Aventurando una rápida sinopsis, sería pertinente afirmar que la filosofía política ha organizado su desempeño en base a una pregunta primordial. ¿Por qué obedecen las personas? La desafiante hondura de esta intriga es notoria, pues es extraño ese mecanismo por el cual propietarios de una voluntad subsumen su autonomía en una trama de instituciones que la restringen y la limitan. Esa alineación de una decisión propia en el espacio heterónomo de un sedimentado sistema normativo ha dado origen a interminables polémicas teóricas.
A lo largo de su trayectoria, la filosofía ha respondido a estos interrogantes construyendo centralmente dos modelos explicativos. El primero, de raíz clásica y que denominaremos histórico-evolutivo, tiene su fuente de inspiración en la obra de Aristóteles y parte de considerar una suerte de sociabilidad natural del género humano. Cada uno de nosotros nace ya integrado a una comunidad que lo contiene y configura, desde el seno materno hasta el núcleo familiar al que estamos adheridos como a un existenciario.
La estatalidad o la organización política son la consecuencia de una lógica de desarrollo de ese núcleo vital básico, promovida por requerimientos crecientes de la supervivencia colectiva. Abastecimiento o autodefensa son algunas de las razones que llevan a que la familia devenga tribu, la tribu ciudad y la ciudad imperio. Respetamos a una autoridad porque ello constituye nuestro estado natural, nuestra inclinación primaria e inconsciente, regida por la estructura misma de nuestro ser en el mundo.
El segundo, conocido canónicamente como contractualista y que tiene como figuras emblemáticas a Thomas Hobbes y John Locke, parte de una discrepancia antropológica sustantiva. La de postular que no es la otredad lo primordial sino la mismidad, esto es mi condición de individuo sin ataduras comunitarias. Lo primero no es la integración sino el aislamiento, la disociación.
Ahora bien, ese átomo social llamado individuo nace libre e igual, ejerciendo su pasión y sus intereses sin ataduras de ningún tipo. La ausencia de una autoridad natural sin embargo, ese momento de anomia primigenia genera caos, acechanzas, afectando toda convivencia posible. Es allí donde las personas pactan, dando su consentimiento (racional y consciente) a un magistrado que instituye el orden, la estatalidad y el sistema político. Obedezco, me asocio en definitiva, por una conveniencia; en la convicción de que rehuir hacerlo redundaría en la conculcación de aquellos derechos que se conciben como sustanciales (la propiedad, la vida, etc.).
Esta presentación esquemática es obvio que no contiene el extenso listado de matices, correcciones y puntualizaciones que cada modelo ha suscitado, pero aun así podríamos señalar las principales objeciones que cada uno de ellos ha recibido. En el caso del esquema clásico se le imputa que el concepto de autoridad natural consiente diversas formas de despotismo y que el panteísmo comunitarista vulnera la autogobernabilidad de cada individuo. En definitiva, una suerte de esencialismo autoritario que convierte a la sociabilidad constitutiva en justificación para imposiciones del todo por sobre la parte, de la estructura social y su sistema de valores por sobre la imprescriptible irreverencia de la voluntad autónoma de cada ciudadano.
A los efectos de estas líneas, vamos a detenernos con más detalle en las objeciones y dificultades que presenta el contractualismo. Para empezar, si la propuesta aristotélica procura describir un proceso real, efectivo, que atraviesa la humanidad en su organización política, este que la replica nunca define con claridad si ese estado primigenio de conflictividad extendida tuvo efectivamente lugar o es una hipótesis de razón. Esto es, algo que indemostrable en su facticidad, funciona como presupuesto conceptual imprescindible para brindar consistencia a todo el equipaje filosófico.
Es decir, solo se podría afirmar que el poder político surge de un consentimiento racional y consciente si previamente aceptamos una situación insoportable de disociación absoluta que torna urgente avanzar en mecanismos asociativos de articulación social. Por lo que esa ahistoricidad sociogenética del esquema contractualista lleva al formalismo, un universalismo analítico que desconoce la manera singular en que cada comunidad se desarrolla a partir de condiciones espacio-temporales irrepetibles.
Y ligado con esto, vamos a un nuevo aspecto especialmente relevante. Se sostiene aquí que los hombres nacen libres e iguales. ¿Cómo calificar esa aseveración? ¿Es un principio moral, un hecho tangible o una hipótesis de razón? Nuevamente, refutar el estado de sociabilidad natural y pregonar el consentimiento como origen del poder político requiere postular individuos libres e iguales que deciden hacerlo (y luego eventualmente desobedecer), solo que parece evidente que, en el mundo real, no somos ni libres ni iguales. Somos, por el contrario, punto de intersección de una cadena de determinaciones (psicológicas, culturales, económicas), que a su vez ocasionan flagrantes disparidades de llegada al momento de buscar consensos o diseñar orientaciones normativas.
