Los fósiles más pop

El artista checo Filip Hodas, con residencia en Praga, no le rehúye al costado más decadente de la cultura popular: se tira de panza en aguas que navegan su exacerbado declive. Lo hizo antaño al imaginar un futuro distópico donde consolas de juegos eran búnkers posapocalípticos, Pacman yacía inerte con su motor quemado; ídem el insolente Bender, cubierto de musgo. Y lo ha vuelto a hacer ahora, desde un prisma considerablemente distinto: en Cartoon Fossils, su último trabajo, ha creado el veinteañero una serie de calaveras anatómicamente correctas, aunque genuinamente imposibles. Son, después de todo, cráneos de dibujitos animados, creados tras darse caña con diferentes programas -como el Cinema 4D, el Zbrush, el Substance Designer- y una impresora 3D. “Al principio, evalué hacerlos similares a los restos de dinosaurios, instalarlos en un ambiente que emulara el museístico, pero con partes rotas o faltantes no eran tan reconocibles. Así que descarté la opción, me decanté por una apariencia menos dañada, agregándoles algunos detalles típicos”, comparte el “paleontólogo” que ha dado con los fósiles de Popeye, Tribilín, Piolín, Bob Esponja, Tío Rico, Minnie… Otorgando a cada ejemplar, conforme dicta la especialidad, su nombre científico: Homo Popoculis, Canis Goofus, Canaria Tweetea, Spongia Bobae, Anas Scroogius, Mus Minnius… Marcando, además, en sus chapitas de identificación el año y el país de origen de cada espécimen (léase, cuándo y dónde debutaron en animación). Por lo demás, deja la interpretación a criterio de cada espectador, aunque aclara que “la sensación que persigo, en general, es la nostalgia, recreando mundos olvidados, mezclándolos con las ideas que me entretenían de niño (era fan de los dinosaurios, vale aclarar), siempre plantando un pequeño giro o broma aquí o allá”. Y ya está.

La cuna del ocio

Lo llaman “el espacio gamer definitivo”, aunque también le cabría por mote “el paraíso del holgazán”; su función, después de todo, es que los jugadores hagan el mínimo esfuerzo indispensable: por caso, dar dos, tres pasos, ¡o cuatro!, una odisea para el haragán. Obra y gracia de la compañía nipona Bauhutte, se trata de un mueble –casi un capullo- especialmente diseñado para gamers que solo sueltan los controles para ir al baño, a los que levantarse del escritorio o el sillón para ir a dormir les resulta titánica misión. Sin más, anota la mentada empresa japonesa en su website: “Despertarse y moverse hasta el escritorio para jugar, ¿¡por qué la vida tiene que ser tan complicada!? Por fin un producto que resuelve el problema”. Un problemón, ajá… Ergo la flamante propuesta: una cama -con cabecera movible- que incluye los más variopintos aditamentos, desde estantes para guardar refrigerios, portavasos, soporte de dos pantallas, también para tabletas, espacio para parlantes, un brazo robótico… En fin, lo necesario para amanecer, jugar, volver a retozar, sin abandonar el colchón nunca jamás. Sale poco más de mil euros, en yenes; los snacks no están incluidos, sí la almohada especial. Vale decir que también vende Bauhutte sillas gaming, pero es claro que entiende que la cama es el set-up ideal para los aficionados a Resident Evil, Call of Duty, The Legend of Zelda, y más, más, más. Claro además que no ha hecho mella en la firma lo que pasase el pasado año, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) prendió la chicharra e incluyó a su lista oficial de enfermedades la adicción a los videogames, trastorno modernete que refiere al uso y abuso excesivo, irrefrenable por jugar, repercutiendo perniciosamente en las habilidades personales, sociales, académicas, laborales. Consecuencias nefastas en la salud, sin más, de los que la camita parece sacar rédito, dando mullido confort a una afición que puede devenir adicción, sin más.

Todo tiempo pasado fue… más plástico

Se le ha piantado un lagrimón al New York Times por la prohibición que, a principio de este mes, entró en vigencia en la Gran Manzana contra las bolsas de plástico desechables que reparten tiendas y mercados. Aunque el veto esté más que justificado (“Durante demasiado tiempo han arruinado nuestro medio ambiente y obstruido nuestras vías fluviales”, en palabras del gobernador Andrew M. Cuomo), ha rodeado al diario un halo de nostalgia, temeroso de que “estos diáfanos y arrugados fantasmas” devengan “un artefacto del pasado”. Y es que, “aunque se apiñen en los desagües, derrapen en tachos de basura, se enreden en los árboles, en sus cuatro décadas en servicio se han convertido en parte del paisaje de la ciudad”, invadiéndolo todo con sus diseños: variaciones aparentemente infinitas de un mismo puñado de temas (desde caritas sonrientes hasta motivos florales, y el repetido, constante “¡Gracias por comprar aquí!”). De allí que, en sus páginas, haya dedicado el susodicho medio un sentido tributo, en plan fotorreportaje, dispensando decenas y decenas de imágenes de bolsitas que, en breve, estarán RIP. Aprovechando para la faena la extensa colección del japonés Sho Shibuya, diseñador gráfico con residencia en NY, que lleva casi una década recolectándolas. “Shibuya cita la creencia sintoísta de que cada objeto tiene un espíritu”, ofrece la publicación, excusando la afición del nipón por juntar lo que –para muchos- es basura, mientras el propio muchacho explica: “Creemos que cada objeto tiene un dios adentro, y es por eso que apreciamos las cosas. Incluso una bolsa de plástico, incluso una colilla de cigarrillo”. A cuento de la posible extinción de tan ubicuo adminículo, recuerda el Times que fueron originalmente diseñadas por el ingeniero sueco Sten Gustaf Thulin y patentadas por Celloplast en 1965, pero proliferaron en supermercados recién en los 80s. “Al principio a la gente no les gustaba”, anota Susan Freinkel, autora de Plástico: Un idilio tóxico: “No creían que fueran lo suficientemente fuertes, y detestaban que los cajeros se lamieran los dedos para separarlas y abrirlas”. Dice además la escritora que “la bolsa de plástico es un milagro del diseño, una hazaña de la ingeniería”: “De pronto tenés esta nube de polietileno resistente al agua, que durará mucho, mucho tiempo y puede transportar mil veces su peso”. Pero, claro, no se biodegrada y son particularmente difíciles de reciclar. Con más de 23 mil millones utilizándose en New York cada año, raro es que tanto hayan tardado en suspenderlas en miras de la crisis medioambiental.