En la primeros minutos de esta película una chica abre las cadenas del portón una vieja mansión en algún lugar de la campiña francesa. La casa está vacía, deshabitada y la chica entra y se queda a pasar la noche allí. Una protagonista desatando cadenas, abriendo un portal para quedarse sola: algo de esto nos introduce en el mundo de Personal Shopper, la última película de Olivier Assayas. Después de su paso por la selección oficial del New York Film Festival, el Festival Internacional de Toronto, el Festival de Cannes y el Festival de Cine de Mar del Plata, se estrena esta semana en Buenos Aires. Ha cosechado elogios por todos lados, aunque su proyección en el más prestigioso festival francés no fue bien recibida: las crónicas cuentan que hubo silbidos en la función de prensa, tras lo cual Assayas, inmutable, criticó el tipo de cine de “compromiso social” que siempre encandila a Cannes y se fue para su casa, llevándose nada menos que el premio a Mejor Director. Raro. Es que Personal Shopper es una película que juega con la ambigüedad en más de un sentido. Coquetea con el cine de género, provocando que algún espectador desprevenido pueda creer que se trata de una película de fantasmas. Aunque no lo sea. O sí lo sea, pero de un modo singular.
Hay que tener en cuenta que la protagonista es Kristen Stewart, la estrella pálida y fría de la saga Crepúsculo. Su sola presencia connota sucesos sobrenaturales. La película la tiene como centro de casi todas sus imágenes, otorgando al conjunto una textura bella y distante que produce chispas con la sugestión que también se propone. No es la primera vez que Assayas trabaja con Stewart –ya lo había hecho en Clouds of SilsMaria– ni con una diva extranjera como protagonista –ya lo había hecho varias veces con Maggie Cheung–. Tampoco es la primera vez que se sumerge dentro de los códigos de un género cinematográfico para pervertirlo. Es, de hecho, una de sus principales marcas como autor. Assayas es un cinéfilo declarado: antes de dedicarse a dirigir escribió crítica en Cahiers du Cinéma, la revista fundadora por así decir, del concepto de cinefilia. Así es que no debería sorprender que se haya propuesto indagar en el clima de una película de terror, para una vez allí señalar algunas cosas.
En el filme Stewart es Maureen, una estadounidense que vive en París y trabaja para una celebrity insoportable que solo aparece en planos lejanos dando órdenes por teléfono mientras hace estiramientos de yoga. Maureen, como anticipa el título, es su personal shopper, por lo que viaja por toda Europa –París, Londres, Milán– visitando a los diseñadores y marcas más exclusivas, para comprar vestidos y accesorios de lujo para su empleadora. Se pasea por entre percheros inmaculados, eligiendo prendas bellísimas que como una cenicienta contemporánea apenas se permite apoyar sobre el cuerpo para vislumbrar algo de esplendor. Una de las reglas de oro de su trabajo es no probarse los vestuarios. Y hasta cierto punto es cumplida.
Los sucesos sobrenaturales no tardan en llegar. Es que Maureen tiene la habilidad psíquica para comunicarse con espíritus. En el comienzo de la película, ella pasa la noche en esa mansión tétrica con la esperanza de encontrarse con algo. Ese es el motivo por el que está en Paris resistiendo una jefa tiránica y un trabajo vacío. Es en esa ciudad donde murió hace pocos meses su hermano gemelo Lewis, dejándole la promesa de darle alguna señal desde el otro lado. Es eso lo que ella está buscando mientras recorre lentamente los oscuros rincones de esa casa pronunciando su nombre en voz alta. Assayas deja estas escenas sin música y las hace durar largos minutos. La tensión es tan extensa y morosa que se vuelve ciertamente lánguida, una rara experiencia estética. Pero entre pasos que hacen crujir la madera una presencia se revela y demuestra que lo que Maureen busca no es un producto de su imaginación. En ese sentido la película se pronuncia: no estamos solo frente a una búsqueda de clima, sino inmersos en un extraño caso de filme de terror. Los espíritus están, acechan, como imantados por las oscuras ojeras de la protagonista.
La historia va a avanzar hacia esa zona tenebrosa, con una escena cúlmine en la que lo ominoso se presentifica a través de una catarata de mensajitos de celular que llegan desde un remitente desconocido. Pero lo fantasmático atraviesa todos los órdenes de la película. La protagonista está el 90 por ciento de su tiempo sola y rodeada de elementos que carecen de materialidad. Son pocas las personas “reales” con que este personaje dialoga. Habla con su novio por Skype. Su jefa le deja notas. Cena en bares desiertos o viaja en trasporte público con auriculares y la vista clavada en el I-phone. Maureen está, como muchxs, triste, aburrida y aislada, solo que lo que ella parece sufrir es la ausencia de su adorado hermano y la imposibilidad de establecer un diálogo con ese otro lugar. Lewis, además, era carpintero, representante privilegiado de un mundo de actividades manuales, materiales nobles, esenciales, un paraíso perdido para siempre.
La inmaterialidad del contexto, la falta de contacto, aparecen hasta en los vestidos que compra para su jefa: calados arneses etéreos, puro plusvalor. Hay una escena bastante comentada en las notas sobre la película en la que Maureen se masturba sobre la cama de su jefa vestida con uno de estos trajes. Más que una pequeña perversión o una búsqueda de placer en lo prohibido -ponerse los vestidos que compra- estamos frente a una escena que se percibe como distópica, de mucha soledad.
A lo largo de Personal Shopper aparecen referencias a personajes de la historia de la cultura que fueron espiritistas. Víctor Hugo, la pintora abstracta pionera Hilmaaf Klint. Igual que Maureen estos personajes se comunicaron a través de golpes en una mesa con seres del otro mundo que les trasmitieron sus angustias, sus estados de inquietud o paz. Maureen cree y vive en ese mundo de diálogos extraterrenos. Pero lo que asusta no son esos fantasmas sino el solipsismo en el que parece estar inmersa y que resuena profundamente, ecos que vienen de este mundo, del más acá.