Desde Barcelona
UNO "Ahí viene la plaga, le gusta bailar, y cuando va rocanroleando es la reina del lugar...", cantaba esa canción mexicana de los Teen Tops de 1959 que no era otra cosa que la mutación del virus original de "Good Golly Miss Molly" que dos años antes Little Richard ya había contagiado a todo el mundo. La música era igual, las letras muy diferentes: en inglés desbordaba de horizontales doble sentidos sexuales, mientras que en español --sin dejar del todo claro si La Plaga era un sentimiento o el apodo de una chica tóxica-- la cosa se quedaba en apenas un febril y vertical sacudir el esqueleto.
Como el de Rodríguez, quien va por la calle silbándola no en versión eléctrica sino acústica y cortesana como en una película de su infancia: La máscara de la Muerte Roja. Esa apología del encierro/aislamiento invadido por lo/s de afuera. Terror inmobiliario. Como Parásitos (Rodríguez lee que ya se organizan tours desinfectados a los barrios bajos de Seúl para que los más acomodados se "sumerjan" en la experiencia de vivir --y de oler-- como los pobres). O como esa nueva y empoderada versión del translúcido de H. G. Wells que podría titularse Durmiendo con el enemigo invisible.
Pero volviendo a la mascarada... Dirigida en 1964 por el siempre práctico Roger Corman con el intenso Vincent Price como el decadente y perverso príncipe Próspero. Y supuestamente basada en un relato de Edgar Allan Poe: ese escritor al que Corman supo masticar y tragar y con el que tomarse borrachas y libertinas libertades (aquí, delirio psicodélico marca de la casa; habitual homenaje-plagio, en esta ocasión a El séptimo sello de Ingmar Bergman; incubación de "Hop-Frog", otro relato de Poe; descenso a las "catacumbas de Kali" y ritos satánicos a Baal). En cualquier caso, fue la película más "lujosa" de la serie pero, misteriosamente, no funcionó tan bien entre sus seguidores quienes la consideraron demasiado "artística" y bastante "contenida". (Tener en cuenta que Corman llegó a planear muy contaminante secuela de 2001: A Space Odyssey a titularse 2002: Another Space Odysssey. Allí, en su guión, el astronauta/star child David Bowman regresaba a la Tierra, abría un taller mecánico en Alabama, tuneaba/computarizaba un virulento "Camaro HAL", y se enfrentaba a secta de contrabandistas a la que vencía con la ayuda de una tribu de simios "muy violentos pero también muy inteligentes luego de haber interactuado con un monolito negro". Bowman finalmente se emparejaba con la hija del sheriff local y tenían un hijo que, indignado por su concepción fuera del matrimonio, destruía la Tierra con sus poderes cósmicos.)
Después de ver La máscara de la Muerte Roja, hace tantos años, Rodríguez buscó el alegórico cuento original de Poe publicado en 1842. Y Rodríguez releyó sus vertiginosas habitaciones de colores y sus sombrías campanadas de ominoso reloj de ébano. Y fue entonces cuando el pequeño Rodríguez aprendió y apreció el que una misma historia pudiese llegar a contarse de maneras muy diferentes.
Lo que lo lleva a otra plaga: al Coronavirus a.k.a. Covid-19.
DOS Así --desde hace ya un tiempo tan fake-- Rodríguez vive y convive con la más anormal de las normalidades. O en la más normal de las anormalidades. No es el único, y las encuestas dejan bien claro que los españoles están muy interesados en las idas y vueltas de la peste pero, al mismo tiempo, no se encuentran especialmente alarmados. Así, con las autoridades plagadas de buenas intenciones, "por ahora" no se suspenden (como sí sucedió el Mobile World Congress por presión extranjera) ni mítines políticos ni clásicos de fútbol ni festividades flamígeras ni procesiones y besuqueo de estatuas santas durante esa semana para la que la principal amenaza solía ser la lluvia y viva el mortal turismo aunque sea muy accidental (eso sí: en Operación Triunfo se ha decidido que los concursantes ya no choquen sus manos con las del público).
En los noticieros los súbitos "especialistas" repiten una y otra vez --con una especie de orgullo un tanto enfermizo-- que la mayoría de los casos no son "autóctonos" sino "importados" y que por eso se seguirá en "el escenario 1 de 3" mientras alguno, en voz bajita, apunta que eso de sacar a la gente a rastras de sus hogares era un poco mucho, pero tal vez los chinos no lo hicieron tan mal-bien aislando ciudades y cancelando vuelos, ¿no?
Y preparen los pañuelos. Y los termómetros. Y las para muchos vitales mascarillas blancas cuya venta se ha disparado un 10.000%.
Atchís. Ka-ching. Kaput.
TRES ¿Es el Covid-19 más contagioso y letal que la gripe común o no? ¿Mutará a algo peor llegada la primavera o desaparecerá hasta el próximo otoño? ¿Se trata de una conspiración para diezmar chinos o reducir la población anciana que vive demasiado y colapsa los sistemas de pensiones? ¿Es feminista? ¿Acelerará la transición hacia el tele-trabajo desde casa para el que ya no habrá cura? ¿Están felices los abuelos de riesgo de riesgo de que ya no les encajen a sus nietos riesgosos? ¿Su impacto económico será mayor que el de las "donaciones" del rocanroleante y constitucionalmente "inviolable" Rey Emérito a su alguna vez "amiga entrañable" Corinna-Virus? ¿Et tu, Bond, James Bond? ¿Provoca el Coronavirus más miedo que el terrorismo fundamentalista (ah, qué tiempos aquellos...)? ¿Es grave? ¿Es agudo? Da más o menos igual, parece... Para Rodríguez --entre tanta versión y contraversión-- estar plagado es ya sinónimo de estar lleno, cargado, atestado, empachado, saturado y, sí, estar harto. Puesto a infectarse, Rodríguez opta por abrazar a Netflix (ante la recomendación de no abrazar a los gérmenes de otros, con todos esos documentales acerca de la pandemia definitiva) más allá del diagnóstico de que sus usuarios dedican unas 45 horas al año a decidir qué verán: unos 7,5 minutos al día y con el 21% de los descontroles remotos sucumbiendo y apagando al no encontrar nada entre todo. Como sucede con las múltiples explicaciones/teorías acerca del Coronavirus del canal 19.
Pero a no desesperar.
Seguro que en alguna parte están emitiendo La máscara de la Muerte Roja.
Y ahora Rodríguez se siente como del otro lado de las cosas (como alguna vez se sintió junto a los infecciosos Boccaccio y Chaucer y Defoe y Woolstonecraft Shelley y London y Lovecraft y Tolkien y Camus y Stewart y Matheson y García Márquez y Crichton y King y Straub y Koontz y Shilts y Atwood y Burns y Preston y Saramago y Palahniuk y Hill y todos esos zombies y vampiros infestando pantallas) y en una especie de plácido y resignado Más Allá en vida.
Nunca se sintió así de bien estando tan supuestamente mal aunque, por el momento, asintomático.
Y Rodríguez se pregunta si este no será claro e incuestionable síntoma de que se ha contagiado el coronavirus: la versión relax de aquella euforia medieval que ponía a bailar a los condenados con las saltarinas baladas juglarescas de la banda de Saint Vito & The Sick Tops.
Así --sincronicen relojes de ébano, como el poético Próspero saliendo a escena y a escenarios ¡1-2-3!-- va rocanroleando.
Ahí viene Rodríguez y es el rey --o, mejor dicho, el príncipe-- del lugar.