Esta película la vi en la que creo una de las mejores condiciones para ver una película, sobre todo tratándose de The Truman Show y es la de no tener la menor idea de que es lo que está por verse. Esto fue en el 98, año en que se estrenó la película y mi primer año en Buenos Aires, donde no tenía mucho más que hacer que cursar algunos días, pocas horas, unas materias del CBC para una carrera que pronto abandonaría, o encontrarme con alguna de las pocas amistades del pueblo que estaban, igual que yo, con bastante tiempo “libre” en la ciudad, dispuestos a hacer cualquier cosa que matase el tiempo, como por ejemplo… nada. Téngase en cuenta que teníamos entre dieciocho y diecinueve años y que habíamos pasado toda nuestra adolescencia en unos años 90 pueblerinos, en los que derivar había sido una de nuestras principales actividades. Estábamos entrenados, casi convencidos de que aquel vacío era todo lo que había y aunque aún no derrotados, seguramente bastante desesperanzados. 

Una de esas nuevas tardes porteñas caí al departamento que uno de mis amigos compartía con otro lánguido de la misma suerte, esperando que alguno tenga alguna buena idea, cualquiera. Resultó que mi amigo estaba medio inspirado y propuso ir al cine. Creo que el otro lánguido se quedó tirado en su cama, pero yo acepté la propuesta sin dudarlo. Caminando hacia el cine, en algún momento me dijo que la que íbamos a ver era una que se había estrenado hacía unos días, protagonizada por Jim Carrey, pero no yo pregunté cuál era, ni de qué iba la película. Me daba igual. Me entusiasmaba la idea de andar por ahí, charlar o el plan en general. Para mi Jim era ese actor que hacía morisquetas, un espástico que no me caía bien y sobre el que tenía mil prejuicios, ni siquiera eran prejuicios insolentes de un estudiante de actuación porque en aquel momento yo todavía no tenía la intención de compartir con Jim la profesión actoral. Llegamos al cine sobre la hora, compramos los tickets y nos apuramos a entrar a la sala. Conseguimos unas buenas ubicaciones porque no había tanta gente. Era la función de las cuatro o cinco de la tarde. Ya había empezado la serie de trailers previos a la película cuando ocupamos nuestros asientos, sin pochoclos ni golosinas, solo las latas que cada uno traía desde la calle y que entramos a la sala en los bolsillos de uno de esos sacos escoceses noventosos de bolsillos grandes que todavía se usaban. No sé si se podía entrar al cine con las latas, pero nosotros traíamos esa costumbre del pueblo y todavía no estábamos completamente dispuestos a desarraigarnos tanto. Si nos quedábamos sin esos trucos, casi que nos quedábamos sin nada. 

Habré visto uno o dos trailers, no me acuerdo, cuando necesité ir al baño, a riesgo de que la película empezara en mi ausencia, pero me la jugué. Ni siquiera sospechaba que aquel llamado fisiológico estaba operando en favor de que me perdiera la secuencia inicial de la película, en la cual el personaje de Ed Harris (Christof) creador del Show de Truman, junto a otros actores que interpretan personajes importantes de la historia, hablan de las características del show y de sus propios trabajos en él, interrumpidos por los títulos del programa e imágenes del propio Truman apareciendo en la pantalla de un televisor, en algún living de la casa de algún hipotético televidente. Secuencia esencial para una comprensión temprana del argumento, pero al mismo tiempo una omisión necesaria para que yo pudiera acompañar a Truman, casi hombro a hombro, corazón a corazón, durante todo el recorrido de aquella trama siniestra, con su misma pureza. Me la perdí entera. Volví a mi asiento mientras Truman saludaba a sus vecinos con su clásico: “Good morning! Oh, in case I don’t see you, good afternoon, good evening and good night.” Y pensé, ok, una más en la que este va a hacer las mil caritas. Pero uy, ¡cómo me cabió! Me senté junto a mi amigo, que ya estaba completamente metido en la película, me bajé un poco el cierre del camisaco y me entregué de lleno. En un segundo estaba adentro, siguiendo el recorrido de Truman, casi como desde sus zapatos. Creo que nunca antes había disfrutado así de una película. Por lo menos no lo hacía desde muy niño cuando vi La noche de las narices frías y con mis hermanos nos aprendimos cada uno de los diálogos y entonaciones, después de verla por lo menos unas diez veces. Y creo que fue la primera vez que lloré en el cine, con la escena en la que el velero en el que Truman pretende abandonar la isla, choca contra el decorado y lo rompe. ¿Y por qué hay una escalera sobre el decorado, con una puerta de salida, justo tan cerca de donde encalla su velero? Para que él diga su frase final, se incline ante el publico y abandone la escena. ¡Impresionante! Salí del cine excitado, entusiasmadísimo, conmovido, inquieto y completamente sugestionado. Recién ahí, saliendo del cine y hablando con mi amigo, me enteré de aquella primera secuencia de la película y sentí tanta alegría de habérmela perdido que me sentí un privilegiado. Me sentí el espectador ideal. 

Me había impactado profundamente pero necesitaba entender por qué alguien hacçia una pelicula así, de dónde salía una idea así. Algo me movilizaba, resonaba fuerte en mí, pero solo contaba con una intuición que me llevaba a reflexionar con entusiasmo pero a especulaciones o conclusiones pobretonas. Todavía no eran tan populares, por lo menos acá, los reality shows (no existía Gran Hermano) internet todavía era bastante reciente y ni siquiera imaginábamos la existencia de Facebook o Instagram, donde todos nos volveríamos un poco Truman por propia voluntad. Yo tampoco había conocido todavía algunas ideas filosóficas que podrían encontrarse en la película y por supuesto no era posible googlear. Así que me despedí de mi amigo, que no parecía tan entusiasmado como yo, y me fui con todo eso estallado en la cabeza, pero sobre todo bajo el influjo de ese poder enorme que tiene la ficción cuando te moviliza sin la necesidad de explicarte nada. Caminé pensando que todo lo que veía podía perfectamente ser parte de un set y todas aquellas personas en la calle podrían saber que yo estaba ahí aunque no lo revelaran. O más bien lo pretendí. Me entregué a esa sensación paranoide para jugar secretamente a ser Truman haciéndose consciente del juego perverso. Creo que ese día fue la primera vez que me animé a “actuar” a escondidas. En secreto. A pensar como un actor, aunque yo no lo supiera porque todavía años faltaban un par de años para empezara a hacerlo de “verdad”, pero podría decir que aquel fue un despertar.

 

Juan Barberini es actor. Ha trabajado en obras de teatro como Áspero de Santiago Gobernori, Rapsodia para príncipe de la locura de Matías Feldman, Despierto, de Ignacio Sánchez Mestre, Brecht de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob, Kantor de Mariana Obersztern, entre muchas otras. Actuó en películas como El incendio de Juan Schnitman, Hija única de Santiago Palavecino, Penélope de Agustín Adba y Fin de siglo de Lucio Castro.