Dice de sus cuadros: “Yo creo que en mi obra estoy siempre riéndome, jodidamente. Sé que del ser humano se puede esperar lo peor, pero al mismo tiempo tengo una enorme piedad”. Mildred Burton es una de las grandes artistas argentinas: pintora, grabadora, dibujante, retratista sin edad […] de abuela alemana y padres irlandeses, su niñez y adolescencia fueron una colección de rigores y mandatos que luego aparecen como nítidos estigmas en cada obra. […]
Su relación con el lenguaje tiene la misma estructura que la de sus cuadros: toda afirmación se niega, toda certeza se corrige, todo control, en un punto, se pierde. Ella va construyendo el relato de su vida a través de una narración en la que se confunden ficción con memoria.
“Todos mis cuadros --explica-- nacen de un relato anterior, que escribí previamente. Siempre me gustó escribir y varias veces voy a buscar ideas para un cuadro en esos apuntes: tengo más relatos que pinturas. La literatura me interesó desde chica. Mi gran amiga de toda la vida fue Luisa Mercedes Levinson. Ella siempre decía que si hubiera sido pintora habría pintado mis cuadros y yo le decía que de haber sido escritora, hubiera escrito sus libros. Nos sentíamos iguales, gemelas. También me fascina cierto mundo de Cortázar, de Borges y de Alejandra Pizarnik, con quien teníamos una amiga común: Leonor Calvera. A mí, en general, los poetas me aburren, pero Alejandra no”.
El conjunto de la obra de Mildred Burton --cerca de 1200 trabajos, según afirma-- está construido alrededor de un género literario, el género fantástico. Sus pinturas, dibujos y estampas están plagados de venganzas poéticas, de sutiles transformaciones --insólitas y a veces monstruosas-- en todos los niveles de la imagen; de rupturas de la lógica, de la inocencia sorprendida por la crueldad y por múltiples vueltas de tuerca perversas. En sus cuadros --como en sus dichos-- toda afirmación siempre puede ser negada, toda corrección desviada, todo control, en un punto, puede ser un extravío.
La pintura de Mildred Burton es una perpetua contrabiografía en la que la historia de una vida --la suya-- se hace a sí misma, pero esta vez con leyes propias y paralelas en donde se ponen a prueba todos los padecimientos familiares que fraguaron su infancia y juventud: la obediencia, la negación del deseo, el ocultamiento, el mundo militar, el control obsesivo, la religión, la locura, la muerte.
Sus cuadros son camaleónicos: el estilo es un disfraz reconocible, que oscila entre el homenaje y la corrosión de la historia de la pintura. Renacimiento, barroco, impresionismo o surrealismo se suceden como escenarios armados al modo de una trampa para el ojo. La artista parte de una engañosa referencia académica --derivada naturalmente de su facilidad para el dibujo-- para producir contextos aceptables y clichés pictóricos; pero cuando el observador se detiene en los detalles sobreviene lo monstruoso, la transfiguración.
“La familia del torturador”, por ejemplo, es un conjunto de dos retratos clásicos en los que se ve a la esposa y al niño del que vive de aplicar tormentos. Cuando el jefe de la familia llega del trabajo les trae a los suyos algún souvenir horrendo: es así que tanto la mujer como el pequeño hijo retratados lucen --ella a modo de colgante y él como un broche-- sendas falanges arrancadas a las víctimas. Y allí están, junto con el detalle siniestro, la compleja aquiescencia de los que rodean y apañan el mal, la silenciosa y extraña complicidad, el peso de la culpa.
“Los frutos del país” es una serie en la que también aparece subrepticiamente la historia de la violencia argentina. Pintado en el final de la última dictadura, este conjunto de cuadros de pequeño formato muestra, disimulados entre los frutos autóctonos argentinos, otros frutos que se extraen del país: masa encefálica desprendida, ojos y secciones del cuerpo.
Una larga serie de obras se meten con los lazos de sangre de la propia Mildred: su madre muerta muy joven, su padre que al final bordeaba la locura, sus hijos --los que murieron y los que están vivos--, su abuela temida y querida. “Mi abuela era terrible conmigo y yo la adoraba. Ella por ejemplo les tejía pasamontañas a los aviadores, en la época de la Segunda Guerra y con un trozo de lana roja ahorcó a mi gato preferido. Me daba manguerazos y me tiraba de las trenzas. Sus manos eran mi terror. Por eso yo pinté a mi abuela niña, mutilada, sin manos, en uno de los cuadros que está en la muestra”, cuenta Burton. Otra series, como Jean Jarrow o Jean en Pomme son sagas animistas en las que un jarrito camaleónico (el citado jarrow) adopta la forma del paisaje que sueña o una manzana heroica (la citada pomme) personifica a la mujer a través de diferentes epopeyas.
En cada cuadro, la superficie pulida --de la pintura, del estilo, del realismo como artificio-- se detiene en un abismo lógico que abre un abanico de sentidos de perversión creciente. Por esa fisura entra lo siniestro y se oculta la tragedia.
“Yo convivo con lo terrible y con el miedo --cuenta la artista-. Vivo sola en una casona terrorífica de la Boca. Creo que vivo siempre cerca de un abismo que al mismo tiempo me atrae. Antes tenía miedo de caer en ese abismo, pero después de ciertas cosas que me tocó vivir aprendí que no hay abismo en el que pueda caer, salvo aquel en el que yo decida saltar. Me ocurrieron cosas tremendas, pero soy resistente. De los cinco hijos que tuve perdí a dos. Yo me solazo en ese mundo terrible. En cierto modo ese mundo tiene contactos tangenciales con el de Aída Carballo, que fue una de la artistas que me apuntaló, junto con Berni y Roberto Aizenberg, cuando yo empezaba. Ella me largó al ruedo. Con Aída tuve una relación muy especial; me protegió y yo tenía la sensación de que me quería salvar de algo. Aída siempre estuvo cerca de la muerte y de la locura, y se esforzaba para que yo no ingresara en esas zonas. Yo también caminé al borde y estuve internada en varios centros de salud mental con diagnósticos varios: desdoblamiento de personalidad; síndrome esquizoide, paranoia... Creo que todos somos muchas personas al mismo tiempo y que nos comportamos de distinta manera, según quién tengamos enfrente. Lo peligroso es cuando eso se te escapa. A veces pienso que puedo terminar en la locura total y en el suicidio. Cuando llega la noche y estoy sola en casa, con todos mis perros, antes de que el sueño me venza siento que entro en la tragedia. Tengo pesadillas espantosas y vivo en un mundo paralelo insoportable. Mi sueño es un infierno todos los días, hasta que logro salir a las seis y media o siete de la mañana y voy a pasear a los perros. Antes podía no dormir, pero ahora me canso más. Cada día lo termino hecha pedazos y mi vida consiste en manejar los pedazos. Sé que tengo un cierto grado de locura, pero lo enfrento”.
* Fragmentos de la nota/entrevista publicada en Radar el 24/05/98. La muestra “Fauna del país”, curada por Marcos Krämer, sigue hasta el 5 de junio en el Mamba, en Av. San Juan 350.