Las vacaciones de invierno no podían haber empezado peor. Lucas no podía creer el anuncio de su mamá: llovía y hacía mucho frío. Sus inminentes cinco años se habían entusiasmado hasta la excitación con la idea de las vacaciones de invierno, tan trabajada por las maestras del Jardín de Infantes. Su ubérrima imaginación había construido miles de aventuras absolutamente irrealizables y, por eso mismo, tan auténticas e innegables. ¿Podría una llovizna, por más persistente y fría que fuera, arruinarle la vida de esa manera? Sus grandes ojos apenados respondían afirmativamente a esta pregunta. Su rostro adquiría esa sombra gris, copiada de la mañana invernal, que la tristeza pone en el rostro de un niño. El vidrio de la ventana le dejaba ver la catástrofe, aún empañado por el vapor que producía el trajín de la mamá preparándoles el desayuno.

Mientras tomaba la chocolatada analizaba febrilmente cuáles eran sus posibilidades: televisión, sus soldaditos… nada de jugar a la pelota, nada de trepar árboles, nada de andar en bicicleta… ¡nada divertido!. Su mirada, generalmente chispeante y ocurrente, recorrió con aflicción la cocina donde estaba desayunando; después la sala de estar. Eran los dos ambientes de la casa en los que pasaría la jornada. Encierro y aburrimiento. Mientras miraba, llegó de improviso... ¡la galería! Al otro lado, invisible desde la cocina, la galería abierta al patio con sus promesas, si no de aventuras verdaderamente divertidas, al menos de un poco de libertad. Una sonrisa, pequeña pero evidente, se dibujó en su cara.

--¡Ni se les ocurra salir a la galería! Con el frío que hace hoy se van a pescar una pulmonía.

¡Confirmado! Su mamá tenía poderes: la extraña capacidad de leer el pensamiento era uno. Además, tenía una mirada que, así como abrigaba y endulzaba, podía congelar cualquier iniciativa de Lucas y de sus hermanos, especialmente las más audaces. El papá era más fácil. Solamente había que tener paciencia y sorprenderlo mirando la tele o haciendo algún crucigrama. Entonces, bastaba con hacer la pregunta del modo correcto y la respuesta era un sí o un no, según convenía a quien preguntaba. Después había que superar el enojo de mamá, pero uno contaba con la contraseña mágica: “Papi me dejó”.

El último sorbo de la chocolatada le indicó que la pausa que imponía el desayuno se terminaba. A partir de este momento el día comenzaba a ser suyo para jugarlo, es decir, para vivirlo. Sin embargo, todo hacía pensar que éste sería un día perdido. Uno de esos días olvidables.

Se demoró todavía un rato con los brazos acodados sobre la mesa. Miraba a su mamá que recogía las tazas y los demás elementos que habían dejado en la mesa mientras repasaba sus posibilidades.

El día, de modo irremediable, se presentaba gris y triste. Se levantó pesadamente y se acercó a la ventana que daba a la calle. Lo que la mirada cubría era tan desolador como lo que había observado desde la ventana de la cocina. De pronto sus ojos se agrandaron, adquirieron ese brillo inconfundible, toda su cara se iluminó con una expresión mezcla de sorpresa, alegría, esperanza… la expresión del que hace un gran descubrimiento,

Allí, cruzando la calle, un poco desplazada hacía la derecha, estaba la casa de los nonos. Con un día así era imposible escapar al encierro; mamá era inflexible, papá estaba trabajando. Pero el encierro en la casa de los nonos podía transformarse en una buena experiencia, en algo divertido. La ley de probabilidades no entraba entre los conocimientos teóricos que Lucas estaba adquiriendo en el Jardín de Infantes, pero su aplicación práctica era de uso permanente en su agitada vida. Tras su aspecto de niño despreocupado y caótico-desorganizado, se ocultaba un calculador frío y preciso que sabía obtener lo que buscaba. En este caso sólo había que conseguir el permiso de mamá para cruzar. Las probabilidades de pasarla bien en casa de los nonos eran varias veces superiores a las de pasarlo bien en su propia casa.

Entró a la cocina con sus mejillas sonrojadas un poco por el frio y otro poco por la excitación. Fue directamente frente a su mamá y sin previo aviso ni rodeo alguno, descargó la pregunta: --¿Puedo ir a jugar de los nonos? Y, sin tomar aire, anticipándose a las probables objeciones, agregó: "¡Me abrigo bien! ¡Ahora casi no llueve! ¡Cruzo rapidito y me quedo adentro! Dale, mami". Terminó en un tono de súplica, con una expresión en la que los ojos abundaban haciendo resaltar sus largas pestañas. Todo él, niño al fin, era capaz de conmover a una estatua.

La mamá, tratando de conservar su mirada dura y enérgica, pero profundamente conmovida, concedió:

--Bueno, pero ¡ojo con lo que hacen!-- El plural de la advertencia incluida en el permiso extendía éste a todos sus hijos.

Todos buscaron abrigo con premura y un dejo de torpeza, se vistieron convenientemente, pasaron por un último “control” de mamá que los acompañó hasta la puerta y los miró atenta al improbable paso de algún vehículo hasta que ingresaron a la casa de los abuelos. Aún esa pequeña separación ponía en su corazón un dejo de nostalgia: podría seguir con sus tareas con más tranquilidad, pero extrañaría la presencia de sus hijos.

Entrada en tropel a la casa de los Nonos. Los saludaron y aceptaron gustosos el convite con los caramelos masticable que el Nono compraba seguramente porque eran los más baratos (costumbre adquirida en las estrecheces de su vida; pocas pero percibidas como muchas y muy grandes). Cumplido el introito, cada uno se sumergió en la actividad lúdica que había elegido. Lucas inició una de sus acostumbradas partidas de naipes con el Nono. Comenzaba por el “Culo sucio”; los ojos ansiosos de Lucas se fijaban hipnóticamente en las cartas, hábilmente barajadas por el Nono, esperando que el fatídico y vergonzante As de Oros no le tocara a él. Tres o cuatro partidas después era el turno de “La casita robada”. Aquí Lucas se relajaba y su concentración era total. Ganarle al Nono era un desafío que merecía su mayor esfuerzo. El primer partido lo ganó el Nono que, salomónicamente, se dejó ganar el siguiente cometiendo dos o tres errores imperceptibles para Lucas.

Cuando se disponían a comenzar el tercer juego, al Nono se le ocurrió una de las situaciones con que ponía a prueba a su nieto.

--¿Qué te parece si jugamos por algo? Hasta ahora jugamos por jugar --dijo mientras mezclaba las cartas.

Dejó el mazo sobre la mesa, metió su mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó de allí una reluciente moneda de un peso. La puso sobre la mesa frente a Lucas con un movimiento ampuloso y afectado, mientras le decía:

--Vamos a jugar por una moneda.

Agregando, en tono desafiante: --Aquí está la mía, ¿a ver tu moneda?

Lucas miró la moneda. Su mente empezó a buscar una solución al problema que se le presentaba: no podía rechazar el desafío del Nono pero no era poseedor de ninguna moneda. En pocos segundos tenía la respuesta y con una sonrisa triunfal, le dice al Nono: --Hacemos así, Nono: jugamos por tu moneda. Si yo gano, me quedo con la moneda y si ganás vos, te quedás con tu moneda.

El abuelo festejó con una carcajada y una caricia la ocurrencia del niño. Siguieron jugando con la moneda del Nono como premio y con las reglas que la lógica irrebatible del nieto había impuesto. La moneda pasó a formar parte del patrimonio de Lucas.