown haría jamás. Visto que las voces de protesta de la música soul estaban firmemente asentadas en la industria musical, ceñidas a factores como el espacio de emisión en antena y la tolerancia de los fans por determinada retórica, hasta sus letras más atrevidas palidecían ante los gritos de guerra de Eldridge Cleaver. Del mismo modo en que Sweet Sweetback’s Baadasssss Song (1971) de Melvin Van Peebles inventó un cine negro sin ataduras que funcionaba fuera de Hollywood, la nueva camada de poetas orales negros soltaba mensajes ajenos a consideraciones comerciales. Larry Neal, uno de los aliados de Baraka en el Black Arts Movement, solía mantener acaloradas discusiones sobre la necesidad de un letrista negro auténticamente radical: “Imagina que James Brown leyera a Fanon”. Los nuevos orfebres negros de la palabra eran en cierto modo una respuesta.
Durante sus primeros meses juntos, los Last Poets se alinearon enseguida junto con la vanguardia revolucionaria. Recitaban en actos de los panteras e invitaban a poetas de la organización a actuar en su taller de poesía East Wind de la calle 125. Aquel verano, el director Herbert Danska filmó a tres de los Last Poets –Nelson, Kain y el recién incorporado Felipe Luciano– rimando en las calles y tejados de Harlem. La filmación Right On! sería celebrada por el productor Woodie King Jr. como “la primera película totalmente negra” que no hacía “concesiones de lenguaje o simbolismo al público blanco”. Sin embargo, para cuando se estrenó en 1970, las cosas se habían complicado. Los tres protagonistas de la película se separaron y pasaron a llamarse los Original Last Poets, dejando a Oyewole con el percusionista Nilija. “Queríamos contar con un grupo de hombres de distintas mentalidades, que no todos pensaran lo mismo, pero con una ideología similar como para compartir escenario”, dijo Oyewole. “Eso demostró ser, con mucho, la prueba más ardua”. Un día, no obstante, la pareja recibió a un visitante importante en East Wind, un joven duro de Ohio llamado Umar Bin Hassan. Hassan había crecido en las casas baratas de Elizabeth Park, un crudo vecindario del norte de Akron. De adolescente, en 1966, había participado en los disturbios raciales de Hough, se había enfrentado a la Guardia Nacional en las calles de Cleveland y se había hecho seguidor del nacionalista negro local Ahmad Evans. Al ver a los panteras en televisión marchando hacia Sacramento, dijo: “Aquella movida me puso como una moto... ¡Me enamoré inmediatamente de aquellos hermanos!”. El detonante que lo indujo a escribir poesía fue la foto de una revista en que aparecía Amiri Baraka, arrestado, sangrando y vendado, después de los disturbios de 1967 en Newark, con el siguiente pie de foto: “Machaca esas gelatinosas caritas blancas”.
En febrero, Hassan se trasladó a Nueva York y se presentó ante los Last Poets, a los que había conocido el año anterior en un festival en Ohio. Oyewole le encontró un sitio donde quedarse y lo invitó a aparecer con él en un espectáculo. “Tenemos aquí a un hermano de Ohio”, anunció Oyewole al público. “Ustedes deciden si es un Last Poet”. Después de que Hassan interpretara dos de sus poemas, el típicamente combativo “Nigger Town” y “Muthafucka”, la gente gritó: “¡Sííí, que sea un Last Poet!”. Unos meses después los Poets reclutaron a otro miembro, un antiguo paracaidista convertido al islam llamado Jalal Mansur Nuriddin, y fue esta formación la que grabó el álbum de 1970 The Last Poets.
