Nuestro yo es loco, delirante y paranoico. Sus pasiones son el odiamoramiento y la ignorancia. Y su función es el desconocimiento. Siendo otro, se cree él mismo. Padece un delirio de identidad. Se cree rey siendo vasallo y como buen humillado es orgulloso. Por eso la infatuación es lo normal.
Sigmund Freud dijo de él que “no era amo en su propia casa” y llegó a nombrarlo como “tenebroso déspota” a la vez que le otorgaba un valor de obstáculo para el tratamiento analítico tanto a la entrada como al final de la experiencia. El yo está presente de modo ubicuo desde nuestros más elementales malentendidos cotidianos, pasando por los choques habituales y las agresiones gratuitas que nos dejan preguntado “qué mosca le habrá picado”, hasta las grandes estrategias de manipulación de las pasiones yoicas que practica desde siempre el cine, la publicidad y el marketing político. Desde luego, esta locura del yo, aunque predique lo contrario, es perfectamente funcional al individualismo y a las estrategias fatales del capitalismo y sus slogans, que anuncian (desean) un mundo donde no funcione la función de lo imposible, es decir, la lectura.
En todos estos registros del intercambio simbólico humano, el goce yoico –mezcla y desmezcla de narcisismo y pulsión de muerte– plantea un rechazo decidido a la función y al campo del deseo y su interpretación.
El malestar en la lectura es un modo de decir la interrupción de este rechazo por la vía de la reinscripción del Otro en el orden del discurso y de la distancia irónica respecto al capricho de la certeza delirante.
La práctica de la lectura es una interpelación al goce generalizado de no leer. No queremos leer porque sabemos que esa experiencia por su propia lógica de desmitificación, mostrará lo irrisorio de nuestras imágenes de omnipotencia y anunciará algo de “la racionalidad de la estructura” que es precisamente aquello de lo que no queremos saber nada. Si la escritura, como recuerda Germán García es una actividad de la muerte, y la lectura, decimos nosotros, es la muerte del activismo voluntarista en favor del acto (de interpretación) que despeja un saber sobre el deseo y el goce, es necesario entender que el rechazo de la lectura, el gusto de no leer en cambio, es el cálculo burocrático de la pasión de la ignorancia; el oficio de servidumbre que juega el juego del amo de turno mientras predica el heroísmo de la resistencia que sabe idealizar(se) y victimizar(se) para ocultar su profundo rechazo, es decir, su vínculo censurado, con el deseo del Otro.
Roland Barthes y Jacques Lacan son dos modelos de lectores distintos y convergentes en el punto preciso en que ambos construyen ámbitos de pasión (la escritura, la enseñanza) donde se despliega el saber y su reverso para no retroceder ante las malas artes de la mitología del ensueño burgués.
*Psicoanalista. Docente UNR. Fragmento de publicación en Facebook.