El ruido monótono como de una radio descompuesta volvía a aparecer entre nosotras después de largos años de silencio. Todas hacíamos alguna tarea arriba de la mesa de la cocina que tantas veces había sido nuestro lugar de estudio durante la Secundaria. Ahora entre el despliegue de hilos, telas, libros y revistas, otra vez ese ruido molesto. Todas notamos la aparición sonora pero ninguna levantó la vista ni dijo nada. Como esos pequeños robos en ciudades extranjeras o esas picardías que esperan ser concretadas, guardamos silencio dulce y cómplice.

Mamá se levantó a cargar agua en la pava y después la puso bajita al fuego para no arruinar la yerba del mate. Mi padre dormía en la habitación del fondo. Él se perdía el renacer de ese acontecimiento que ya habíamos creído muerto. Mi madre se sentó y me miró buscando en mí las palabras que dieran fin a la escena. No sería yo quien la callara. Las mujeres de esta familia nos habíamos hecho disculpándonos. Un defecto discursivo que nos distinguía y nos hermanaba en el silencio. Me hice la desentendida parándome a ensillar el mate. El ruido era cada vez más fuerte y monótono. Aún así mi hermana menor no se daba por enterada de que dicho ruido salía de su cuerpo.

A los siete años mi madre me llevó al pediatra. Ella notaba que cuando hacía una tarea muy concentrada, hacía a la vez un ruido que subía de intensidad a medida que aumentaba mi atención. El médico, lejos de horrorizarse y sin respuesta científica al respecto, le dijo que nunca había visto nada así y que seguramente era otra de mis rarezas. El ruido, que para mí no era tal, porque yo no lo escuchaba pese a lo insoportable que era, me permitía hacer tareas que para mí eran epopéyicas. Mientras los sonidos parecían andar por una ruta sinuosa, plagada de curvas peligrosas que subían el volumen; mi concentración y mis posibilidades de resolver ejercicios matemáticos como de pintar sin rayar el dibujo, aumentaban. El ruido no tenía sitio ni horario determinado. No le importaba la escuela ni el grupo con el que preparábamos la clase especial. Solo aparecía. Me tomaba el cuerpo y la mente haciendo desaparecer todo alrededor, incluso logrando que yo misma no lo escuchase. Pero como todo lo que sale un poco de la norma preocupa, las maestras comenzaron a darle existencia y me avisaban que aparecía una y otra vez: Basta, silencio. Así fui perdiendo espacio hacia adentro y cumpliendo las reglas silenciosas del afuera. Hasta que un día nadie más me dijo nada. Lo habían logrado. Habían logrado extirpar el pulmón de mi estar ahí. Lo habían hecho sin culpa y en la certeza de hacerme bien. Pero sin preocuparse por saber si eso me hacía mal y de qué manera. Una suerte de medicina preventiva para una enfermedad que nunca se manifestaría.

Años más tarde llegaría mi hermana menor con el mismo defecto pero empeorado. Porque ella no tarareaba canciones sino que repetía un ruido que sonaba a un acople de radio que iba subiendo la intensidad. Toda persona ajena a la casa antes de saberlo, pensaba que era una radio mal sintonizada. Se escuchaba desde la cocina el ruido que mi hermanita emitía en la habitación de arriba: Basta. Apagá eso, repetía mi madre. Y ella se apagaba inmediatamente.

Las mujeres de esta familia nos hicimos disculpándonos, repito en voz alta y rompo por última vez, el silencio que corta el sonido que brota ahora mismo del cuerpo de mi hermana. Miro a mis hermanas, a mi madre. Les sonrío y ya no hay nada más que decir. No seré yo ni ellas quienes dirán basta. Nos miramos tranquilas. Ya nadie nos dirá con qué método sonoro podemos estar presentes. Se acabaron las disculpas. Comienza el tiempo de las chicas ruidosas. 

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