“Jalal estuvo a punto de no entrar en el grupo”, reveló Oyewole a Perfect Sound Forever. “No le gustaba a nadie. Todo lo que decía era en rima. Todo el puto día rimando. No te hablaba a menos que no rimara. Pero la verdad es que soy tolerante”. El primer verso que se oye en The Last Poets es de Oyewole: “Ya veo que nos vamos quedando sin tiempo”. A su espalda, los compañeros entonan un cántico siniestro, “tictac, tictac”. El efecto, que apuntala el álbum entero, se va haciendo claustrofóbico. Cada uno de los temas corresponde a uno de los Poets, y el resto lo apoya cantando, aullando, susurrando, resollando, gimiendo y creando de este modo un ambiente de intensidad apremiante: hay demasiado que decir y poco tiempo para decirlo. Norteamérica está en el punto de mira (“la estatua de la Libertad es una prostituta”), pero también lo están los negros indolentes y ajenos a la revolución: los niggers. Este término ya iba penetrando de puntillas en la música soul hacia 1970, pero aquí se acribilla con él y cada “g” se pronuncia como un balazo: “Niggers Are Scared of Revolution” [Los niggers temen a la revolución], “Wake Up, Niggers” [Despierten, niggers]. El álbum relata una serie de exigencias a la que sólo el más revolucionario de los negros podría aspirar, un ultimátum sin concesiones concebido para sacudir la complacencia de los oyentes. Según el escritor negro Darius James, el disco “arrojó una bomba sobre los tocadiscos de la Amérikkka negra. Los hijoputas huyeron despavoridos. Nadie estaba preparado”.
No había, claro está, esperanza alguna de copar espacio en antena, pero “Wake Up, Niggers” llegó a cierta audiencia sofisticada cuando se incluyó en la banda sonora de Performance, la película de Nic Roeg protagonizada por Mick Jagger. Aquello venía a ser un frío zarpazo de realidad en el ambiente aislado y velado por las drogas de una estrella del rock, reflejaba el contraste real entre el desapego decadente de la aristocracia roquera y la fiera avidez de los militantes negros. El álbum entró en los primeros treinta de las listas gracias al boca a boca, una gesta memorable. También atrajo la atención del Programa de Contrainteligencia (COINTELPRO), la sección de espionaje del FBI que, desde 1956, había estado supervisando, infiltrándose, acosando y saboteando a grupos “subversivos”, especialmente a los movimientos por los derechos civiles y contrarios a la guerra. Tan pronto como salió el álbum, el grupo se vio sometido a nuevos cambios. Nuriddin quería ser una estrella como su héroe Miles Davis y Oyewole ya estaba harto de poesía. “Empecé a sentir que un poeta era una patética estampa de revolucionario”, recordaba.
En primera instancia, se unió al Harlem Committee for Self Defense, una rama de los Panteras Negras. Luego, en la Universidad de Shaw, se juntó con los estudiantes radicales. Oyewole y un amigo robaron algunas armas de fuego para asaltar a algunos miembros del Ku Klux Klan local, lo que desencadenó su persecución, arresto y reclusión de casi cuatro años en la cárcel. Así terminó la aventura revolucionaria de Oyewole. “Por entonces, quería que todo ardiera y ver a gente ahorcada”, declaró a Perfect Sound Forever. “Quería ver disturbios. Lo que me detuvo en seco fue un tipo que vino a hablar a uno de nuestros foros: ‘No puedes ser un revolucionario hasta que no sepas en qué mundo quieres que viva tu hijo’. Esta gente aspiraba a otra noción de las cosas”.
El poema más asombroso de Oyewole era “When the Revolution Comes” (1970), en el que imaginaba “pistolas y rifles... reemplazando a poemas y ensayos” y “centros culturales negros” como “fortines que suministran armas y comida a los revolucionarios”. “Ahí estaba yo, en la vanguardia de esta gran revolución pendiente”, recordaba Oyewole. “Pensé: ‘¿Cómo puedo ser un catalizador para este Armagedón?’. Me preguntaba cómo podría decir algo que no se hubiera dicho antes”. Con todo, se mostraba terriblemente escéptico sobre la preparación de la gente para un alzamiento de ese estilo: “Hasta entonces, tú y yo sabemos que los niggers se dedicaban
a la juerga y la mandanga”. Sea como fuere, el primer verso produjo su impacto en otro joven poeta negro, Gil Scott-Heron: “When the revolution comes, some of us will probably catch it on TV / With chicken hanging from our mouths” [cuando llegue la revolución, probablemente algunos lo veremos por la tele/ con el pollo colgando de la boca].