Estamos entonces ante una idea regulativa, una aspiración tendencial que permite interpelar un presente de opresiones e inequidades tras un horizonte figurativo con repercusiones prácticas. No obstante, esa idea regulativa no puede pensarse como el punto terminal de un proceso evolutivo que se cumpliría en el largo plazo, por la sencilla razón de es cada vez más difícil de imaginar el estadio de una humanidad reconciliada donde todos seamos, finalmente, libres e iguales.
Ahora bien, si todas las revoluciones modernas se edificaron en torno a estos controversiales valores, la más emblemática de ellas (la francesa) introduce un tercero tanto o más polémico, la fraternidad. Esto es, un resquicio de hermanamiento en tensión con átomos sociales genéticamente disociados que deciden pactar solo por conveniencia. El problema surge nítido. Rechazada la otredad como constitutiva de nuestro ser, y postulado que hay un resquicio de especulación en mi relación con el todo del que formo parte, cuál sería el fundamento que nos inclina a admitir alguna forma de amistad social guiada por el altruismo? Puesto en términos dilemáticos, si el comunitarismo sustancialista limita los márgenes de la desobediencia y el horizontalismo, el individualismo moderno entorpece cualquier forma de regulación ética adversa al particularismo egoísta.
Perón era perfectamente consciente de estas aporías cuando presentó en el Congreso de Filosofía de Mendoza su texto “La Comunidad Organizada”. Su intención fue ciertamente pretensiosa, pues lo que allí se esgrimía no era apenas un proyecto político ni un programa de gobierno, sino una filosofía fundacional en el contexto de una radical crisis axiológica. Perón equipara la época que el procura encabezar con un nuevo Renacimiento, igualando las oscuridades de la Edad Media con el tenebroso escenario del mundo bipolar heredado de la segunda posguerra.
A esa decadencia moral que exige drásticas reparaciones la sintetiza en dos disvalores; el egoísmo (“la sobrestimación del interés propio”) y el materialismo práctico (lo que equivale tanto a desarrollo científico sin humanismo como a crecimiento económico sin democracia de bienes). Permeando por igual al capitalismo liberal y al comunismo soviético, ese extravío civilizatorio vendría a ser enderezado por un comunitarismo de inspiración americana, ni premoderno ni organicista, admitiendo la idea de individuo como un ingrediente que debe ser atendido en su dignidad plena. Un comunitarismo tendencial, regulativo, una armonía en permanente estado de construcción. Un plegamiento continuo entre el yo y el nosotros tomando a la justicia social como ordenador supremo en la filosofía política del peronismo.
En estos primeros meses de gobierno, el Frente de Todos ha jerarquizado un énfasis ético interesante, el de la solidaridad. Imperativo categórico que consiste en darle al que le falta lo que al otro no le sobra. Veamos la riqueza de esa categoría. La solidaridad es un principio moral operativo (y no regulativo) pues trabaja al interior de las desigualdades realmente existentes. Supone por tanto disparidad de ingresos y desprendimiento. Implica simultáneamente una sociedad fracturada y fraterna, pues el que más tiene resigna lo que considera propio en beneficio de quien lo necesita con más urgencia. Sólo que si la fraternidad se desplaza en el plano de lo simbólico (pues lo que se aúna son identidades) la solidaridad opera en el plano de lo material (reorientando recursos presupuestarios y cargas impositivas). Teléfono para Jueces y Grandes señores de la Soja.
La cruzada solidaria tiene, y allí se juegan los talentos del estadista, una dimensión pedagógica (como prédica que busca torcer conductas refractarias) y una dimensión ejecutiva (como conjunto de iniciativas que pone en funcionamiento aquello que se predica) Todo proyecto transformador, todo despliegue estatal reclama un regulador ético, un valor fundante. Puede serlo la solidaridad, combinación atractiva entre una utopía sin ingenuidad, justicia social en los rigores del capitalismo neoliberal y comunitarismo en un mundo inundado de inequidades.
Atractivo punto medio entre la idílica visión de una nación desprovista de fisuras sociales y un ficticio igualitarismo de base en donde la mera acumulación del bienestar individual desemboca en la satisfacción colectiva.