La inesperada salida de la actriz Adèle Haenel de la Sala Pleyel cuando se anunció, el 28 de febrero, el premio para el director franco-polaco Roman Polanski, ha venido a activar una profunda división en la escena cinematográfica francesa. Durante esa ceremonia, la Academia de los Césars exhibió su poder machista y heteronormativo en un claro intento de intimidación a la cineasta lesbiana Céline Sciamma, autora de “Retrato de una mujer en llamas”.
“No le tenemos ningún respeto a su mascarada de respetabilidad. Su mundo es asqueroso. Su amor por el más fuerte es mórbido . Su poder es un poder siniestro. Son una banda de sórdidos imbéciles. El mundo que han creado para gobernarlo es irrespirable. Nosotrxs nos levantamos y nos rajamos. Se acabó. Nos levantamos. Nos rajamos de acá. A los gritos. Nos cagamos en ustedes.”
Con estas palabras Virginie Despentes concluye una potente nota de opinión publicada en el diario “Libération”, sumándose al gesto de rebeldía encabezado por la actriz Adèle Haenel durante la última ceremonia de los Césars. Mientras cientos de activistas feministas eran reprimidas por la policía francesa con gases lacrimógenos en las puertas del teatro por protestar contra las doce nominaciones de la película “Yo acuso” de Roman Polanski, adentro se estaba llevando a cabo un ritual coercitivo de celebración de la impunidad del violador.
En el momento del anuncio de la atribución a Polanski del César al mejor director, Adèle se levantó, seguida por el equipo del film de Céline Sciamma, Retrato de una mujer en llamas, y salió de la sala Pleyel gritando “vergüenza”. Una salida que dejó su huella profunda en “la gran familia del cine francés” y que marca un nuevo acto de disidencia feminista - disidencia de cuerpos, relatos y obras que hacen tambalear al patriarcado-.
Desde su creación en 1976, los Césars del Cine recompensan a profesionales del 7ᵉ arte francés en diversas categorías. Hasta ahora, una sola cineasta ha tenido el honor de recibir esa distinción, Tonie Marshall, en 1999. Roman Polanski ya la había obtenido cuatro veces (en 1980, 2003, 2011 y 2014). Esta era la oportunidad para premiar a la autora de una inmensa película, una película sobre mujeres, amor lésbico, pintura, libertad y cuidado y aborto. “Retrato de una mujer en llamas” es una obra maestra y ejemplar.
Y acá no separamos a la artista de su obra: la película ha sido escrita por Sciamma para la que fue su compañera, Adèle Haenel, una actriz que entre los 12 y los 15 años sufrió abuso sexual por parte de un cineasta (Christophe Ruggia) y que recién pudo juntar fuerzas para tomar la palabra en noviembre de 2019. El rol de la “mujer en llamas”, creado como un acto de amor, es de lo más sublime que ha tenido el cine francés en los últimos años. El fuego con ese acto se materializa en una obra que abrasa toda la pantalla, y ellos lo saben.
Lo saben y le tienen miedo. La ceremonia del César fue una reunión de industriales cuyo objetivo era demostrar su hegemonía institucional, heteronormativa, sobre las obras y los cuerpos, excluyendo pública y brutalmente a una cineasta lesbiana y castigando a una actriz por haber hablado. Y qué mejor para eso que reafirmar la impunidad de la violencia masculina, el viejo derecho de los hombres a violar a las mujeres.
No se trataba de celebrar una película didáctica, comercial, sobre un episodio central en la historia del antisemitismo francés. No fue tanto la película de Polanski la que era premiada sino el propio Polanski, legitimando su grotesca instrumentalización de la figura de Dreyfus con el que llegó a compararse: un hombre y un artista perseguido por las feminazis.
En ese ejercicio de humillación publica, no contaban con que las excluidas se levantaran para irse. No se esperaban que la actriz afrodescendiente Aïssa Maïga, que también salió de la sala, se pusiera a contar desde el escenario la cantidad de personas negras que se encontraban en la sala, ironizando sobre la cifra doce. En su inconmensurable negación, no cuentan con esta revolución de los cuerpos subalternos ni miden la fuerza que los mueve. “Si la industria del cine pertenece a los jefes y a los violadores, el futuro pertenece a los disidentes violados y violadas que salen del teatro”, escribe Paul Preciado en otra necesaria nota publicada en el mismo diario. La comunidad de disidentes violades que se abrió paso con el #Metoo, el #Yotambién, no ha terminado de expresar, en actos y en obras inauditas, otra visión del mundo.
El filósofo trans agrega: “La homosexualidad femenina se considera sexualmente anormal y por lo tanto debe permanecer políticamente invisible. Es posible representar la homosexualidad femenina como una fantasía del deseo masculino, pero no como una posición política y sexual autónoma. Adèle Haenel rompió estas dos reglas del heteropatriarcado: primero, habló y públicamente sobre el abuso sexual al que había sido sometida. En segundo lugar, afirmó públicamente su preferencia sexual por las mujeres y encarnó el deseo sexual lésbico en “Retrato de una mujer en llamas”. Adèle es una Juana de Arco del movimiento francés #MeToo, a quien la academia se apresura a quemar ritualmente durante la ceremonia de entrega de premios. Pero como cualquier ritual colectivo, este también es probable que termine en un fracaso performativo.”
Ahora abundan y no dejan de abundar desde hace días artículos que alimentan una violenta campaña de desestabilización, desplegada por todos los medios de comunicación. Como un mantra, se repiten los mismos argumentos machistas y se arremete con los golpes más bajos en contra de Despentes, de Adèle Haenel, de Aïssa Maga, de Céline Sciamma. Además del insidioso racismo y de la feroz homofobia, uno de los argumentos más insoportables sigue siendo el supuesto perdón de Samantha Geimer a Polanski.
Las feministas seguimos resistiendo a la “neolengua” orwelliana del poder violador, sin olvido ni perdón. En esta lucha constante, afortunadamente, nos acompañan obras de arte y de deseo como la de Céline Sciamma. Es nuestro mayor premio.