Cuando en 1995 el estado de Nueva York dio contundente orden de cerrar el Centro Psiquiátrico Willard –histórico asilo inaugurado a mediados del siglo 19 con el aval de Abraham Lincoln–, las autoridades ordenaron a una de las empleadas, Bev Courtwright, que revisara cada rincón a la pesca de qué podía y debía salvaguardarse. Recorrió entonces todos y cada uno de los sectores: desde habitaciones, su cine, teatro, gimnasio y bowling, hasta las salas antaño destinadas a baños helados o terapia de electroshock. Fue en el ático, empero, donde Courtwright se llevó tamaña sorpresa, encontrando unas 400 maletas olvidadas de pacientes que, entre 1910 y los 60s, vivieron y posiblemente fallecieron en la institución. Maletas como la de Frank C., que contenía una pistola de juguete, fotos carné de afroamericanos, un uniforme de soldado, el Evangelio según San Juan; la de Dmitry Zach, con dos cucharas, un tenedor de alpaca, cepillos, una foto de boda, la pequeña escultura de madera de un perro; la de Flora T., repleta de utensilios de costura, un espejo art déco, dos jeringas; la de Virginia W., un payaso;  la de un tal Karen Miller, una cítara; y así. Maletas que fueron adquiridas por el New York State Museum, de Albany, a modo de documento de una época y de lo que este grupo de pacientes mentales crónicos, vastamente anónimos, dejó atrás, en tanto nadie jamás reclamó sus pertenencias; y que, a pedido del museo, fueron retratadas por el fotógrafo Jon Crispin para The Willard Suitcase Project, serie que examina lo que muchos señalan como “el misterio fundamental de las vidas previas de los internados, y lo que podría haber causado que hayan sido recluidos en este psiquiátrico”. Psiquiátrico que, tras despachar a su última paciente en el ‘95, cerró definitivamente, y hoy perece en estado de abandono, en decadente condición.