Diciembre de 1973. Faltan nueve meses para mi nacimiento. Se estrena en Argentina Solaris, de Andrei Tarkovsky. Cuarenta y cinco años después, en el océano que burbujea en mi bóveda craneana, nace material el recuerdo de mi presencia en un cine de Buenos Aires, entre los espectadores del estreno, con una edad apenas de adulto, y atuendos de época que nunca tuve. 1995. Nace un extraño amor platónico, en mi bóveda, por una chica de dieciocho años, Natalia, en mis días de militancia en la villa Oculta. Nunca llegamos siquiera a la amistad. Algunas conversaciones, que terminaron abruptamente cuando su padre, un puntero, me ahuyentó con un arma de fuego. Corrí por los pasillos para siempre. De rodillas ante su padre. Para siempre la pantalla incesante de recuerdos. Natalia Bondarchuk presta su descomunal hermosura a la materialización de Hari, a la materialización de los recuerdos de Kris, a la materialización fenomenal del océano creador de Andrei, con sus púas vibratorias en Kris, con sus púas que vibran mis recuerdos “ocultos”, materializados una y otra vez en Hari, en Solaris. Y mis atuendos de Kris, y mi sudor de Kris, y el arma de fuego quemando los misterios de los objetos materializados, sudor, ardor, hombres armados en el borde de las decisiones políticas, de frente a los recuerdos. Militancias, continuidades, deshechos del tiempo, saltos al vacío eterno, Solaris despega, pero Hari vuelve a mí, Andrei.
Yo, hoy, 4 de marzo de 2020, observo las burbujas ahuyentadas a gran velocidad desde mi cráneo, a gran velocidad, escenas cotidianas todas, de todas las edades, y yo, Andrés, incómodo frente a la pantalla, angustiado, con la angustia del poeta frente a la pantalla, con la Angustia de Andrei frente a la Unión Soviética, y frente a la Polonia de Lem, pretendo una oportunidad, golpeo la puerta de Solaris desde adentro, desde Hari, por ser lanzado, ahuyentado de una angustia frente a la Argentina, besado por un ser que brota del océano para desencantarme, desencantarme definitivamente de los lares de Andrei, una oportunidad para el desencanto definitivo, para el fuego del arma contra los recuerdos materiales, el disparo al vacío eterno de la nave de los padres, pero vuelve, Solaris vuelve a la pantalla de las velocidades cósmicas, Natalia vuelve a Kris con sus atuendos intactos, su piel perfecta, perdida en el tiempo, perfecta, honda en la superficie del mar rosado, nadando en su memoria de virgen, vacía, con lágrimas perladas rosadas petrificadas en el mar de sus pómulos, insomne, con el insomnio de la que no aprendió a dormir. Ahora soy Kris, 19:36 del mismo día. Natalia Bondarchuk está por cumplir setenta años, como mi padre. Llevo mis atuendos, de oficinista moderno, estallados los atuendos. Entro tecleando en mi pantalla y la corriente oceánica no duda en dejarme en su cumpleaños, en la villa, con las compañeras y los compañeros, con vecinas y vecinos, mis heridas están cicatrizadas, sus ojos siguen llorosos, puedo borrar mis cicatrices con un pañuelo, llorosos pero por encima de una sonrisa, apenas hallada en la escena, hay fuego y deseo, hay velita, hay desvío en esos ojos de belleza impiadosa, hay suspenso de cumpleañera, su deseo no cumple con su esencia oculta y se desparrama material oceánico por las serpentinas y escribe en los banderines otra esencia, otras desesperaciones de Andrei: “¿Quién soy?”, aferrada a los pies de Kris, otras vez llorando, débil y filosa, filosófica, Natalia pregunta y mis pies inscriben en esta historia de barro en los pasillos la filosofía de esa lente voraz, perpleja de frente a la marea densa del tiempo en cámara lenta, precisa, densa y precisa nave de la Unión Soviética: “¿Quién soy?”. Solaris. 1995. Lo puedo borrar con un pañuelo. Sudor. Lo puedo secar con un pañuelo. Angustia. La puedo vibrar con púas en un pañuelo. Estalla una piñata y Hari está en el suelo, sangra como pariendo. Se retuerce de no saber, estallada de resucitar en la pantalla, en mi recuerdo, en mi insistencia. Nazco para los registros. 27 de agosto de 1974. No sé quién soy. Harto de resurrecciones. Harto de recuerdos. “No sé quién soy”, pronunciamientos materializados en mis labios de Kris, besados en la letanía de algo parecido al sueño. Donatas Banionis. No sé quién soy. Tal vez un regalo o una tortura del océano. Y la desesperación por amar a esa humanidad entera que va desapareciendo, una y otra vez materializada, una y otra vez resucitada, treinta mil veces resucitada a mis pies, en el barro de las preguntas desesperadas. Natalia se fue. Tierra. Mi padre me encuentra de rodillas en la puerta de mi casa. Mi hijo de rodillas en el interior de una burbuja oceánica golpea en las paredes internas de la bóveda. Desde las claraboyas de nuestras naves, o asomados por las escotillas de Solaris, todas y todos, o todes, vemos caer recuerdos al agua, bombas al océano, armas de fuego a las memorias. Hari se fue. Yo nunca aprendí a dormir. Sospecho levitando en el insomnio. No sé quién soy. Sólo vibra en la pantalla un presentimiento. Con sus púas una argucia de insomne. Recordado en una bóveda, puesto a actuar en continuidad, en los dominios del océano rosado de Andrei Tarkovsky.
Andrés Mangone es actor, director y dramaturgo. Maestro desde hace 20 años en el estudio El Cuervo, la escuela de Pompeyo Audivert, con quién ha compartido la dirección de numerosas obras, entre ellas Muñeca, Museo Ezeiza 73, El Farmer, y actualmente Trastorno (funciones sábados y domingos en el CCC). También en cartel Reflejos Infieles en Al Escenario, e Insomnio Pizarnik en Querida Elena, ambas codirigidas con Ivana Zacharski.