Estamos en Dublín, en 1985. La crisis económica hace la vida difícil para la familia de Conor: padres y hermanos intentan sobrevivir como pueden entre estruendos maritales, cambios de colegio y ropa de segunda mano. Conor tiene apenas 15 años y ensaya algunas melodías dispersas encerrado en su habitación mientras el mundo exterior parece derrumbarse. Su voz intenta imponerse sobre los gritos que vienen del afuera, las peleas de sus padres, la frustración de su hermano mayor, el ruido de una caída que se anuncia estrepitosa. Así comienza la historia de Sing Street, la nueva apuesta de John Carney, aquel maestro de ceremonias que entregara su música y su corazón en Once hace ya algunos años, y que hoy elige contarnos su pasado, el de su generación, a través de un grupo de adolescentes irlandeses que hacen de la música su vía de escape y aprendizaje. El nacimiento del videoclip, la rígida educación católica, la desocupación y los ecos del glam rock de Bowie, todo se conjuga en este tierno coming of age musical que convierte a las canciones en explosiones emocionales, inmersas en el irresistible perfume de la evocación. Pero Sing Street no es una película nostálgica: los recuerdos de la adolescencia de Carney, de la música de Duran Duran y The Cure, de los tiempos difíciles de la era Thatcher, se tiñen de un presente candente, de una actualidad feroz. Personajes vivos que hacen del viaje y la rebeldía el más genuino anhelo de resistencia.
Canciones en las calles de Dublín
“La familia de Conor no es mi familia, creo que es el resultado de cierta amalgama entre las historias de varias familias que conozco, pero vistas a través de la mirada de los chicos”, aclara John Carney al sitio The Verge, dando una pista para definir la mirada elegida al pensar en Sing Street. No es regresar a los años 80 desde su presente de adulto sino intentar situarse en los ojos de Conor y en ese intento incansable de sortear el año más difícil y más intenso de su vida. Para Conor aquel 1985 no empieza con los mejores augurios: sus padres están por separarse, la crisis económica aprieta el cinturón, y el nuevo colegio de la hermandad cristiana es todo lo terrorífico que podía esperarse. Mientras Conor sueña con el bajo de John Taylor a partir de la pasión que le transmite su hermano mayor, mientras imagina las luces de París y las frías costas de Inglaterra, mientras proyecta un futuro sin límites ni condicionamientos, solo recibe sanciones, risotadas y golpizas en el baño. Nada le resultará demasiado fácil. Carney nutre a su personaje de una incomodidad extraña, inevitable en ese incierto territorio de la adolescencia. “No quería para Conor un actor formado en esos malos hábitos que suelen tener los actores-niños, que generalmente son entrenados por charlatanes que les hacen repetir ‘Hola, mi nombre es Murray, ¡ya estuve en un programa de televisión! ¡Ahora estoy enojado! ¡Y ahora estoy bailando!’ Preferí elegir a chicos que tuvieran personalidad, que tuvieran historias propias, que pudieran contarlas y que pudieran comunicar sus ideas y sus emociones”.
El Conor interpretado por el joven Ferdia Walsh-Peelo nace no solo de su talento musical sino de su sintonía con el humor que define a Sing Street y a ese espíritu lúdico que se va gestando lentamente, escena tras escena. El descubrimiento del amor y el deseo de encontrar un mundo propio impulsan a Conor, casi por casualidad, a formar una banda improvisada, con algunos loosers del colegio, desafiando las normas y haciendo de la rebeldía algo más que un estandarte. Un día de ese año iniciático, a la salida del colegio, Conor vislumbra una chica en el portal del edificio de enfrente. Raphina (la más experimentada Lucy Boynton) será algo más que la chica que se para frente al colegio, esperando que la descubra algún caza talentos y la convierta en una supermodelo al estilo Kate Moss en los 90. Es la musa inspiradora, la chica de infancia difícil y soledad existencial que despierta en Conor la primera pasión de su vida, la que cruza definitivamente al amor con la música. Como ocurría en Once, en la que la creación musical nacía del corazón roto de un cantante callejero, en Sing Street cada melodía nace de un estado de ánimo, de un intento de poner en algunas notas dispersas ese remolino de sensaciones que hasta entonces resultaban indescifrables.
Aquella vieja historia conocida
Once fue toda una sorpresa en su momento: una película de ínfimo presupuesto que ganó un lugar inesperado en el festival de Sundance, que se alzó con el Oscar a la mejor canción para “Falling Slowly”, y que puso a John Carney en el radar de la industria, abriéndole las puertas a un cine que nunca abandonaría la música como motor de su creación. En aquel 2007 Carney charlaba con su amigo Glen Hansard, con quien había compartido las filas de la banda irlandesa The Frames, sobre el proyecto de hacer una película a partir de una pareja, un piano y algunas canciones. Hansard le contó algunas viejas anécdotas de sus orígenes como compositor, le presentó a la pianista Marketa Irglova con quien entonces grababa un disco, y le hizo escuchar un repertorio de canciones originales. De manera algo inesperada, el proyecto de Once cobraba vida, nutrido de aquellas estancias solitarias en una de las peatonales de Dublín, de esa entrada oblicua en el musical que hacía de la canción el tiempo dilatado del encuentro, de lo no dicho, de lo que solo podía expresarse en acordes y miradas. Carney hizo Once al margen de toda previsión: confió en Hansard e Irglova como sus personajes, en sus canciones como el centro de su película, en los escenarios despojados de una Dublín otoñal como territorio de todo un descubrimiento.
