En la esquina de Corrientes y Estado de Israel rige la postal de todos los días. Una vorágine indiferenciada, un presente continuo que escupe gente en dirección al centro y al oeste de la Capital Federal. El semáforo en rojo, esa pausa que parece consumirle la vida a conductores de autos, motos y bicicletas permite acercarse, como en flashes, a esos pequeños mundos que habitan las grandes ciudades. Se ve a un pibe interpelado por tres policías. El chico tendrá unos 15 años. Es rubio, de ojos verdes, tiene la cara curtida, pero se nota que es un nene. Está vestido pobremente y de los nervios se le caen de la mano derecha un par de monedas. Me acerco por las dudas, porque nunca se sabe. De los tres policías, hay dos que solo miran alrededor, como tanteando el panorama. No parece gustarles la súbita presencia de un testigo atento al incidente. La gente va y viene. El tercer uniformado, un morochazo con lentes oscuros y mirada fiera, está hablando con el pibe. El abordaje, a primera vista, luce agresivo. Se puede reconstruir, con relativa fidelidad, el siguiente diálogo:
--¡Te tenés que ir de acá, no podés estar...!
--Pero amigo, si ves que no estoy haciendo nada. Estoy pidiendo unas monedas, todo piola, no bardeo a nadie, mirá lo que tengo, ya le mostré el documento a tu compañero. ¿Por qué no puedo estar acá?
--Porque no se puede. La gente se queja de que estás molestando.
--¿Quién se quejó?
--Llamaron diciendo que estás molestando a la gente pidiéndole plata...
--Es que no tengo para comer. Mirá lo que tengo --el pibe repite tres veces “mirá lo que tengo” y saca del bolsillo un billete de veinte pesos, dos de diez, uno de cinco, y un puñado de monedas.
Los otros dos uniformados vienen hacia mí. Me invitan a salir de la escena. “Estamos trabajando”, dice uno. “Yo también”, miento (o no). Aunque mi imagen no da el target de abogado constitucionalista en plan de presentar un habeas corpus ahí mismo, los policías no se animan, creo, a rescatar de su memoria afectiva la expresión “¡circulando...!”. Pero es lo mismo. Para descomprimir, o de puro pusilánime, me subo a la bici y voy a un maxikiosco que está a la vuelta, a comprar algo.
Después de elegir una birome y una maquinita de afeitar que podía haber comprado en otro momento y otro lugar, la curiosidad --un sentimiento más fuerte que la solidaridad y la empatía, en mi caso-- me arrastra nuevamente hasta la esquina de Estado de Israel y Corrientes. Los dos uniformados que estaban “trabajando” se alejaron unos metros. El otro sigue hablando con el pibe. Pero la escena cambió en estos cinco minutos en los que el mundo --este mundo en particular-- siguió girando y podría haber estallado en mi ausencia. No sé qué se dijeron en ese lapso, pero ahora al pibe se le caen unas lágrimas. El policía le pone la mano en el hombro, como para abrazarlo. Le dice: “Yo también vivo en una villa...” y se produce un silencio que parece tapar todos los ruidos de la esquina. El policía lo rompe para dar un consejo final que el pibe acepta: “Hagamos una cosa: andá tres cuadras para allá (señala en dirección a la avenida Córdoba) y hacé tranquilo, nadie te va a joder, acá no podés porque llaman los viejos y me rompen las bolas a mí y yo te las tengo que romper a vos. Pero todo bien, andá, suerte”.
El instinto me tienta a sacar el celular y tirar una foto para capturar ese breve abrazo imposible. Pero el instinto, también, me invita a desistir. También reprimo, en un segundo, la curiosidad periodística de encarar al pibe, o al policía, para intentar saber algo más de sus vidas, quiénes son, de dónde vienen, qué les pasó en este encuentro fugaz que diluyó --o tal vez solo postergó-- un antagonismo estructural. Pero creo que no es necesario. Tampoco lo son, tal vez, estas últimas palabras (vuelvo a leer la frase “antagonismo estructural” y me suena estúpida, pero la dejo porque sé que representa mi esquema mental, proclive a sobreideologizar todo lo que veo, escucho y toco).
El pibe se va (por las dudas mira para atrás un par de veces...), el policía de la mirada fiera se reencuentra con sus ya aburridos compañeros (¿qué le dirán sobre el abrazo, ya en el patrullero? tampoco lo sabremos). El ruido de motos y colectivos me avisa que el semáforo ya está en amarillo: ahora la ciudad empuja nuevamente hacia el oeste y me dejo llevar.