Las hay bonitas como la descubierta en Saqqara, en la ribera del Nilo, coquetamente cubierta por máscara dorada y envoltura de lino. Las hay fuertes de piernas como Nefertari, favorita de Ramsés II; supertatuadas como Ötzi; antiquísimas como la andina Chulina; sorprendentemente conservadas como la china Dama de Dai. Las hay también fatales como la que –se presume– habría hundido el Titanic o, acaso la más célebre, la del faraón Tutankamóm. Y para aficionados a la egiptología, no faltan las legendarias momias maléficas, volvedoras y revanchistas, inspiradoras de memorables ficciones como aquellas de Théophile Gautier (Novela de la momia, 1857) o Sir Arthur ConanDoyle (Lote N° 249, 1892). Asimismo, vale mentar el Imhotep de Boris Karloff, que en 1932 sentara precedente para venideras momias, como las de Peter Cushing y Christopher Lee.
Mención aparte, empero, amerita la de siete dedos, criatura que de jueves a domingo intenta regresar de la muerte en Buenos Aires, sin lograr del todo cobrar vida. Evidentemente, no es necesario profanar tumbas de reinas y faraones para que la antigua maldición reverdezca: basta nomás con manotear un estimable relato literario sobre el mito para generar un sopor que alcanza a todas las filas del Metropolitan Citi, y deja flotando el interrogante: ¿Será esta la octava plaga, de efectos narcóticos?
Ni siquiera el recurso del chiste sexual y escatológico, tan socorrido en escénicas tierras comerciales, dispersa la niebla que recae sobre los espectadores, víctimas en segunda instancia. Porque primeramente habría que mencionar el ataque a la nouvelle La joya de las siete estrellas (1903) de Bram Stoker, que el dramaturgo británico Jack Milner tomó muy a la ligera para escribir La Momia: comedia de terror que –tras pasearse por localidades del Reino Unido con relativo éxito y apenas algunas reseñas en medios tan modestos como el Birmingham Post o el Daventry Express–, llegó a la Argentina con heterogéneo elenco (Romina Gaetani, Fabián Mazzei, Adrián Navarro, Mariano Torre, Daniel Campomenosi, Alberto Fernández de Rosa), y una promesa incumplida: ser “más malvada que Drácula, más temible que Frankenstein, más espeluznante que las Kardashian y más escalofriante que el muro de Trump”.
El espectáculo se desentiende del original, donde Stoker desplegaba su erudito conocimiento en ritos egipcios y magia ceremonial –posiblemente recogidos de su fraternidad secreta, la Orden Hermética de la Aurora Dorada–, presentando variaciones sobre el tema de la inmortalidad, con una fascinante mirada sobre ocultismo y astrología, que tuvo dos finales (el primero, por negrísimo, prontamente censurado). El argumento, por cierto, sigue los pasos de un equipo británico que, a comienzos del siglo XX, corre el velo a la historia de la poderosa reina Tera, “de la undécima dinastía tebana de los reyes egipcios, que dominó entre los siglos XXIX y XXV a.C.”. La tal Tera, tras ser momificada, como correspondía a su alta jerarquía, espera varios miles de años para que se alineen las estrellas y así poder regresar a la faz terrenal. Y aunque los astros sí se alinearon en 1971 cuando la Hammer adaptó el relato a película con Sangre en la tumba de la momia (con tanta lealtad al espíritu maldito de la leyenda que su propio director, Seth Holt, murió en el set de filmación una semana antes de terminar las grabaciones, y debió concretar tarea Michael Carreras), no lo hacen en este acercamiento pretendidamente humorístico, que palidece frente a otras nobles propuestas fantásticas (en cine: El joven Frankenstein, El día de la bestia, Zombieland, Shaun of the Dead).
La versión local marca el debut en dirección de Alejandro Lavallén (coreógrafo de The Rocky Horror Show, Avenida Q), a quien le cabe el mérito inicial de intentar sumergirse en un género poco habitual para la cartelera porteña. Pero le faltaron uñas para esta guitarra: interpretaciones que tocan una sola tecla, esquemática escenografía, una trama gratuitamente enrevesada entre otras descarríos, diluyen tanto las buscadas risas como el deseado (por cualquier espectador amante del género) cuiqui. Con todo, se destaca el villanísimo compuesto por Navarro que, aunque menos delineado que el sacerdote egipcio Mumm-Ra de Thundercats, dispensa un ser extraterrenal con suficiente peso específico; y resultan apreciables los esfuerzos de Mariano Torre y Daniel Campomenosi que despliegan variedad de recursos para encarnar múltiples personajes, en un contexto en el que, por supuesto, abundan proyecciones de escarabajos, y un gato furibundo.
“Algo me ocurre cuando pienso en Egipto. Veo tumbas... tenebrosas y terribles tumbas. Largos pasadizos subterráneos... oscuros y con agua goteante. Putrefacción, decaimiento... ¡muerte!”, profería la posesa Amina de The Mummy’s Ghost (1944), guiada en sus tropelías por la momia Kharis (Lon Chaney Jr). Nada más lejos de la frustrante momia de la calle Corrientes que supuestamente debería apoderarse del cuerpo de la hija de un egiptólogo. Queda como posible recurso de fans desilusionados repasar episodios de Buffy o la filmografía en el tema de Brendan Fraser, más a la altura de esta criatura vendada propensa a la combustión. O por caso, aguardar que Universal, en su plan de revivir sus propios monstruos clásicos, lance prontamente las nuevas correrías del inoxidable Tom Cruise a la pesca de una momia con doble pupila. Entretanto, alegrará a escépticos saber que el célebre Howard Carter, arqueólogo descubridor de la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, descreía de historias de maldiciones. “Son una degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas”, solía decir el incrédulo señor, a pesar de que buena parte de su numeroso equipo había muerto en corto tiempo y por distintas causas luego de profanar (y afanar) suntuosos sepulcros faraónicos.
La Momia, de Jack Milner, se presenta en el Metropolitan Citi, Corrientes 1343, jueves, viernes y sábados, a las 21; domingos, a las 20.30.