Gil Scott-Heron había nacido en Chicago en 1949 y pasó su infancia con su abuela en el Tennessee rural, donde ya tocaba el piano a los 4 años y escribía historias de detectives hacia los 11. A los 13 se trasladó al Bronx para vivir con su madre y consiguió una beca para la prestigiosa Fieldston School. En el instituto escribió un trabajo sobre Langston Hughes, quien lo alentó a que se inscribiera en su propia alma máter, la Universidad Lincoln de Pensilvania. Allí hizo amistad con un estudiante más joven y musicalmente dotado llamado Brian Jackson, con quien formó una banda de nueve miembros, Black and Blues, el comienzo de una larga y fructífera alianza creativa. “Nos enrollamos enseguida”, le dijo Jackson al escritor James Maycock. “Pensé: ‘Hay que ver lo bueno que es este tío con las palabras’. E imaginé que si la música salía bien, podríamos atraer a la gente para que nos escuchara”. Scott-Heron se descolgó un año de la universidad para volver a Nueva York y escribir su primera novela, un thriller urbano de contenido social titulado The Vulture. Nunca regresó a Lincoln para licenciarse porque se le fueron presentando oportunidades más estimulantes.
Después de escribir una segunda novela, The Nigger Factory, ambientada en una universidad negra, y un libro de poemas, Small Talk on 125th and Lenox, entró en contacto con Bob Thiele, cuya flamante discográfica Flying Dutchman estaba asociada con la editorial que publicaba a Scott Heron. Thiele no tenía presupuesto para financiarle una grabación musical entera, pero dio a Scott-Heron la oportunidad de interpretar sus poemas de Small Talk como un recital con el respaldo de tres percusionistas (Jackson, que seguía estudiando en Lincoln no estaba disponible). Las apasionadas palabras impresas en la carátula junto a la imagen de un joven flaco e intenso apoyado en un portal del gueto prometía: “Gil Scott-Heron te lleva al seno de lo negro... La suya es la voz del nuevo hombre negro, subversivo y orgulloso, que reclama ser escuchado, al anunciar su destino: ‘¡Ya estoy aquí!’”.
Scott-Heron pretendía desde el comienzo aportar una nueva dimensión a la música negra. “La experiencia negra se da en 360 grados”, declaró a Sheila Weller de Rolling Stone. “Pero la que sigue cantándose sin parar es siempre la misma: sexo y amor, amor y sexo”. Estaba igualmente seguro del estilo que deseaba, inspirado por Baraka y, remontándose más atrás, por la tradición africana occidental del bardo errante, o griot. “Me parecía una solución práctica en un mundo donde muy pocos de los nuestros pueden leer con el tipo de percepción interpretativa que requiere la poesía”, explicó.
Entre sus fuentes de inspiración citó a Langston Hughes, Huey Newton, John Coltrane y Nina Simone: “Era negra antes de que ser negro estuviera de moda”.
Si los Last Poets exhibían la fuerza teatral propia de actores o predicadores, Scott-Heron era más bien un rapsoda. La grabación en vivo de Small Talk on 125th and Lenox está sazonada con la agradable cháchara y hay risas satisfechas del público, a la vez que Scott-Heron canta tres temas al piano, desplegando un registro doliente de tenor que contrasta vivamente con su voz áspera y sardónica. Subraya también la necesidad de contar con un hogar estable y una buena educación por encima de la retórica revolucionaria, y regaña a los radicales de boquilla por amenazar a otros negros con el fuego del infierno maoísta (“Brother”») o advierte a “un paliducho hijoputa del SDS” con que “vaya a buscarse su revolución” (“Comment #1”). “Whitey on the Moon” [Blanquito en la Luna] hace hincapié en la realidad más prosaica: “No puedo pagar la factura del médico/ si blanquito se va a la luna”. Pero el clímax indisputable del álbum es el poema que acabaría por ensombrecer a todo el resto: “The RevolutionWill Not Be Televised” [La revolución no será televisada]. Al ver que funcionaba lo bastante bien como para costear un segundo álbum, Scott-Heron decidió dar un nuevo formato a su mejor tema. Jackson había sido expulsado de Lincoln por protestar contra el carácter eurocéntrico del programa de estudios, y estaba libre para aportar sus prodigiosas dotes de arreglista y compositor de canciones. Así pues, Pieces of a Man (1971) era un espécimen completamente distinto. De pronto, el “nuevo poeta negro” estaba cantando canciones de souljazz delicadamente matizadas como el relato de drogadicción “Home Is Where the Hatred Is” y la celebratoria “Lady Day and John Coltrane”, con toda una banda de acompañamiento.
