Dos anécdotas.
Hace poco, terminábamos de coordinar un grupo de reflexión con algunos internos de la Unidad penitenciaria 6 (los que forman parte del equipo de rugby de la Fundación Tercer Tiempo) y esperábamos cerca de la reja que alguno de los celadores del servicio nos venga a abrir. Suelen demorarse. En eso, uno de los pibes apoya un brazo contra la pared y le veo tatuado un nombre, Naila. Es alguien que viene irregularmente al espacio, y no habla mucho, casi nada. Vi la oportunidad y le preguntó por el tatuaje, me dice que es el nombre de su hija, entre preguntas me cuenta que ella tiene cinco años, pero hace tres años no la ve, y pocas veces se ha comunicado por teléfono. Naila y su ex pareja viven a la vuelta de su casa (o donde vivía antes de residir en la cárcel), pero que no puede ir al barrio. Que porque lo tienen “marcado”. Y luego se da el siguiente dialogo.
Le digo: --Bueno, ya podrás ver cuando salgas un lugar de encuentro para volver a verla.
--No, voy a volver al barrio (y sonríe)
--¿Cómo?, si me acabas de decir que no podes volver (yo, preguntando desde mi lógica de autocuidado y supervivencia).
--No puedo, pero voy a “primerear”
Llega el celador y nos abre la reja, lo saludo con un abrazo y salgo.
La segunda. Doce años atrás viví una temporada en Medellín. Trabajaba en una ONG. En ese tiempo la ciudad estaba en un proceso de recomposición o de reconstrucción lenta e incesante de muchos años de violencia urbana extrema. Una de las cosas que me llamaba la atención es que había muchísimas asociaciones civiles, ONGs o cooperativas que llevaban en su nombre la palabra Paz, o Vida.
Cuando regrese recién tuve la epifanía para entender que tanta insistencia con esos significantes (porque en definitiva estamos hechos de significantes) era el intento de devolver antónimos a tanta violencia y muerte. Y empezar a rearmarse desde el lenguaje. El lenguaje crea la cosa.
El silencio de aquel chico, y las dos palabras de aquellas organizaciones me dan a pensar en la violencia de este último tiempo en Rosario.
Hay otro silencio, que es social. Cuarenta y ocho muertes violentas en la ciudad en poco más de meses son noticia, pero también son silencio.
Algunas voces piden mayor seguridad, mayor presencia de fuerzas del orden en los barrios. Otras vinculan un caso con otro y aparece la frase “ajuste de cuentas”, narcotráfico, puja de territorios. Y las vidas se apagan en el mientras tanto.
Alguien que piensa en primerear hace tambalear los sentidos y evidencia que lo que existen son los “desajustes de cuentas”, piensa en anular al otro para no ser él el ajusticiado, eliminar para prevenir, aumentar el odio, la venganza, la revancha, la violencia.
Ninguna cuenta se salda así, y mucho menos con pensar intervenciones pura y exclusivamente desde la seguridad o la presencia policial.
Es necesario empezar a construir algo distinto, y empezando desde los significantes de los cuales las dirigencias de diferentes ámbitos, políticos, deportivos, religiosos podrían ser los portavoces. Me gustaría que esas voces hablen de vida, paz, convivencia y reconciliación para luego pensar cómo pueden esas palabras convertirse en hechos, en políticas, en intervenciones que pacifiquen los barrios, las familias, los territorios.
Cuando trabajamos detrás de las rejas armamos una grupalidad que no es específicamente para rehabilitarlos. Nuestras intervenciones apuntan a ciertos gestos que traspasan clandestinamente todas las defensas. Hacemos cosas insignificantes como darles la bienvenida con un abrazo, prestarles por una hora la palabra y despedirlos con un beso. En sus lógicas naturalizadas el cuerpo ajeno es una amenaza a lo propio, lo otro está cargado de un potencial destructivo, aniquilante. Por eso frente al “gesto” surgen sus caras de desconcierto. La ternura suele ser novedosa, y entre hombres ni siquiera sabían que existía.
Por todo eso creo necesario que cualquier intervención debe ir en el sentido de alojar y contener, más que controlar y castigar.