Se cumplen hoy siete años de la desaparición del Comandante Eterno, de una de las grandes figuras de la historia contemporánea de América Latina y el Caribe. Puesto a escribir unas líneas para una breve recordación de un personaje inolvidable caí en la cuenta que siete es un número muy especial. En todas las religiones se le asigna un valor singular: el catolicismo, el judaísmo, el hinduismo e inclusive en la Grecia clásica el siete tenía un significado especial. Para los primeros, porque siete son los dones del espíritu santo, los pecados capitales, los sacramentos y los días que tardó Dios en crear el mundo. Para la Kabalah, la interpretación mística de la Torá de los judíos el candelabro sagrado debe tener siete brazos, tantas como columnas tenía el templo de Salomón. En el hinduismo siete son los chakras del ser y las ciudades sagradas de la India. En la Grecia Clásica se hablaba de los siete sabios, se deleitaban escuchando las siete notas musicales o contemplando los siete colores del arco iris, mientras sus astrónomos observaban la evolución de las siete fases tiene la luna y tomaban nota de los siete días de la semana.
Esta breve digresión se originó en una lectura perdida en el tiempo de una frase que leí y que en su momento me impresionó vivamente: el siete representaba el puente entre la deidad y los mortales. Y se me ocurrió pensar que justamente el querido Hugo estaría, tal vez hoy, vaya una a saber dónde, cruzando ese puente que lo convirtió en una deidad. Esto es, en un recuerdo, una presencia sorprendentemente cercana, una vivencia, que tiene la capacidad de influir sobre las acciones de quienes aún hoy permanecemos en el mundo de los vivos. Dante Alighieri y Jorge L. Borges se refirieron a menudo a ese número como algo especialísimo. Y Chávez también lo era, de ahí esta curiosa asociación. Reunía aquella condición que, una vez ido de este mundo, lo convertiría en un “recuerdo que mueve a mujeres y hombres”, que los influye, los llama a actuar, a no resignarse ante los crueles desafíos del imperio. Por eso hoy, a exactos siete años de su siembra, lo necesitamos más que nunca. Esta Latinoamérica lacerada y desgarrada por la agresión del dictador mundial que ocupa la Casa Blanca -erigido en policía, fiscal, juez, jurado y verdugo del resto del mundo- necesita más que nunca de la entrañable presencia del Comandante, de su saludable influjo. De aquel que en Naciones Unidos dijo “aquí huele a azufre” luego que George W. Bush dejara el podio. Lo necesitamos para que nos guíe con su ejemplo y su inmenso legado, con esa antorcha de la libertad y de la autodeterminación nacional que empuñó tan alto y con tanto brío. Chávez fue, como lo dije tantas veces, el enorme mariscal de campo que Fidel, el genial estratega cubano, necesitaba para propinarle al imperio su derrota más resonante en los ya lejanos días del 2005 en Mar del Plata. Su siembra lejos de borrarlo de la escena política agigantó su presencia y su gravitación en las luchas de nuestros pueblos, comenzando por la heroica resistencia de la entrañable Venezuela ante la guerra que le hace Estados Unidos. Por uno de esos misterios que la historia universal reserva sólo para los grandes, su muerte lo convirtió en un personaje inmortal. Tenía razón Fidel cuando, al enterarse de su muerte dijo: “Ni siquiera él mismo sospechaba cuán grande era.”
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