El único poema del disco era el retocado “Revolution”, ahora enriquecido con unos graves acechantes y vigorosos y una garbosa flauta que concedían mayor autoridad a las palabras de Scott-Heron y las hacían más seductoras, al tiempo que aireaban su taimado sentido del humor. El tema trataba de la revolución mental, no armada. “Era una sátira”, le dijo más tarde al escritor Rob Fitzpatrick. “La gente argumentaba que era un mensaje militante, pero ¿cuán militante puedes ser cuando estás diciendo ‘La revolución no te va a hacer adelgazar dos kilos’?”
Scott-Heron despliega la imagen de los Last Poets sobre una revolución sin anuncios como un periplo alucinatorio y caleidoscópico de la cultura popular blanca con apariciones de Nixon, Agnew, Steve McQueen, Jackie Onassis y los Beverly Hillbillies. El lenguaje de la publicidad y de los telediarios es satíricamente manipulado con certera precisión: el propio Scott-Heron resulta un locutor muy persuasivo. Abundan los dobles sentidos: la telenovela infinita Search for Tomorrow contrasta con “Black people... looking for a brighter day” [negros en busca de tiempos mejores]. Y concluye: “La revolución no será una reposición, hermanos/ la revolución será en vivo”. Aunque no era la primera canción que atacaba el poder alienante de la televisión (Frank Zappa ya lo hizo en 1966 con “Trouble Every Day”, inspirada en los disturbios de Watts), aquélla era la primera que explotaba el lenguaje del medio contra sí mismo, dándole la vuelta a banalidades trilladas de cartón piedra para convertirlas en nuevos y subversivos mensajes. La canción acabaría definiéndolo por encima de todo el resto, lo cual acabó siendo un cierto engorro. “La canción que la gente decide pegarte, aquélla con la que te identifican, impide a menudo descubrir las otras”, le dijo a Fitzpatrick. El formato oral, recitado, atrajo a artistas que deseaban trascender las proclamas. “Tienes que ser capaz de percibir las cosas con claridad, en profundidad tanto como superficialmente”, reveló Scott-Heron a NME. “Si estás tratando de que la gente piense, algo que indudablemente [James Brown] pretendía, tienes que procesar tu propia información: de otro modo resulta terriblemente evidente que no has hecho los deberes”.
El autor llamaba a sus álbumes “kits de supervivencia en versos”. “En ocasiones pensaba que era algo descarnado, como si le arreara a la gente en la cabeza con todo eso”, le dijo Jackson a James Maycock, “pero, ¿sabés? A veces eso es bueno”.
Fue un momento de auténtico boom discográfico de la poesía oral negra, con y sin acompañamiento musical. El sello Black Forum de la Motown editó discos de King, Carmichael, Baraka y la pantera negra Elaine Brown, entre otros. Nikki Giovanni presentó en televisión (WNET) el programa Soul! entre 1970 y 1972, con invitados como los poetas Baraka y Gylan Kain, los políticos Louis Farrakhan y Jesse Jackson o las celebridades Muhammad Ali, Bill Cosby y Sidney Poitier. Giovanni ya era una poeta con libros publicados cuando grabó Truth Is On Its Way (1971), un híbrido de poesía y góspel, con el Community Choir de Nueva York.
Aquel mismo año, los diezmados Last Poets lanzaron su segundo álbum, This Is Madness, con un severo aviso. “Si eres blanco, te vas a cagar de miedo con este disco”, se leía en mayúsculas, blanco sobre negro; “si eres negro, se va a cagar el nigger que hay en vos”.
