(ATENCIÓN: Este artículo incluye spoilers sobre la primera temporada de Esta mierda me supera)

“Querido diario”, comenza diciendo Sydney Novak (Sophia Lillis), de 17 años, en Esta mierda me supera, la serie que puede verse en Netflix. “Voy a parar la cabeza. Solo no hacer nada. No decir nada. Es la única manera en que puedo asegurarme de no hacer daño a nadie. Solo mezclarme con el puto fondo”. Es un sentimiento con el que casi cualquier adolescente –o cualquiera que lo haya sido- puede relacionarse. Solo que aquí las apuestas son más altas. Para Sydney, confundirse con el fondo es una necesidad no solo para atravesar la escuela secundaria sino para mantener al mínimo sus terremotos inducidos de manera telequinética.

I Am Not Okay with This, la ridículamente apasionante historia de una adolescente que lidia con el dolor, la pubertad, un lesbianismo latente, acné en los muslos y unos superpoderes emergentes, llegó a la plataforma de streaming audiovisual en medio de una ola de comparaciones. Ya que el cine parece haber abandonado el género de los jóvenes en crecimiento para dedicarse a las películas de Marvel y otras por el estilo, Netflix ha tomado la posta con un prospecto que parece ser “la reencarnación de películas de John Hughes, con exactamente el mismo vestuario pero sin su misoginia”. Esta mierda me supera es el más reciente eslabón en una cadena aparecida en Netflix que incluye a Riverdale, 13 Reasons Why, Stranger Things, Sex Education y The End of the F***ing World. De hecho, coexiste con el universo de The End…, ya que ambas están basadas en novelas gráficas de Charles Forsman y fueron co-creadas por Jonathan Entwistle. Y sus influencias van incluso más allá de las más notorias. Hay referencias bien directas a Carrie (1976), en especial por el rotundo ejemplo de los poderes mágicos como metáfora de la pubertad.

Pero en ese esquema algo gastado hay momentos de originalidad. Sí, Syd puede ser una forastera tímida y algo extraña –algo usual en los protagonistas en camino a la madurez-, pero sus crecientes dolores no están relacionados solo con la pubertad. Han sido heredados de su padre, que tuvo las mismas habilidades de telequinesis y se suicidó un año atrás. “Había algo con lo que luchaba”, según explica su madre (Kathleen Rose Perkins), “y esa cosa ganó”. En este contexto, los incontrolables raptos de inmensa destrucción son una metáfora de algo menos transitorio que la pubertad: la ansiedad y la depresión.

También le da un giro a la abrumadora rectitud del género crecimiento-supernatural-novela gráfica. Aquí, el caos emocional de la adolescencia de Syd se complica aún más por su sexualidad. Tras hacer un breve y poco convincente intento de conjurar sus sentimientos por su vecino Stanley (Wyatt Oleff, quien compartió protagonismo en la nueva versión de It), Syd se da cuenta que en realidad sus sentimientos están más dirigidos a su mejor amiga Dina (Sofia Bryant). Nada complica más el deseo adolescente de “mezclarse” que darse cuenta que la verdadera identidad no lo permite.

No es que el programa quiera confirmar los temores de jóvenes queer, que serán aislados por sus pares o tratados con disgusto por el objeto de su pasión. De hecho, se esfuerza por hacer lo opuesto. Syd debe batallar con su propio sentimiento de vergüenza, pero el único que juzga su sexualidad –el odioso Brad (Richard Ellis), novio de Dina- está bien señalado como el villano de la historia. En el explosivo final de la primera temporada, cuando Brad llama “tortillera” a Syd ante la escuela entera, las miradas juzgadoras se dirigen a él y no a Syd. Y él es la única víctima de su furia: toda una manera de terminar la serie. En una escena climática, tan ridícula como aterradora, la cabeza de Brad explota en pedazos y lanza sangre en todas direcciones, y Syd huye entre el sonido de sirenas.

Es el momento en el que el show toma un enorme y afortunado desvío del material original. En la novela gráfica, tras matar a Brad por mandar a Dina al hospital, Syd sube a la torre de agua y hace que su propia cabeza explote. “Decile a mi mamá y a mi hermanito que los amo”, escribe en su diario antes de poner fin a su propia vida. “No es su culpa. Este es mi regalo para ellos.”

Forsman dice que lo criticaron mucho por ese final. “Sé que la gente que ha experimentado el suicidio en su entorno y ve eso retratado puede pensar que es irresponsable, y me hago cargo”, dijo. En la reedición del libro agregó información en la contratapa con un número de ayuda al suicida, pero no estaba listo para cambiar el final. “Pensé que era un final adecuado, que ella resolviera su dolor con los mismos poderes que lo estaban causando”.

Es un punto válido. Pero dado que Netflix presentó 13 Reasons Why y All The Bright Places -ambas dirigidas al público joven y retratando un suicidio adolescente-, es un alivio que se hayan desviado de la novela. En el momento quizás más emocionalmente vulnerable y volátil de sus vidas, los adolescentes pueden no ser aislados enteramente de las realidades de una enfermedad mental, pero tampoco bombardeados con imágenes de gente hermosa, modelos aspiracionales, que se quitan la vida. Especialmente considerando que, en el primer mes tras la emisión de 13 Reasons Why, en los Estados Unidos hubo un aumento del 29% en los suicidios de personas entre 10 y 17 años. Dado que el padre de Syd también se suicidó, la divergencia también elude otra trampa, la de considerar que una enfermedad mental hereditaria puede triunfar, que el destino del padre será el mismo de su descendencia.

Es una sabia decisión, entonces, aun si la real razón es querer asegurarse una segunda temporada. Es de esperar que la haya, no solo porque la primera resulta tentadoramente breve, puede verse en solo una noche. Y se recomienda hacerlo.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.