Sobre un cuadro absolutamente negro, ruido a vidrios rotos, gritos, golpes, gemidos de dolor. Corte al plano de un gato, inmóvil, absorto en el violento espectáculo ofrecido a sus verdísimos ojos. Nuevo corte: plano general del recibidor de la casa típicamente petit bourgeois de Michèle Leblanc. La mujer tirada en el piso, boca arriba; sobre ella, un hombre completamente enfundado –cabeza incluida– en un traje de látex negro, similar a esos que el imaginario popular relaciona inmediatamente con las prácticas sadomasoquistas. La película comienza con una violación, que volverá a la pantalla una y otra vez con el correr de los minutos, a veces como flashback que ofrece algún que otro detalle novedoso, otras como versión alternativa de los hechos originales. Pero Elle - Abuso y seducción no dramatiza necesariamente las consecuencias de un hecho de violencia de género ni recorre mansamente los conocidos derroteros del film de violación y venganza. Y si lo hace –porque algo de eso y de lo otro puede imaginarse en tal o cual escena o situación–, lo hace de forma tan poco tradicional, tan lejos de las convenciones y las expectativas, de manera tan poco “políticamente correcta”, sin el menor atisbo de concientización de manual, que más de un espectador puede imaginar que lo que está viendo y oyendo es una cosa diferente a lo que pretende ser. Nada nuevo en la carrera del director de Invasión (Starship Troopers), Showgirls y Delicias turcas, acostumbrado ya, a sus 78 años, a que el mote de “provocador” oculte otros posibles adjetivos: inteligente, ironista, manipulador (esto último en el mejor y más cinematográfico sentido de la palabra). Cuando Paul Verhoeven conoció a Isabelle Huppert las cartas estaban echadas para que la adaptación de la novela Oh, del escritor francés Philippe Djian, pudiera finalmente encaminarse, luego de varios y definitivos palos en la rueda a la hora de imaginarla como una película de habla inglesa y con una estrella de Hollywood como protagonista. Signo de los tiempos, el holandés que llegó a Los Ángeles en el momento adecuado, a mediados de los años 80, y que fue expulsado de la industria dos décadas más tarde ante un cambio de paradigma para el tipo de producciones a las que estaba acostumbrado, no filmaba para la pantalla grande desde hacía una década. Elle, primera producción francesa en su filmografía, no sería la misma sin Huppert. Y Huppert no sería la misma Michèle Leblanc sin Verhoeven detrás de cámaras.
“Oh”, dice Michèle al destrozar el guardabarros de un automóvil estacionado detrás del suyo, poco antes de contarles a sus socios y a su ex marido que fue “violentada, quizás violada”, momentos antes de abrir una botella de champagne. No sólo no ha llamado a la policía para denunciar el hecho: muchos podrían suponer que su fría reacción inmediata (pedir delivery de sushi, esperar la visita de su hijo, mirar un documental sobre vida salvaje en la tele) es poco natural o, quizás, el corolario directo de un shock emocional. Pero Michèle no es una víctima. No quiere serlo. Es una mujer en control. Y no desea perderlo. Dueña de una empresa dedicada a la creación de videojuegos hiperrealistas e hiperviolentos, tanto su vida profesional como la privada no pueden ni deben sufrir un cambio radical por esa inesperada situación de violencia. Aunque ello no implique, de ninguna manera, dejar de lado la búsqueda del culpable, que puede estar más cerca de lo que se imagina. Esa es la propuesta de Elle: jugar con las reglas del thriller, de la película de suspenso, al tiempo que la comedia de costumbres –que se mete en la narración con la fuerza de un huracán– comienza a dejar en evidencia que nadie puede ser “normal” en términos ajenos, aunque casi siempre se lo es en los propios. Fiel a su costumbre, Verhoeven abandona cualquier lógica moral (entendida como conjunto de normas colectivas acerca de qué está bien y qué está mal) para enfrascarse en una exuberante investigación sobre las acciones íntimas y las colectivas, sus posibles causas y consecuencias. Que todo ello sea siempre sorprendente y divertido (por momentos, incluso, hilarante), es el mayor logro de esta feliz unión de actriz y realizador. No es disparatado imaginar que sólo Huppert podía hacer de ese personaje –que tiene varios puntos de contacto con otras criaturas interpretadas a lo largo de su carrera– alguien tan complejo a pesar de su aparente y gélida sencillez, una persona tan temible y tan querible al mismo tiempo. Tan poco disparatado como suponer que solamente Verhoeven era capaz de salirse con la suya con una aproximación tan libre, desfachatada y compleja a un tema tan delicado, en particular en estos tiempos que corren.
Ni el pasado de ese personaje ni el de su padre, ausente con aviso, ni la violación que dispara el relato, ni los hechos que se desencadenan de allí en más resultan ser lo más relevante. Lo esencial en Elle son las relaciones de poder entre los miembros de una familia y, por extensión, su recreación en la sociedad. ¿Qué rol debe cumplir, se espera que cumpla y, finalmente, cumple una mujer poderosa en un contexto esencialmente machista, a pesar de las apariencias? Los hombres que rodean a Ella podrían ser definidos, de una u otra manera, como débiles: su ex es un escritor poco exitoso, su hijo un joven sometido a los caprichos de una novia autoritaria, su amante un hombre que cree poseer cuando en realidad es poseído. Claro que también está ese vecino, cristiano practicante y marido devoto, con el cual se puede flirtear amablemente sin miedo a las consecuencias. El sexo, en casi todas sus acepciones, también es poder. “Tal vez mi personaje sea una post feminista”, declaró Huppert en conferencia de prensa durante el Festival de Cannes, donde la película tuvo su premier mundial. La mayor subversión del film consiste en romper a martillazos estereotipos y lugares preestablecidos. Y de mostrarle el dedo del medio a todo aquel que se atreva a etiquetar tal actividad o aquella forma de vida. Hay algo en el pasado de Leblanc que la película va revelando lentamente, algo ignominioso, abominable. ¿Estará en ese lugar, oculto y agazapado, el verdadero monstruo? Las novedades y derivaciones de Elle no dejan de sorprender. Por momentos, hay algo buñuelesco en el último Verhoeven, aunque poco y nada tenga que ver con los aspectos más surrealistas u oníricos del realizador español. Si en Viridiana, la joven protagonista era la víctima ideal de los hombres –de cualquier condición, edad y clase social– y de su propia y ciega fe, esa “ella” que encarna a la perfección Huppert sólo puede serlo de sus propios fantasmas. Y no precisamente el de la libertad. El resto es pura, perversa, espléndida espuma.