“Bueno, tampoco es cuestión de politizar el tema: el coronavirus no es ni de izquierda ni de derecha”, dice el panelista de un programa televisivo de la tarde, como si pudiera derivar, de esta supuesta asepsia ideológica, la validez del resto de sus argumentos. Aunque es probable que el invisible y maléfico SARS-CoV-2 no sea capaz (por ahora) de distinguir entre el materialismo dialéctico de Marx y el monetarismo de Milton Friedman, el conocimiento empírico indica, con un margen de error del 0.03 por ciento, que “todo lo que no es ni de izquierda ni de derecha… es de derecha”. Se trata de una máxima irrefutable que, de todos modos, será sometida en las siguientes líneas a un ligero examen.
La globalización, con su flujo anárquico de bienes y personas que responden a un mismo patrón económico, diluyó la perspectiva punitivista religiosa que justificaba las pestes de antaño. El anatema del “castigo divino”, que también era de derecha en tiempos en que no había izquierda, se abatía sobre una determinada comunidad y no había posibilidades de que el azote vengador se extendiera indiscriminadamente por todo el planeta. Como en Sodoma y Gomorra, cada pueblo purgaba con la muerte derivada del tifus, la peste bubónica o la fiebre tifoidea, supuestas ofensas al Altísimo. Hoy la perspectiva punitivista religiosa está encapsulada en el plano de lo grotesco, aunque debe reconocerse que también habilita un avance civilizatorio gracias a su vinculación con el negocio capitalista: un pastor evangélico dijo en Nueva Zelanda que el coronavirus es producto del “alejamiento de Dios”, pero tranquilizó a sus fieles subrayando que quienes paguen el diezmo estarán protegidos del flagelo.
El neoliberalismo mediático, (un epígono hipermoderno de las viejas divinidades, pero mucho más dañino) le bajó el precio a la amenaza sobrenatural. Cayó a la tierra, identificó la culpa original (China, los chinos) y se reservó de la vieja receta religiosa el único ingrediente que no tiene fecha de vencimiento en la historia de la humanidad: el miedo.
No es necesario abundar en detalles sobre la ubicación del miedo en el arco ideológico. Siempre fue de derecha. No tanto por su esencia (terreno fértil para una discusión filosófica que excede largamente nuestras posibilidades) como por sus efectos prácticos sobre la gente. Cada vez que el miedo se contagia, todas las palabras que derivan del “pánico” (xenofobia, racismo, vigilancia extrema, aislamiento, persecución, fobia, segregación, etcétera) llevan al repliegue del “mundo sano” sobre sí mismo.
El contagio puede ser real o imaginario. Se construye. Cuando un canal de televisión divide la pantalla en ocho para mostrar los ocho casos de coronavirus en ocho hospitales distintos, con móviles en vivo y zócalos apocalípticos, los infectados por el virus pasan a ser, potencialmente, 8 millones. El efecto reaccionario que el pánico lleva en su sangre va mucho más allá del objetivo mediático de horadar a un determinado gobierno. Tiende, más bien, a aislar a cada televidente/ciudadano (o consumidor de redes sociales/ciudadano) de todo lazo social que no esté determinado por la relación directa entre su vida y la enfermedad. En ese sentido, hasta las pobres e ignorantes sociedades medievales de Europa y de Asia azotadas por la peste bubónica (la tristemente célebre “peste negra”) estaban exentas de ese prurito de fobia social, porque tenían claro que el castigo venía “de arriba”. Ahora un simple estornudo convierte al vecino en un posible enemigo, un potencial asesino del que hay que cuidarse. Ni que hablar si es chino, descendiente de chinos o tiene una tía que viene de visitar familiares en Italia.
Debe decirse, sin embargo, que el coronavirus se guardó una cualidad más afín al ideario progresista: es “democrático”, no distingue clases (inclusive hasta ahora fue más cruel con los segmentos sociales que tienen la posibilidad económica de viajar) ni razas, ni credos. Pero esta pequeña concesión, portadora de un espíritu inclusivo que nadie está reclamando, se ve contrarrestada por una certeza: si la economía real de los países cae en picada como consecuencia del virus, un puñado de buitres –quizás los mismos que venden y compran bonos en default y ponen y sacan gobiernos— se va a quedar con lo quede del mundo. Eso sí que sería bien de derecha.