En el distrito de South Central de Los Ángeles hizo su debut una alianza igualmente enérgica de poetas.
El Watts Writers Workshop había sido fundado por Budd Schulberg, guionista de Nido de ratas y Un rostro en la multitud, tras los disturbios. En aquella época, muchos jóvenes negros acudieron a Watts para sumarse a una nueva tendencia artística, al tiempo que afluía dinero de fundaciones benéficas, agencias gubernamentales y medios progresistas de Hollywood. En 1966, uno de los recién llegados fue el texano Amde Hamilton, también recién salido de la cárcel tras cuatro años de internamiento por posesión de drogas. Se asomó al taller porque estaba sin trabajo y tenía que comer. “La gente de Watts eran los últimos desheredados, incluso los últimos entre la comunidad negra. Éramos los más pobres, los más desfavorecidos. El taller era un lugar donde venía la gente a expresarse. Se cantaba, se bailaba, se actuaba, se escribía”.
Hamilton conoció a dos jóvenes poetas: Richard Dedeaux, un aspirante a actor de Luisiana, y Otis O’Solomon, originario del sur profundo. A pesar de las reservas iniciales sobre sus estilos dispares (“Anthony [Amde Hamilton] salía y se ponía a hablar sobre destripar el mundo, y nosotros tratábamos de apañarlo un poco”, contaba Dedeaux), decidieron reunirse para participar en un concurso de talentos en el Inner City Cultural Centre. Se llamaron Watts Fire hasta que una poeta que compartía cartel con ellos los rebautizó como los Watts Prophets. Ganaron el segundo premio y empezaron a organizar lecturas por todo el país, en escuelas, cárceles, parques, clubs nocturnos, viviendas sociales; con todo, su combativo mensaje no era fácil de vender. Tras una actuación en un club, el propietario le espetó a O’Solomon: “Chicos, van a ganar un montón de dinero, pero no en este club”.
“Lo que hacía tan diferentes a los Watts Prophets era lo visuales que resultábamos”, le dijo Hamilton al escritor Brian Cross. “Cada poema era para nosotros una obra en sí y cada poeta colaboraba para que así fuera. No nos limitábamos a estar sobre el escenario o a caminar arriba y abajo... lo representábamos”. El teatro era un pilar de su enfoque y el jazz otro más. “El tipo de enfrente puede soplar un solo a su aire, improvisando, y los tipos de atrás lo acompañan, como una sección rítmica”, explica Hamilton. “Era como si Charlie Parker se encontrara con Dizzie y Monk: quizá no tengan nada preparado, pero todos saben qué deben hacer”.
Al principio, los Prophets eran ajenos al trabajo similar que ejecutaban los Last Poets. “Nosotros no los conocíamos y ellos no nos conocían a nosotros”. dice Hamilton. “Ellos estaban en el este y nosotros en el oeste. Ellos hablaban de los blanquitos y la revolución, nosotros hablábamos de nosotros. No tratábamos de ser revolucionarios, tratábamos de salvar a nuestra comunidad”. Cuando Laugh Records, “hogar” del cómico Richard Pryor, supo de los Last Poets, fundó una filial, ALA Records, para sacar una compilación de poemas del Watts Writers Workshop. The Black Voices: On the Streets of Watts (1969) incluía a cuatro poetas, que debían grabar tres poemas por cabeza, pero Hamilton andaba tan sobrado y vehemente que acabó dominando la grabación con nueve.
