Con casi 17 millones de habitantes (172 mil millones de dólares de producto), la provincia de Buenos Aires expresa el 38 por ciento del total de la población del país (y un tercio del PBI), lejos del 8 por ciento aproximado de Córdoba, la Ciudad de Buenos Aires o Santa Fe. Ninguna entidad subnacional de otros países federales ostenta semejante supremacía: el peso de San Pablo sobre el total brasilero alcanza el 25 por ciento de la población, el de California el 12 y el del Estado de México el 13 (Prusia ocupaba el 65 por ciento de la superficie de Alemania hasta que fue desmembrada por Hitler; por problemas parecidos a los que analizamos acá, nunca fue reconstruida).
Este desequilibrio se agravó tras la reforma constitucional de 1994, que eliminó el Colegio Electoral, que suavizaba las diferencias del padrón entre las diferentes provincias, e instauró el voto directo: hoy ningún candidato a presidente puede ganar sin los votos bonaerenses, en particular los del Conurbano, que representan el el 25 por ciento del total nacional. El gigantismo se refleja en otros datos: la Policía Bonaerense dispone de 100 mil efectivos (contra unos 80 mil militares sumando las tres armas), la provincia emplea unos 400 mil docentes (contra 70 mil de Córdoba), genera la mitad de la producción industrial y otro tanto de las exportaciones, y cuenta con 135 municipios, incluyendo, además de los partidos del Conurbano, ciudades superpobladas como Mar del Plata (casi un millón de habitantes) o Bahía Blanca (350 mil).
Pero además de grande la provincia es débil: aporta el 36 por ciento de los fondos de coparticipación y recibe apenas el 19 por ciento, lo que convierte a su Estado en un Estado frágil, crónicamente quebrado e incapaz de proveer los servicios esenciales (el gasto público per cápita es 30 por ciento más bajo que el promedio nacional). Mirada desde cualquier punto de vista, la discriminación es clara: si se considera la población, Buenos Aires debería llevarse el 42 por ciento de los fondos; si se mira el producto, el 41; y si se consideran las necesidades sociales, el 44.
Por supuesto, ambas cuestiones, el tamaño y la debilidad, están relacionadas. Tras las batallas de Cepeda y Pavón y la coronación de Mitre como el primer presidente reconocido por todas las provincias, la organización nacional se fue consolidando en base a un equilibrio que compensaba la preponderancia de Buenos Aires con una serie de concesiones al Estado federal, como la representación igualitaria en el Senado y la nacionalización de las rentas de la Aduana. De hecho, la Argentina tal como la conocemos recién se terminó de sellar cuando Julio Roca sofocó el último intento rebelde bonaerense, liderado por el gobernador Carlos Tejedor, que se resistía a la federalización de la ciudad de Buenos Aires.
En otras palabras, el desempoderamiento de Buenos Aires es la condición histórica de la unidad nacional; y el déficit estructural del fisco bonaerense, la forma en la que se concreta. La explicación es simple: si el Estado bonaerense no viviera en bancarrota, si no tuviera que mendigar ante la Nación para pagar los salarios, su gobierno amenazaría la autonomía del resto de las provincias y afectaría la gobernabilidad nacional, y no le resultaría difícil al gobernador poner en cuestión el poder del presidente. Como explica Horacio Cao, no se trata de una conspiración llevada adelante de forma sistemática sino de una dinámica que hace que, cuando Buenos Aires reclama más fondos, rápidamente se organice una coalición extra-pampeana que, apelando a tópicos populares en el imaginario político argentino (el atraso del Norte, la necesidad de poblar la Patagonia), logra bloquear las demandas bonaerenses en el Ejecutivo, el Senado y la Corte.
Por eso Buenos Aires no solo carece de los instrumentos de política exterior y monetaria cedidos al gobierno federal por todas las provincias, sino que además fue amputada de su capital -La Plata es una ciudad literalmente inventada por Dardo Rocha-; por eso, tambien, viene siendo discriminada desde siempre. Buenos Aires es el país que no fue, un territorio del tamaño, las complejidades y los problemas de un Estado nacional, que sin embargo debe ser gestionado con las herramientas de una provincia.