“Creo que la gente aún piensa que yo era un poco amateur cuando hice Once, pero eso no fue así. Yo trabajaba como profesional en el cine desde hacía diez años y hacía cuatro que dirigía para televisión”, cuenta Carney, que para entonces ya había dirigido tres películas, November Afternoon (1996), Park (1999) y On The Edge (2001). “El estilo de Once intentaba generar en el espectador la idea de que eran los mismos actores los que filmaban la película”. Carney siente que esa comparación con Once, aunque inevitable, es injusta con su obra previa y posterior. “Once va a ser lo primero que mencionen en mi obituario. Fue un punto de quiebre en mi carrera. Fue la película que me permitió hacer otras películas, viajar, comprarme una casa”. Entre las puertas que abrió Once estuvo aquella que tenía a Gregg Alexander, a Judd Apatow y a Keira Knightley del otro lado. Compositor, productor y estrella se reunían en Begin Again (2013) –estrenada aquí con el explícito título de ¿Puede una canción de amor cambiar tu vida?–, en la que Carney volvía a ensayar, ahora desde el corazón del mainstream, un nuevo encuentro entre el cine y la música. Un productor musical en la peor de las curvas de su vida, a la deriva en su vida amorosa y familiar, despedido de su propio sello discográfico, sumergido en el bourbon y la frustración, descubría a una tímida cantante de cara lavada y pantalones sueltos en un bar perdido en la noche de Nueva York. Nuevamente un encuentro casual, una canción y el anuncio de un nuevo comienzo.
Begin Again acentúa todo aquello que en Once apenas resultaba delineado. Esa impronta de tenue improvisación, esa sensación de estar asistiendo al mismo documental de su gestación, en Begin Again se convierte en algo más previsto, más pulido. Dejada atrás la escena marginal de una Dublín periférica, Begin Again recorre los recovecos del escenario soñado por todos los que anhelan el triunfo y la gloria. Sin embargo, Carney logra dar a Nueva York un aspecto ecléctico, extrañado, como si ese intento de segunda oportunidad de sus protagonistas también requiriera dar la vuelta a la ciudad icónica. Las escenas en el Washington Square Park, en la estación de subte o en las calles de Brooklyn ofrecen ese aire de desvío, de recorrido oblicuo en el que siempre se sumergen los personajes de Carney. Como él mismo parece hacer con el musical, al que evoca pero nunca recrea, sabiendo que hay algo de ese espacio plástico que define al género que se escapa de los ambientes concretos y reales que pueblan sus películas. Es la música ese territorio sin anclaje el que habita en su cine, es ese mismo proceso en el que una idea se convierte en melodía y un arrebato se revela en la letra de una canción.
Soy un futurista
Cuando le preguntan a Conor cómo se define musicalmente, él nunca duda en afirmar: “Soy un futurista”. No demasiado seguro de lo que esa frase significa, sí sabe a ciencia cierta lo que no quiere ser: alguien del pasado. Su banda no debe tocar covers, nada viejo, nada de nostalgia. Carney mira los 80 como una década bisagra, no solo musicalmente sino también en términos culturales. Es la década de la despedida previa a la explosión globalizada, la que anuncia el cruce irremediable entre la música y el video, es la década de horizontes prometedores y amargos, como el mismo futuro de Conor. Si Conor representa ese futuro imponderable y anhelado, su hermano Brendan ha quedado perdido en la transición. Reniega de la impotencia de sus padres, de la quietud de la coyuntura, celebra a The Clash y baila irreverente con “Maneater” de Hall & Oates, pero su rebelión no puede salir de las cuatro paredes de su habitación. Es maestro y modelo para Conor, pero también es el vivo recuerdo de los límites que asedian a su generación. Esa escapatoria que tiene a Londres como destino y al bote endeble de su abuelo como medio para la travesía nunca es fácil ni indolora. Carney sabe de ello pero evita todo sentimentalismo y ofrece el alma de sus personajes tan viva como la propia.
Comparada con The Commitments (1991) de Alan Parker, situada en las vísperas de la despedida del glam rock con sus oropeles y maquillajes, sedienta de lograr su propio pulso y vigor, Sing Street es el relato de la salida de ese agujero interior en el que se sumerge el presente. La música es la única tibia felicidad que asoma en la tristeza, e incluso es la única experiencia que hace de la tristeza una felicidad recobrada. Esa banda de outsiders que filma con una cámara casera en las tardes otoñales después del colegio ha sido el verdadero desafío a toda conformidad. Con canciones compuestas junto a Gary Clark, el líder de la banda escocesa Danny Wilson –aquella del hit de 1988, “Mary’s prayer”– Carney encuentra el sonido justo para las coloridas imágenes de los sueños de Conor, salidos de ese futuro que apenas se vislumbraba en un horizonte brumoso.