De hecho, interpretó con tal energía que acabó lesionándose la espalda y tuvo que declamar su contribución final tumbado en el suelo. En contraste con las otras aportaciones más declaradamente poéticas y de un cariz más jazzístico, Hamilton suena como un profeta arrebatado y fatídico del Juicio Final: poemas que matan. En sólo seis segundos, “The Meek Ain’t Gonna” es una declaración de intenciones al estilo rap pandillero 20 años antes de que el fenómeno eclosionara. “The meek ain’t gonna inherit shit” [los mansos no heredarán una mierda], escupe Amde, “cuz I’ll take it!” [¡porque
lo tomaré yo!]. En 1970, los Prophets demostraron su popularidad actuando durante 18 semanas seguidas en Maverick’s Flat, un club influyente de Creenshaw Boulevard. Tras pulir sus habilidades mediante actuaciones día y noche, grabaron su primer álbum, Rappin’ Black in a WhiteWorld (1971), en una sola toma, con acompañamiento musical de la antigua compositora de la Motown Dee Dee McNeil. Los poemas, la mayoría de los cuales no superan los dos minutos, se funden en una pieza compacta. Pueden ser de una belicosidad exacerbada: “AmeriKKKa” secuestra a JFK y lo descoloca tergiversando su propia consigna, “No preguntes lo que puedes hacer por tu país sino qué coño ha hecho éste por ti”. Pero los mejores momentos, especialmente la suite de cuatro canciones al piano “What Is a Man”, reclaman una modalidad de relato más personal. “Nos dedicábamos a vomitar”, afirma Hamilton. “Nos dolía el estómago, pero no era sólo rabia: aquello estaba muy relacionado con el amor y con
tratar de comprender qué nos estaba sucediendo”.
Comprensiblemente, las audiencias se mostraban divididas. “Los blancos nos temían, los intelectuales negros se avergonzaban”, recordaba Richard Dedeaux ante el escritor Jeff Chang. “Y-interrumpió Amde Hamilton-, ¡las bases nos adoraban!” En 1971, el público negro ya estaba preparado para recibir a voces nuevas, ásperas.
El nuevo icono de la revolución del Poder Negro no era siquiera una persona real. Su nombre era Sweetback y era la estrella del primer gran éxito cinematográfico negro en Norteamérica, Sweet Sweetback’s Baadasssss Song. Melvin Van Peebles, el hombre de 37 años que escribió, dirigió, montó, musicalizó y protagonizó la película, estaba aplicando su propio manifiesto de Guerrilla Cinema, cuya primera parte rezaba: “Nada de rajarse. Yo quería un film triunfante. Un film con el que los niggers pudieran caminar con la cabeza bien alta sin temer mirarse a los ojos”.
Van Peebles dedicó su película, un homenaje a la hombría negra clasificado X, a “todos los hermanos y hermanas que ya estaban hartos del sistema”. Entre sus actos de sacrilegio cultural estaba el empleo de célebres canciones por la libertad como fondo musical de la seducción del apenas púber Sweetback por parte de una mujer madura. Al estrenarse en abril de 1971, el diario de los musulmanes Muhammad Speaks la condenaba como “una visión informe, aberrante, supremacista blanca, insensata, salvaje, inhumana de la gente negra”, pero el pantera negra Huey Newton se sintió seducido por su enfoque radical e instaba a sus hermanos a ver la “primera auténtica película revolucionaria negra”. Y muchos siguieron su consejo: fue el mayor taquillazo de una película independiente de la historia. Quizá Newton envidiara la capacidad de Sweetback para metérsela doblada al sistema y salir victorioso. Su propia vida estaba
demostrando ser bastante más problemática. La condena de Newton por homicidio había sido anulada el año anterior por un tecnicismo y salió libre bajo fianza hasta la celebración del nuevo proceso, el 5 de noviembre de 1970. Una multitud de diez mil personas saludó la liberación de su héroe con júbilo desatado. Newton, con todo, regresaba a un partido muy distinto al que dos años antes había dejado atrás. Durante su reclusión, la militancia en los panteras negras había menguado entre el rencor de las luchas intestinas, avivado por las jugarretas de la sección COINTELPRO del FBI. A pesar del impacto vigorizante que supuso la liberación de Newton, sanar las heridas del partido era una tarea ardua, y Newton, desgarrado por la paranoia y por expectativas imposibles, no era el hombre apropiado para esa tarea. Incluso antes de su liberación, se había creado enemigos en la formación a partir del caso de George Jackson. Condenado por asalto a mano armada cuando tenía 18 años, Jackson se había convertido en un radical notorio durante su encarcelamiento: fundó la Marxist Black Guerrilla Family y se unió a los panteras. Durante su estancia en la prisión de Soledad, California, en enero de 1970, fue acusado de asesinar a un carcelero blanco como venganza por las muertes de tres reos negros. Él y otros dos prisioneros acusados del asesinato pasaron a ser conocidos como los Soledad Brothers, al tiempo que los escritos de Jackson redactados durante su confinamiento en solitario lo convirtieron en una celebridad internacional.
