La imagen solemne, en sepia, acompaña una música que se le parece. En primera línea, frente a las cámaras de la televisión alemana, aparecen todos Los Fronterizos, menos César Isella. En la segunda, un coro de mujeres; y en la tercera –escalón más arriba– uno de hombres, los dos españoles. Y todos, bajo la batuta de José María González Bastida repiten varias veces la oda “Señor, ten piedad de nosotros”, Es el primer villancico de Navidad Nuestra la segunda parte (o lado B) de la obra. Domingo Cura y Jaime Torres, jovencísimos, se ven como petrificados a la izquierda del cuadro. Recién se ponen en movimiento a los dos minutos cuarenta y ocho segundos de la toma. Justo cuando la vidala/baguala “Kyrie” (la primera pieza de la Misa Criolla propiamente dicha) engancha con ese apoteósico carnavalito que atravesó el mundo con su fuerza espiritual: “Gloria”. Brilla al piano el creador, don Ariel Ramírez. Y, acto seguido, una imagen del inmenso techo de la iglesia alemana, le pone la empiria perfecta a otra maravilla: el “Credo” en versión de chacarera trunca. Le siguen otro carnavalito andino (“Sanctus”) y “Agnus Dei”, un estilo pampeano al que los dos coros (el Maitea y el Easo, de San Sebastián) se adaptan perfectamente. La imponente y sincrética Misa Criolla se había publicado en disco tres años antes, en 1964, pero aún no se había estrenado en público.
Hubo que esperar tres años, hasta que el milagro ocurrió lejos del pago: en Düsseldorf, Alemania, un día como hoy pero hace cincuenta años: el 12 de marzo de 1967. A ese momento pertenecen las imágenes que, pese a la enorme distancia que las separaban de la Argentina, no eran un lugar extraño a la inspiración de Ramírez. Más bien lo contrario. Allí había nacido su intención de crear una obra sacra, básicamente por una cuestión vivencial: su residencia en un convento de Wurzburg, ubicado a unos cien kilómetros de Frankfurt, Alemania, donde diez años atrás había trabado contacto con Regina y Elizabeth Bruckner, monjas, cocineras y hermanas, que le contaron al pianista argentino una historia. Justo enfrente de ese convento, los nazis habían levantado uno de sus campos de concentración, y ellas les llevaban comida a los prisioneros, clandestinamente. “Ellas no podían olvidar que esa casona (ubicada frente al convento) y las tierras más distantes habían sido parte de un campo de concentración, donde hubo alrededor de mil judíos prisioneros. Desde esa distancia, las monjitas me contaron, podían imaginar el horror y el miedo. Sólo en voz muy baja llegaban noticias acerca del frío y del hambre. Una estricta regla castigaba con la horca –sin más trámite– a cualquiera que ayudara o simplemente tomara contacto con aquellos que esperaban su trágico destino”, escribió Ramírez alguna vez. “Pero Elizabeth y Regina habían elegido la misericordia y habían sido formadas para el valor, de modo que, noche tras noche, empaquetaban cuantos restos de comida podían y se acercaban sigilosamente al campo, para dejar su ayuda en un hueco debajo del alambrado (…) Al finalizar el relato de mis queridas protectoras, sentí que tenía que escribir una obra, algo profundo, religioso, que honrara la vida, que involucrara a las personas más allá de sus creencias, de su raza, de su color u origen. Que se refiriera al hombre, a su dignidad, al valor, a la libertad, al respeto del hombre relacionado a Dios, como su Creador”
Tal fue el principio motor de la obra que trascendió las fronteras universales cuando, década después (en 1964) esta se grabó para solista, orquesta y coro bajo el manto sonoro de la argentinidad folklórica. Y se publicó al año siguiente con un elenco de lujo que incluía, además de la participación de Ramírez en dirección, piano, y clavecín, a los mencionados Cura (percusión) y Torres (charango). También a Los Fronterizos (esta vez con Isella), al Chango Farías Gómez, a Raúl Barboza y a Luis Amaya, entre otros músicos, más el coro de la Basílica del Socorro, y la adaptación de textos litúrgicos a cargo de una tríada de curas conformada por Jesús Segade, el santafesino Antonio Catena (amigo de la infancia de Ramírez y presidente de la comisión episcopal para Sudamérica, de quien Félix Luna tomó los textos de las piezas) y Alejandro Mayol.
La Misa Criolla llegó a vender más de diez millones de copias y aún sigue siendo un faro, una referencia, un punto de inevitable valor a la hora de ensamblar las músicas argentinas con parte de la cultura ideológica universal: el rechazo al nazismo a través del (buen) cristianismo. “Me resulta imposible explicar el éxito de la Misa Criolla. Soy autor de unas cuatrocientas obras. Me acuerdo de todas y las quiero a todas. Algunas trepan y nadie sabe por qué. No creo que la Misa Criolla sea lo mejor que he escrito. Pero sencillamente, la gente la quiere. Por supuesto, es la que mayor impacto ha producido en el público”, dijo el músico, poco antes de su muerte, a PáginaI12, sobre la obra que pudo ser, también, porque el Papa Pablo VI permitió que los textos litúrgicos pudieran cantarse en varios idiomas. Y así pasó, tiempo después, en el Teatro Colón con versión escénica de Roberto Oswald y Aníbal Lápiz; en el Avery Fisher Hall en el Lincoln Center de Nueva York, o en la catedral de San Patricio, entre muchas más. Además, fue editada en unos cincuenta países y cantada por George Dalaras, Mercedes Sosa, José Carreras y Plácido Domingo, entre otras grandes voces.