Mientras caminaba de vuelta a casa después de marchar con miles de mujeres una vez más en el Día Internacional de la Mujer, pensé en las consignas del movimiento muchas veces bastardeadas o banalizadas. Las gotas de lluvia caían con suavidad y recordé a alguien decir que el feminismo está confundiendo la igualdad de oportunidades con privilegios. Empecé a preguntarme por mis privilegios, entonces. Soy privilegiada, es cierto, porque tuve la posibilidad de marchar y hacer paro, mientras hay miles de mujeres que no pueden siquiera imaginar pedir un día en su trabajo o no tienen quién pueda relevarlas de cuidar a los chicos. Soy una privilegiada porque tengo trabajo; después de casi treinta años, estable.
Soy una privilegiada, me dije, soy una mujer blanca, de origen europeo, clase media, heterosexual. Aunque durante los años de mi adolescencia el único sueño que me desvelaba era ser flaca y no imaginara otra manera de ser feliz. Corrijo, eran dos, ser flaca y tener novio. Ser flaca era el medio para conseguirlo todo.
Al mediodía, había acompañado a mi hijo menor a su primer día de escuela secundaria. En un acto muy sencillo de bienvenida, la directora hizo mención al paro y comentó el origen del 8 de marzo. Me alegré porque mi hijo está recibiendo una educación mejor que la mía. Aunque recordé también que soy una privilegiada porque estudié en la universidad pública, en donde tuve la suerte de que no me tocara ese profesor que todo el mundo sabía que era un baboso y se había pasado con algunas alumnas. También porque en la escuela secundaria mientras las chicas aprendíamos manualidades, los chicos tenían computación. Y mientras las monjas se preocupaban por el largo de nuestra pollera, no veían cuando los varones hacían exhibición de su masculinidad al palo.
También soy una privilegiada porque me separé bien, aunque llevo sobre mis hombros la obligación de sostener, siempre, y sufrí como loca la pérdida de la familia Ingalls que había querido construir.
El domingo en la carnicería había escuchado a dos empleados hablar de los pañuelos celestes y de los verdes mientras cortaban la carne. Las de los verdes son las asesinas, explicó el que llevaba la voz cantante. Y yo, privilegiada, callé, porque... A los dieciséis, me hice un aborto clandestino muerta de miedo, y esa misma noche tuve que ir a la casa de amigos de mi papá como si no hubiera pasado nada, para que él no se diera cuenta.
Soy una privilegiada, seguí repasando, aunque mucho antes de los dieciséis, mientras caminaba por la calle, alguien pasó y me metió una mano en el culo. Y otro día alguno se abrió el sobretodo y no tenía ropa y vi un pene por primera vez en mi vida sin saber de qué se trataba. Y ahora que soy libre de ir y venir a dónde y cómo quiero, no hay noche o tarde desolada que llegando a casa o viajando en un taxi no sienta miedo de que algo pueda pasarme.
Tengo el privilegio de estar viva, porque no tuve que recurrir a la justicia para pedir ayuda y sobre todo porque no me mató un violento antes de que la el Estado llegara. Aunque he aprendido a callarme más de lo que me gustaría.
Mientras pensaba, las gotas ya eran esa lluvia monocorde con ganas de no parar nunca. Soy una privilegiada, puedo escribir y contar muchas más historias como éstas, que sé que son las de muchas, repasé. Pero yo, privilegiada, más callada de lo debido, más correcta de lo esperable, más cómoda de lo que quisiera reconocer, a veces prefiero pagar la carne e irme sin decir nada. Privilegios de ser mujer.