Mientras esperaba juicio, su hermano Jonathan, de 17 años, concibió un plan quijotesco para liberarlo. Desde su exilio en Argel, Eldridge Cleaver prometió una remesa de armas para habilitar el plan de Jonathan mediante la captura de rehenes que intercambiarían por su hermano, que luego sería trasladado a Cuba en un avión secuestrado. A Newton el plan le pareció ridículo y retiró el apoyo de los Panteras. Imperturbable, Jonathan Jackson siguió adelante gracias a las armas propiedad de la profesora de UCLA Angela Davis y acabó reteniendo a varios rehenes en los juzgados del condado de Marin. El tiroteo que se produjo acabó con las vidas de Jackson, de otros dos reos huidos y del juez Harold J. Haley, y hubo tres heridos.
Algunos Panteras imputaron la muerte de Jackson no a su propia temeridad, sino a la cobardía de Newton. Más tarde, Newton perdió el apoyo de las bases al negarse a aplicar medidas disciplinarias contra el errático e interesado David Hilliard, que en su ausencia había dirigido (y hecho naufragar, según algunos) el partido. De hecho, Newton parecía más interesado en las sobras del famoseo que en los retos del liderazgo. Cortejado por progres de Hollywood, el hombre se aficionó al coñac, la cocaína y las groupies. ¿Seguía siendo éste el hombre cuyo icónico retrato disfrazado de guerrero adornaba aún tantas paredes? ¿Éste era el hombre al que se había confiado liderar la revolución? En febrero de 1971, miembros de Panther 21, un brazo del partido que esperaba juicio por conspiración por atentar contra edificios y asesinar a policías en Nueva York, escribió una carta abierta alabando a los Weatherman por su apoyo y acusando a la dirección de los Panteras de “delirio, sadomasoquismo, arrogancia, fanatismo, dogmatismo, provincianismo, rigorismo y miedo”. La respuesta de Newton fue la expulsión de Panther 21.
Los Panteras desencantados con Newton se dirigieron a Eldridge Cleaver. El FBI enconó las tensiones por medio de cartas falsificadas que enviaba a Cleaver, como si fueran de los militantes, en las que se lo apremiaba a tomar el control. En marzo, Newton apareció en un programa matinal, AM San Francisco, para hablar del Intercommunal Day of Solidarity que los panteras iban a organizar en el auditorio de Oakland, y entonces el polvorín explotó. Al teléfono desde Argel, Cleaver destripó el liderazgo de Hilliard y exigió que Newton readmitiera a los Panther 21. Furioso ante el desafío a su autoridad, Newton expulsó a Cleaver y éste, a su vez, expulsó a Newton y a la dirección de Oakland. A grandes rasgos, las secciones de la Costa Este respaldaban a Cleaver, mientras la Costa Oeste seguía fiel a Newton, lo que desencadenó una guerra fratricida. A pesar de la ofensiva zalamera de Newton, que se centraba en asistencia sanitaria gratuita y programas de alimentación, así como en el activismo político, la militancia abandonaba el partido en masa. En cuanto a George Jackson, murió de un disparo en la cárcel de San Quintín el 21 de agosto. Las autoridades penitenciarias adujeron que había muerto durante un intento de huida en el que también murieron tres guardias y dos prisioneros blancos. Los defensores de Jackson lo consideraron un asesinato político. En cualquier caso, había desaparecido otro icono revolucionario negro. Por otra parte, Ron Karenga, de U. S. Organization, fue encarcelado por torturar a dos seguidoras, el FBI cerró el complejo en Mississippi de la separatista Republic of New Afrika y estaba aún por llegar el colofón traumático de un año aciago.