Quizás por eso la provincia carece de una identidad definida: es probable que un bonaerense se identifique antes con su ciudad (marplatense o baradense) y, si vive en el conurbano, con el partido o el cordón (“Soy del Oeste”), antes que con su provincia, algo impensable en un riojano, un entrerriano y desde luego un cordobés, catalanes en potencia que hasta tienen su propio idioma. No hace falta una inmersión a lo Malinowski para comprobar que en ningún grupo de amigos existe tal cosa como un “Bonaerense”, aunque puede haber un “Riojano” o, más directamente, un “Chaco”. A diferencia del resto de los distritos, en Buenos Aires no existen medios de comunicación de alcance provincial. Recién en 1997, tras un concurso organizado en las escuelas, los bonaerenses se dieron su propia bandera.
Esta doble condición de tamaño y debilidad se traslada a la figura del gobernador, mucho más ligada a la política nacional que los de otros distritos. Buenos Aires es la única provincia en la que los gobernadores saltan al revés, de la Nación a la provincia, en buena medida porque son una creación del presidente: tres de ellos (Duhalde, Ruckauf y Scioli) fueron antes vicepresidentes, y otros dos (Solá y Kicillof) ministros. No hay muchas provincias en las que sus gobernadores hayan desarrollado, al momento de presentarse, una carrera política… en la Capital Federal (en Buenos Aires hay cuatro: Ruckauf, Scioli, Vidal y Kicillof).
Pero lo más notable –y lo que demuestra que la inviabilidad de la provincia es un problema estructural- es que al final todos fracasan. Cafiero, Ruckauf, Solá, Scioli, Vidal… los gobernadores bonaerenses logran -en sus mejores momentos- flotar con una buena imagen en la opinión pública, hasta que la crisis económica o la cercanía con el gobierno nacional o los celos del presidente interrumpen sus carreras (sucede lo contrario con la Ciudad de Buenos Aires, tan fácil de gestionar que ya nos dio dos exitosos alcaldes que una vez en la Casa Rosada se revelaron pésimos presidentes: De la Rúa y Macri). La solitaria excepción a esta fatalidad bonaerense es Duhalde, el único que llegó al gobierno nacional, aunque no por los votos, y el único, no casualmente, que logró romper la dependencia económica a través del Fondo del Conurbano, una fabulosa masa de recursos -650 millones de dólares- arrancada a Menem como condición para apoyar la reelección.
¿Qué hacer con el King Kong y sus pies de barro, entonces? No hay una buena respuesta. La propuesta de dividir Buenos Aires en dos o tres provincias más manejables resulta tan interesante como difícil de concretar (¿qué político se atrevería a proponer públicamente la creación de más gobernaciones, más cámaras legislativas, más cortes supremas?). Se origina además en intelectuales del radicalismo, el partido que no gana una elección bonaerense sin ayuda desde 1985, y difícilmente cuente con el apoyo del peronismo. Durante su gestión, Scioli había elaborado un plan de regionalización, bienintencionado pero que no llegó ni siquiera a considerarse.
Pero algo habrá que hacer, porque la provincia es un problema. Contra lo que a veces se piensa, el federalismo no refiere solo a la autonomía de las provincias sino, y sobre todo, al desarrollo, a la posibilidad de que un tucumano lleve adelante su vida en Tucumán y un matancero en la La Matanza, para lo cual a veces es necesario centralizar recursos y luego redistribuirlos. Tiene razón Axel Kicillof cuando dice que en la Ciudad de Buenos Aires hay dinero para jardines colgantes y que cruzando la General Paz falta casi todo, aunque peca de voluntarista cuando sostiene que el gobernador tiene las herramientas suficientes para contrarrestar un rumbo nacional que lo perjudica, núcleo de la crítica a Vidal en su libro Radiografía de la provincia de Buenos Aires (Editorial Siglo XXI).
Algo habrá que hacer, decíamos. Sin caer en la tentación refundacionista ni en la aspiración irrealizable (la dichosa nueva ley de coparticipación por ejemplo), es necesario al menos recortar los fondos que reciben los distritos más ricos, en particular la Ciudad de Buenos Aires y la Patagonia, para desplazarlos al Norte y al Conurbano; redigirir la obra pública, la construcción de escuelas y viviendas, los hospitales. La solidaridad, concepto que organiza la gestión del Frente de Todos, implica la redistribución del ingreso entre sectores sociales pero también entre generaciones y territorios: comenzar por el Conurbano para llegar a todos.