El 9 de septiembre, unos mil reclusos de la penitenciaría de Attica, en el estado de Nueva York, se amotinaron y tomaron el control de la cárcel, reteniendo a 38 guardianes y funcionarios como rehenes. Tras cuatro días de negociación, la policía del estado tomó Attica durante un sangriento asalto que dejó 26 prisioneros y 9 rehenes muertos. Una comisión de investigación apuntó que aquélla había sido la peor jornada de violencia entre norteamericanos desde las masacres de indios de finales del siglo XIX. La comisión advirtió que, sin una pronta reforma, los enfrentamientos no tardarían en reproducirse: “Attica es todas las cárceles y todas las cárceles son Attica”.
Quizá Sweetback se saliera con la suya luchando contra el sistema, pero, en el mundo real, George Jackson, los amotinados de Attica y los panteras negras restantes y reñidos, no iban a ver revolución alguna ni por televisión ni de ningún otro modo.
Aunque el programa de contrainteligencia fue desmantelado en abril de 1971, el gobierno continuó supervisando a los artistas negros con otros medios a lo largo de la década. Sin que ellos lo supieran, un empleado negro del Watts Writers Workshop, Darthard Perry, resultó ser un informador apodado Othello; Amde Hamilton, para gran consternación suya, había sido quien lo había contratado. Años después, en una interesante entrevista televisiva, Perry reveló toda la atención que la agencia dedicaba al arte en la comunidad negra. “Puedes aprovechar su cultura y utilizarla en su contra”, dijo subrayando que el archivo del FBI en materia de libros, vídeos y discos afroamericanos excedía al de una bien equipada biblioteca de Harlem. Su supervisor blanco en el FBI, según dijo él, “podía nombrar algunas grabaciones de Miles Davis que yo desconocía, y podía citar libros que yo ni siquiera sabía que pertenecieran a la cultura negra”. En 1975, Perry se coló en el taller con dos latas de queroseno y una bengala y le prendió fuego. “Me afectó mucho”, admitió con expresión indescifrable. “Adoraba aquel teatro. Yo construí el escenario”.
Después de Rappin’ Black in a White World, los Watts Prophets no pudieron encontrar una discográfica en la que sacar la secuela, Hey World, y ya no lanzarían un álbum juntos hasta 1997. “Nuestro objetivo consistía en abrir una vía de expresión para gente que no la tenía y cosechamos un gran éxito en la tarea”, declara Hamilton. “Pero no ganamos ni un centavo”. Los Last Poets, dirigidos ahora por Nuriddin, siguieron adelante, aunque Hassan se largó en 1975. “Primero, empecé a pasar cocaína, luego a tomarla y entonces me hice adicto. Era ya una época en que no quería seguir siendo un Last Poet, pero tampoco me podía salir. Solía dar lecturas de poesía en fumaderos de crac. Alguna gente decía ‘¿vos no serás...?’.”
El propio Scott-Heron perdió varios años por culpa de las drogas en las décadas siguientes, pero en los años setenta gozó de una racha creativa. Existen muchos motivos por los que prosperó de un modo en que ni los Last Poets ni los Watts Prophets pudieron: contaba con un socio musical fiable, el respaldo de una gran discográfica y con un estilo bastante más flexible y armónico. Además, en tanto que los otros grupos estaban inextricablemente ligados al mundo del Poder Negro, Scott-Heron evolucionó hacia cuestiones más variadas como el Watergate (“H2Ogate Blues”), el apartheid (“Johannesburg”) o la inseguridad nuclear (“We Almost Lost Detroit”). “Tenés que hacer que se oiga tu voz”, le dijo a Rob Fitzpatrick. “Hay una diferencia entre ser un pianista de Tennessee y librar una cruzada internacional a favor o en contra de lo que sea. No era eso lo que yo trataba de hacer”.
A medida que la llama revolucionaria menguaba, Scott-Heron captó perfectamente la sombría realidad de la vida en los centros urbanos de Norteamérica: como anunciaba su álbum de 1974, era Winter in America [invierno en Norteamérica].